Una región, todas las voces

Discutir el impuesto a la herencia

Durante nuestros ochenta ya estaba muy clara la desarticulación del pacto fiscal argentino. En un libro clásico, Ricardo Carciofi mostraba descarnadamente los profundos disensos sociales, políticos e institucionales sobre la estructura de ingresos y gastos públicos, y hacía que se ubicara la desarticulación no en cuestiones técnicas o de administración ni burocracia, sino precisamente en estos disensos profundos.

A la sazón, la locomotora de la desigualdad había comenzado a tomar velocidad, cargando carbón en sus diferentes escalas, desde el Rodrigazo (1975), la tablita de la dictadura, la hiperinflación, etc. Aunque, al día de hoy, quizás la locomotora avance algo menos rauda, estamos en un lío: la desigualdad sigue siendo una pesadilla, sufrimos un déficit fiscal descomunal y una presión tributaria récord. Bonita combinación.

El problema es complejísimo, y la solución, difícil, pero vendrá de a poco. Aquí solo me gustaría debatir sobre la pertinencia de reinstituir el impuesto a la herencia, que José Alfredo Martínez de Hoz suprimió (cosa nada sorprendente) hace tres décadas. Nobleza obliga, me he asesorado con un par de especialistas muy confiables para mí. Y en la lectura de Thomas Piketty, que ha estudiado la desigualdad de mucho tiempo en las economías occidentales. El tema es importante en sí mismo y también porque nuestro actual gobierno no lo tiene en su agenda (así lo ha manifestado Nicolás Dujovne). Como con todo impuesto, hay que atender tres dimensiones: equidad, eficiencia, y administración tributaria. De esta triple atención, no se puede zafar.

En lo que atañe a la equidad, hay cierto consenso claro: el impuesto a la herencia es de los más progresivos concebibles. Compensa marginalmente la reproducción intergeneracional de la inequidad; está dirigido a mejorar la igualdad de oportunidades entre un chico que está naciendo hoy en el Elefante Blanco y otro que nace en Puerto Madero. Sin incurrir en el cinismo, diría que se trata de liberalismo sano: ayuda a que las diferencias de sus futuras trayectorias de vida no dependan tanto de la cuna, o de la suerte, sino del mérito. La desigualdad está a la orden del día y proyecta su sombra sobre lo mucho que falta del siglo XXI, y las buenas políticas impositivas son una de las mejores herramientas para combatirla.

Sus detractores señalan que este impuesto desincentiva la oferta de trabajo, el ahorro y la acumulación de capital, y que da lugar a la elusión. Pero la evidencia empírica está lejos de ser contundente»

Sobre la eficiencia, hay más discusión. Sus detractores señalan que este impuesto desincentiva la oferta de trabajo, el ahorro y la acumulación de capital, y que da lugar a la elusión (v. g. herencias anticipadas). Pero la evidencia empírica está lejos de ser contundente. El efecto incentivos es relevante, pero la literatura favorable observa, por ejemplo, que cuanto más alta es la tasa del impuesto, mayores tienden a ser las donaciones a entidades de bien público. Nada mal. Se trataría, en suma, de un impuesto relativamente menor en lo cuantitativo, que puede —según sus defensores— complementar significativamente a otras herramientas de tributación progresiva (en particular, porque puede gravar ganancias de capital no realizadas que suelen no atañer al impuesto a los ingresos). Sin embargo, para otros autores, como Piketty, que discuten el papel del mérito y la herencia a largo plazo, su relevancia histórica ha sido mucho mayor. De acuerdo con él, la participación de las fortunas heredadas alcanza en Estados Unidos nada menos que entre el 70% y el 80% de la riqueza total. Parece haber un margen de acción.

Por fin, hay problemas de administración tributaria y de competencia entre jurisdicciones. Sin embargo, no hay impuesto que no presente problemas de administración, y la eficiencia administrativa es sistémica: los problemas de administración de cada impuesto disminuyen si mejora la administración de los otros y la institucional global. La cuestión de las jurisdicciones nos lleva a la economía política de un hipotético impuesto a la herencia.

