América Latina sigue atrapada en un modelo económico que la condena a depender de la exportación de productos primarios. Mientras China, Estados Unidos y la Unión Europea sostienen su desarrollo sobre manufacturas de alto valor agregado, innovación tecnológica y servicios, nuestra región continúa vendiendo petróleo, cobre, soya, café y minerales como si el tiempo no pasara. Más de la mitad de nuestras exportaciones son materias primas, con escasa transformación local. Y aunque hay excepciones, como México en el sector automotriz o Brasil con la industria aeronáutica, el patrón regional es claro, vivimos de lo que la tierra y el subsuelo nos dan, pero no de lo que nuestras universidades y centros de innovación logran construir.
Este rezago no es casualidad, sino consecuencia directa de un sistema educativo que no responde a las necesidades del siglo XXI, de una inversión pública insuficiente y de una visión de desarrollo que nunca priorizó el conocimiento como motor central. Según datos de la UNESCO, América Latina invierte en promedio 4,3 % del PIB en educación, muy por debajo del 6 % recomendado. Países como Haití apenas alcanzan 1,2 %, mientras otros como Bolivia se acercan al 8 %, pero con serias deficiencias de calidad. La consecuencia es que casi un tercio de los adolescentes no completa la secundaria y que, entre los más pobres, las probabilidades de terminar la escuela se reducen drásticamente. Es decir, formamos sociedades donde la educación sigue siendo un privilegio y no un derecho efectivo.

Una región que educa mal, que abandona a sus jóvenes en el camino y que no conecta universidades con industrias, está destinada a ser proveedora de materias primas. No sorprende entonces que nuestra productividad laboral esté estancada, que el 70 % de la fuerza de trabajo sobreviva en la informalidad y que el empleo formal con proyección sea escaso. Según el Banco Mundial, casi el 30 % de las empresas en América Latina no puede crecer por falta de trabajadores calificados. Esa carencia es la consecuencia de un sistema que nunca se modernizó ni entendió que el desarrollo del capital humano es la única vía para competir en un mundo donde la innovación manda.
El problema se agrava con la fuga de cerebros. Cuando se logra formar a un profesional de excelencia, las oportunidades en la región son tan limitadas que el talento emigra. Estados Unidos, Europa y, más recientemente, China se convierten en receptores de científicos, ingenieros, médicos e investigadores latinoamericanos. Basta ver lo ocurrido en Venezuela, en donde según estudios recientes, una proporción considerable de los migrantes venezolanos cuenta con educación universitaria o posgrado; por ejemplo, el Banco Interamericano de Desarrollo señala, que más de la mitad de quienes emigraron de Venezuela tiene educación universitaria o de posgrado. Una fuga de talento que dejó hospitales sin médicos, universidades sin profesores y empresas sin ingenieros.
Si bien Venezuela es un caso extremo, el patrón se repite en países como Argentina, Perú o Colombia, donde la migración calificada supera el 10 % de los profesionales formados. Exportamos petróleo y cobre, pero también exportamos cerebros, y en ambos casos el valor agregado lo capturan otros.
Esta combinación de baja educación de calidad, fuga de talento y falta de inversión en investigación impacta directamente en el empleo. No es coincidencia que la región tenga tasas persistentes de pobreza, incluso en ciclos de bonanza de precios. Y es que los empleos que se generan en sectores extractivos o agrícolas suelen ser inestables, mal pagados y con escasas oportunidades de crecimiento. Al no diversificar hacia industrias más complejas, dejamos a millones de trabajadores atrapados en actividades de bajo valor.
Mientras que América Latina envía al mundo barcos de soya, mineral de hierro, cobre o petróleo crudo, China exporta más del 90 % en manufacturas, como electrónica, maquinaria, textiles, productos químicos. La Unión Europea supera el 70 % en manufacturas de alto valor, con industrias como la farmacéutica, la automotriz o la aeronáutica. Estados Unidos, además de exportar manufacturas, se ha convertido en el gran exportador de servicios tecnológicos y financieros.
La dependencia de productos primarios no solo nos hace más pobres, sino más vulnerables. Somos rehenes de ciclos de materias primas que no controlamos. En cambio, quienes apuestan por la innovación y la manufactura generan resiliencia, pues su valor no depende del clima o de un conflicto geopolítico, sino de la capacidad de sus industrias y su gente.
¿Podemos salir de este ciclo?
Sí, pero no será rápido. Los ejemplos internacionales muestran que un proceso de transformación productiva basado en educación e innovación requiere al menos una década sostenida de inversión. Para empezar, América Latina debería aumentar su gasto educativo al 6 % del PIB, mejorar la calidad docente, reducir la deserción y vincular mucho más la universidad con la empresa. Al mismo tiempo, se necesita destinar mayores recursos a investigación y desarrollo. Hoy apenas invertimos 0,7 % del PIB en I+D, mientras la OCDE invierte en promedio 2,4 %.
Superar la dependencia primaria implica también políticas de retención y retorno de talento. No basta con formar profesionales, hay que darles oportunidades reales para que investiguen, creen empresas o lideren industrias desde aquí. Algunos países del Este de Europa lograron revertir la fuga de cerebros cuando empezaron a generar entornos competitivos, infraestructura de calidad y apoyo al emprendimiento. América Latina debería aprender de esas experiencias. El camino no es fácil, pero es inevitable.
Invertir en educación, ciencia y tecnología no es un lujo, es una urgencia. Y aunque los resultados cuantitativos no serán inmediatos, un compromiso sostenido durante una generación podría cambiar el destino de la región.
América Latina no carece de talento ni de recursos, pero si de visión. Mientras no entendamos que el petróleo y el litio valen menos que una patente, que una tonelada de cobre genera menos riqueza que un software, y que un campo de soya nunca reemplazará a un centro de innovación, seguiremos condenados a vivir del pasado. La historia no se cambia sola, se cambia con decisión política. Solo así dejaremos de ser exportadores de materias primas y de cerebros, para ser finalmente exportadores de conocimiento.