Para empezar, es fácil entender que se trataría de una propuesta con popularidad sin tener por qué ser populista. Para nuestros políticos, que viven bajo el tejado de vidrio de la imputación de gobernar para los ricos o no ser más que bandas predatorias, la institución de un impuesto a la herencia sería una fuente de legitimidad. Cosas veredes, Sancho. De hecho, está vigente en la provincia de Buenos Aires desde hace más de una década y en Entre Ríos, aunque recauda poco. Bien ideado y ecualizada la difícil cuestión jurisdiccional, y atendiendo un latente trade-off entre equidad y eficiencia, debería esperarse mucho más a escala nacional. Para Jorge Gaggero, este impuesto es viable solo sobre la base de un acuerdo interprovincial completo. Habría en juego medio punto del PBI.

La orientación tributaria a futuro de la Argentina debería apuntar netamente a establecer una estructura más progresista, que se base en los patrimonios y en los ingresos. Hay que dar por descontadas las reacciones negativas de todo origen (valores, ideología, bolsillo y, por qué no, buenas razones), pero para eso están el debate, la deliberación y la decisión democrática.

Colombia, la paz que todavía no llega

Parecía un sueño hecho realidad. El acuerdo de paz firmado en La Habana en 2016 por parte del Gobierno colombiano y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo (FARC-EP) intentaba poner fin a un conflicto de seis décadas y daba pie a una nueva era, no solo para el país, sino también para toda la región. Sin embargo, a tres años del acuerdo, la violencia y los asesinatos de líderes sociales continúan, siguen diferentes problemas de implementación, y no son pocas las voces que cuestionan su vigencia.

Tras la firma del acuerdo de La Habana, 500 líderes sociales y defensores de los derechos humanos han sido asesinados, más de 200.000 personas han sido desplazadas de sus hogares, hay 129 excombatientes asesinados y se estima que un 40% de los que decidieron abandonar las armas las han retomado. Según datos de la Agencia de la Organización de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur), solo en Ecuador, más de 400 colombianos que huyen del conflicto y la persecución solicitan refugio cada mes, pero esta cifra está aumentando como resultado de los nuevos enfrentamientos de disidentes de las FARC y otros grupos armados.

La paz está en crisis por varias razones. De acuerdo con un reciente informe del Instituto Kroc de Estudios Internacionales para la Paz, de la Universidad de Notre Dame, solo el 23% de los 578 compromisos adquiridos se han implementado en su totalidad y 46% están en proceso de implementación, mientras que un 31% aún debe llevarse a la práctica.

Hoy subsisten diferentes problemas al garantizar la estabilidad del proceso de paz a largo plazo»

La refrendación del acuerdo del 2016 había inaugurado una era y la construcción de una paz que se auguraba estable y duradera. Siguiendo el ciclo virtuoso del acuerdo de La Habana, el 8 de febrero de 2017 también comenzaban en Ecuador las negociaciones de paz entre el Gobierno colombiano y el Ejército de Liberación Nacional (ELN), la segunda guerrilla más grande del país. Con todo, aunque el entonces presidente Juan Manuel Santos subrayó que el fin de la guerra era “irreversible”, hoy subsisten diferentes problemas al garantizar la estabilidad del proceso de paz a largo plazo.

El “Acuerdo Final para la Terminación del Conflicto y la Construcción de una Paz Estable y Duradera en Colombia” fue firmado en La Habana el 24 de agosto de 2016. Tras los fracasos de las experiencias de 1982, 1991 y 1998, existían negociaciones informales desde 2010, pero el acuerdo fue el resultado de la celebración de “diálogos exploratorios” que tuvieron lugar en La Habana desde 2012 y que contaron con la participación de Cuba y Noruega como países garantes, y de Chile y Venezuela como países acompañantes del proceso.

De la inicial exploración sobre la posibilidad de poner fin al conflicto y firmar un acuerdo de paz, las negociaciones dieron como resultado un documento que abordó puntos clave como el abandono de las armas, la distribución de tierras, la reparación y el reconocimiento de las víctimas, la reintegración de los exguerrilleros a la vida civil, un sistema de justicia transicional y la representación política de las FARC-EP en el Congreso de la república.  

La memoria histórica de este proceso está reunida en una colección de once tomos, actualmente conservada por la Biblioteca del Proceso de Paz con las FARC-EP del Alto Comisionado para la Paz del Gobierno Nacional.

El acuerdo de 2016 fue sometido a un plebiscito que hizo patente la gran polarización política y social del país. En efecto, el «no» se impuso con el 50,21%, mientras que el «sí» obtuvo el 49,79%, y el abstencionismo alcanzó el 63%. El resultado obligó al gobierno de Santos y a la cúpula de las FARC-EP a modificar diferentes puntos del acuerdo.

Mediante mandato constitucional, el 24 de noviembre de 2016 se firmó un nuevo acuerdo de paz, aprobado por unanimidad en el Senado y por mayoría absoluta en la Cámara de Representantes, pero no sin protestas de los grupos contrarios, que estaban encabezados por el expresidente y entonces senador Álvaro Uribe. 

De esta manera, Colombia, el país con el mayor número de desplazados internos a escala mundial (7,7 millones) y aproximadamente 400.000 refugiados, de acuerdo con la Acnur, sellaba el acuerdo que ponía fin a seis décadas de conflicto armado que, según el Centro Nacional de Memoria Histórica, causó más de 260.000 muertes, 80.514 desaparecidos, la devastación de zonas rurales, innumerables abusos y violaciones de los derechos humanos.

Sin embargo, aunque el acuerdo ha traído avances en varios ámbitos, como en el caso de la reducción de las tasas de muertes por hechos violentos o en cuanto a la integración social y política de algunos excombatientes, el Estado no ha cumplido todas las promesas. El Gobierno nacional, hoy presidido por Iván Duque, del Partido de derecha Centro Democrático, ha propuesto reformas sustanciales a la Ley de Justicia Especial para la Paz (JEP) y ha cuestionado seriamente los acuerdos firmados por el gobierno anterior.

Además, el desarrollo rural y la ejecución de infraestructura y servicios básicos para las poblaciones campesinas aún siguen siendo una promesa, a la vez que el programa de sustitución de cultivos de uso ilícito enfrenta serios problemas, tal como lo demuestra la producción récord de coca por parte del país en 2017. Por si fuera poco, el fin de los diálogos con el ELN y el atentado a la Escuela de Policía General Santander en enero de 2019, que este grupo reconoció, dejaron claro que el proceso de posconflicto todavía tiene carácter parcial.

En definitiva, para lograr una paz estable y duradera se necesita más que un acuerdo y buenas intenciones. El Gobierno colombiano, además de respetar lo pactado en La Habana, debe impulsar reformas estructurales de tipo económico, político y social a mediano y largo plazo, al tiempo que la sociedad tiene que comprometerse con la opción de conservar y consolidar la paz. A pesar de las dificultades y de las profundas divisiones de la sociedad colombiana, la paz es la condición sine qua non para crear un país más justo, democrático y equitativo. Para garantizar la implementación de lo pactado, Colombia también puede extraer valiosas lecciones de experiencias como los procesos de paz de El Salvador y Guatemala.

El presidente López Obrador: una primera evaluación

Andrés Manuel López Obrador está por cumplir medio año en la Presidencia de México. Su figura sigue convocando a los exagerados por vocación y alimentando el fanatismo político a favor y en contra. Con el refuerzo amplificador de las “redes sociales”, la discusión sobre su gobierno está entrampada, estancada, envenenándose: ha sido capturada por el extremismo, sin importar hechos ni razones, y grandes números sociales se forman ciento por ciento con el presidente o ciento por ciento en su contra.

Los absolutamente “anti” no están pensando los problemas y sus hechos, y criticando en consecuencia, aunque eso que no hacen es lo que dicen hacer; critican todo lo que venga de López Obrador, por sistema, por lo que a veces (no siempre) exageran a satisfacción de ese impulso. En el otro extremo se da prácticamente lo mismo: los totalmente “pro” no están defendiendo lo racional y éticamente defendible del nuevo gobierno: están defendiendo, “a capa y espada”, a su ídolo y líder, haga lo que haga (sea lo que sea).

Así, no sorprende que entre el primer grupo haya quienes ridículamente se vean a sí mismos como “la resistencia” (como si el Gobierno obradorista fuera un enemigo del nivel antidemocrático de los verdaderos fascistas o al menos de Donald Trump); tampoco es de extrañar que en el segundo grupo se comporten como miembros de una religión, y de “la verdadera”, ya sea en el papel de simples pero aguerridos feligreses o de teólogos y sacerdotes (correlativamente, el propagandista John Ackerman escribió en algún mal libro de 2015 que México, sin AMLO en el poder, estaba como España en la Guerra Civil, sugiriendo, con esto, no una gran división entre los mexicanos, sino que los poderosos del momento eran equivalentes a los fascistas franquistas…).

Años de polarización desquiciante y desquiciada, eso es lo que ha vivido México. Años que han desembocado en la maximización de la tontería en dos direcciones: los fanáticos anti-AMLO, por y para criticar como lo critican, terminan por pintar la caricatura de un país casi paradisiaco que López Obrador destruye sin piedad, mientras que los fanáticos pro-AMLO, por y para protegerlo como lo protegen, regalan la postal de un infierno Total que su jefe apaga y clausura. La locura. Y yo no exagero: véase lo que pasa a diario en Twitter.

El México del siglo XXI era y sigue siendo una democracia pero no consolidada y de baja calidad»

La verdad es que ningún extremo tiene razón, así como tampoco la tienen sus grados más próximos: el México del siglo XXI era y sigue siendo una democracia pero no consolidada y de baja calidad, llevaba mucho tiempo deteriorándose y hoy sigue sufriendo deterioro.

Aquí no haremos malabarismos para tratar de desprestigiar o ensalzar a López Obrador. Aquí se reflejará un equilibrio por análisis. Ni neutralidad ni partidismo. Esta evaluación representa una crítica analítica, ética e independiente. Muy pocos están siguiendo una línea similar; tan pocos, que podemos contarnos con las manos, entre ellos, Jesús Silva-Herzog Márquez, en periódicos, y Javier Tello, en televisión.

Un primer y pequeño paso es reconocer que ningún gobierno puede ser perfecto. El segundo paso es mayor: el de asumir que una tendencia gubernamental en democracia es el claroscuro. O lo agridulce. Pero en algunos casos hay más luz que oscuridad (que la hay) y, en otros, al revés (en todo esto también hay grados y extremos). Lo agridulce no es necesariamente mitad agrio y mitad dulce, no siempre o casi nunca es 50 y 50 de cada cual. De ahí debe darse un tercer paso particular, el más fértil y relevante: recibiendo los hechos con la cabeza, podemos decir más sobre la presidencia de López Obrador, y ser más precisos y honestos: hasta el momento, es una experiencia más agria que dulce. No un Gobierno Agrio, no un Gobierno Dulce, no solo agridulce, más agrio que dulce.

Lo dulce: la nueva política de salario mínimo, la reducción de sueldos de la alta burocracia, la intención de combate eficaz al huachicol (robo y venta ilegal del combustible), una reforma laboral que puede democratizar la vida sindical, algunos proyectos o intenciones de redistribución económica, y pocas cosas más. No se necesita ser de izquierda para aceptar hechos en este sentido; basta ser decente y sensato sobre la evidencia de problemas históricos.

Lo agrio: el ataque a programas públicos razonablemente exitosos como el de estancias infantiles, el freno definitivo e innecesario a la construcción del llamado Nuevo Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México o “consultas populares” que son una farsa, la propensión a un discurso de moralismo superficial y hasta bobo, decisiones de austeridad confundida y salvaje en materia de atención a la salud, el amiguismo en múltiples contrataciones gubernamentales, la presencia de políticos autoritarios (en el Gobierno) tan cuestionables como Manuel Bartlett, impericias en el combate contra el huachicol, la falta de aprendizaje personal sobre la libertad de expresión, el conservadurismo social de siempre (López Obrador, “el liberal y progresista”, no apoya el aborto, el matrimonio civil de personas homosexuales ni la regulación legal de las drogas), la continuación en esencia de la “guerra” contra las drogas y el narco que hicieron los presidentes anteriores, así como el desprecio tanto a la ciencia como al cuidado del medio ambiente, un desprecio tan real que se expresa en grandes reducciones presupuestarias y vacíos de políticas públicas.

Y eso no es todo. Concentrémonos en otros cuatro elementos agrios:

1. El casi nulo avance contra la corrupción. Siempre fue y siempre será una ilusión el que AMLO erradicará la política corrupta. Sin embargo, el presidente está haciendo menos de lo que debe y puede hacer. Hoy no solo hay políticos corruptos en su coalición y se desdeña el completamiento y la consolidación del Sistema Nacional Anticorrupción, sino que también empiezan a aparecer casos de planes y casos de corrupción dentro de su gobierno. Según la asociación civil Mexicanos contra la Corrupción y la Impunidad, en los primeros meses de esta administración, cerca del 80% de los contratos para compras y obras se entregaron por “adjudicación directa”, es decir, sin competencia ni valoración de opciones abiertas. Un mecanismo propicio para la corrupción. Una continuidad respecto a los dos presidentes anteriores. Otra continuidad es la de tener colaboradores manchados: el delegado del gobierno federal en el estado de Jalisco, Carlos Lomelí, está cubierto por la sombra de la corrupción.

2. Una política exterior tímida y una cobardía contradictoria frente a Venezuela. López Obrador y su canciller Marcelo Ebrard insisten en que su posición es la “neutralidad” por adhesión a la “tradición diplomática mexicana” y respeto a la “autodeterminación de los pueblos”. Terrible error con eufemismos. Al punto: si hay dictadura, no puede haber “autodeterminación del pueblo”. Es imposible, porque es dictadura. En esta, al “pueblo” le dictan, no se autodetermina. Si estás con la autodeterminación, estás contra la dictadura. Nicolás Maduro es un dictador en crisis. No rechazarlo hablando de “autodeterminación del pueblo venezolano” es una contradicción monumental. 

Debo repetir: una dictadura es, por definición, la no autodeterminación del pueblo (se entienda lo que se entienda por “pueblo”, sea sociedad, ciudadanía o los pobres). No rechazar a Maduro aludiendo a una falsa neutralidad es, por tanto, rechazar la autodeterminación de las venezolanas y los venezolanos.

3. Ir en contra de la división de poderes. Muy pronto le tocó a este presidente hacer nominaciones a la Suprema Corte de Justicia. Y las dos ternas que propuso a su propia mayoría legislativa quedaron en deuda con la democracia y el liberalismo que AMLO dice abanderar. Propuso a militantes de su partido Morena y a simpatizantes comprometidos de una forma u otra con el presidente. El segundo caso es aberrante: se confirmó a Yasmín Esquivel sin el perfil deseable y ella es la esposa de un empresario amigo y colaborador de López Obrador. ¿El pretexto del presidente que no se cansa de hablar de justicia y legitimidad? Son nominaciones dentro de la ley. Y sí, pero también dentro de una teoría y práctica de la indivisión de poderes… AMLO no quiso sino hacer lo que a él le convenía y aprovechó “la ley”, no actuó como un estadista demoliberal, sino como un político cualquiera al amparo formalista del pésimo artículo 95 de la Constitución mexicana, que establece los requisitos para ser ministro de la Corte. Pero si falló el presidente, digamos que también fallaron los medios y comentócratas de México: nadie (literalmente, ni uno solo de ellos) señaló el desfasado artículo 95 como factor de la decisión presidencial. Como ahí estuvo una condición de posibilidad, ahí está otra reforma pendiente.

4. La amplitud cínica de la coalición. El presidente está alentando o tolerando la llegada a Morena y sus gobiernos de actores desprestigiados y antidemocráticos. No me opongo a cualquier alianza ni a la inclusión política; me opongo a los excesos cínicos. Ejemplo paradigmático es la situación en el estado de Puebla, donde los hechos recientes contradicen por completo el discurso de AMLO. El 24 de diciembre pasado murió la gobernadora; hubo que nombrar a un interino y convocar a elecciones extraordinarias. El problema no es otro sino este: la nueva mayoría obradorista en el Congreso local llevó al interinato a Guillermo Pacheco Pulido, político autoritario, acusado de narcotráfico no por mí, sino por el célebre semanario Proceso, uno de los soportes históricos de la indivisión de poderes que ha definido por décadas la política local, y como presidente del Tribunal Superior de Justicia, cómplice del exgobernador Mario Marín en la violación de los derechos humanos de la periodista Lydia Cacho. ¿Qué hace peor al problema? Marín ya ha sido condenado como violador de derechos por el Comité de Derechos Humanos de la ONU, existe una orden de México de aprehensión en su contra y actualmente es buscado por Interpol. Y aun así, más de cinco amigos y colaboradores del corrupto y autoritario prófugo de la justicia habitan alturas del gobierno interino pro-Morena o en la campaña de su candidato a gobernador (uno más, Alejandro Armenta, es senador morenista). ¿Por qué tolera esa contradicción el presidente? ¿Por qué y para qué quieren aliarse con parte de lo peor de la historia política poblana? Como si fuera poco, Morena firmó una alianza electoral con el partido “Verde”, célebre en todo México por su amor a la corrupción. Morena puede y debe deshacerse de esos agentes tóxicos, debe separarse de esos políticos en beneficio de la imagen presidencial, de sus futuros gobiernos locales y de la ciudadanía de Puebla. 

¿Es muy pronto para evaluar a López Obrador como presidente? No, salvo que la evaluación se pretenda inamovible o final. Mucho antes de los seis meses, AMLO y los obradoristas enjuiciaban sin matices a su antecesor. Lo importante es no dejar de buscar los hechos, no dejar de pensarlos, no dejarse arrebatar por el blanco o el negro partidista. Para hacer mejores juicios públicos sobre asuntos públicos, como dijo Adam Michnik, “el gris es hermoso”. Sin embargo, no es una cuestión de estética mediática: es de ética pública e intelectual.

Herencia y pesimismo

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Pasan los caudillos milagreros, los militares en el poder, las democracias (más o menos apócrifas), las dictaduras modernizadoras, pero el atraso sigue dominando la vida de sociedades que no pueden acortar las distancias (de productividad y bienestar) con los países que comúnmente llamamos “desarrollados”. Hubo algunas excepciones de países atrasados que dieron el salto al desarrollo a fines del 800 (en el norte de Europa y Japón) y a fines del 900 (en el oriente asiático), pero para la mayor parte del mundo el atraso ha seguido siendo una maldición capaz de amargar la existencia de gran parte de la humanidad a pesar del paso del tiempo, de las diferentes políticas económicas, de las buenas intenciones de uno u otro gobernante o de las ocasionales bonanzas de sus materias primas. ¿Esta historia está a punto de concluir? ¿Quién puede decir que este legado antiguo, esta herencia, no se prolongará a lo largo de las próximas generaciones o incluso siglos?   

Suponiendo que exista alguna fuerza histórica destinada a conducir a los países más allá del atraso (una especie de mano invisible global), habrá que reconocer que su despliegue ha sido, cuando menos, aletargado, además de errático, en los últimos siglos. Los estigmas siguen a pesar del tiempo y de los cambios de formas: instituciones de baja calidad, pobreza difundida y fuerte segmentación social, además de retraso técnico y baja competitividad. En las sociedades avanzadas ocurre hoy, más que ayer, que los individuos nacidos en familias pobres tienen grandes probabilidades de seguir siéndolo. Y lo mismo vale para países completos. De ser esto así, los espacios del optimismo proyectado hacia el futuro no son muy amplios que digamos.

Es famoso el aforismo de Antonio Gramsci acerca del pesimismo de la inteligencia y el optimismo de la voluntad. Añadamos que en sus Cuadernos de la cárcel (una obra desordenada, tumultuosa y exuberante de ideas) insistía en la necesidad de guardarse de aquellos que prometen, entre múltiples patrañas, la abundancia a la vuelta de la esquina y soluciones sencillas a todos los problemas habidos y por haber. El optimismo puede ser una forma de autoengaño (un sedante de la razón) tan dañino como el pesimismo disfrazado de paciente sabiduría.     

Se ha explicado el atraso en muchas formas: por la baja productividad, el insuficiente espíritu empresarial, el retardo tecnológico, un vínculo inadecuado con el mercado internacional, el clima y hasta la ubicación geográfica de los países. Y todo esto, ciertamente, tiene algún grado de verdad en mezclas variables dependiendo de momentos y países. Sin embargo, como si el escenario no fuera suficientemente sombrío, existen otras circunstancias que tienden a amarrar a los países “en vías de desarrollo” a un pasado del cual no pueden emanciparse plenamente, incluso cuando aparecen antenas parabólicas en los techos de los tugurios de los barrios marginales o relucientes malls atestados de clases medias sedientas de símbolos de su bienestar. Las vestiduras cambian solo para encubrir organismos sociales deformados.

Los países, que en distintos momentos de los últimos dos siglos pudieron dar el salto más allá del atraso, tienen algo en común: no tuvieron prolongados pasados coloniales»

¿Por qué, en medio de un atraso que se metamorfosea a lo largo de las generaciones, sus rasgos primarios siguen inalterados? Registremos una circunstancia que podría ser relevante. Los países, que en distintos momentos de los últimos dos siglos pudieron dar el salto más allá del atraso, tienen algo en común: no tuvieron prolongados pasados coloniales. Si esto es cierto, como parece serlo, ¿por qué una larga experiencia colonial trabaría, incluso siglos después de haber sido superada, la emancipación del atraso de países enteros?

Una respuesta podría estar en el surco de desconfianza que la Colonia dejó entre sociedad e instituciones. Ser colonia por un tiempo prolongado implica la conformación de sociedades que no pueden creer en las instituciones que las dominan como si fueran un ente exterior a sí mismas. Instituciones, por consiguiente, que no pueden ser creíbles a los ojos de la sociedad y, sobre todo, de sus sectores más pobres. Instituciones opresivas que reproducen en el tiempo, incluso después de la Colonia, una cultura arraigada de depredación impune hacia los ciudadanos que deberían tutelar. Un componente entrópico instalado en el medio de la sociedad que no solo no favorece, sino que a menudo entorpece la acción colectiva por la ineficacia derivada del escaso control social.       

El surco creado en siglos de Colonia entre sociedad y Estado tiende a conservarse a largo plazo, incluso después de superada la condición colonial. Un surco de mutua desconfianza. Esta lacra de origen constituye una corriente contraria que opera silenciosa y eficazmente a lo largo de los siglos. Y la consecuencia es que una sociedad que, a pesar del descontento y los conflictos no se reconoce en sus instituciones, no solamente no confía en sí misma, sino que tiende a creer que el camino a la prosperidad supone la apropiación institucional ilícita de la riqueza socialmente creada. Pueden variar los regímenes y las formas políticas, pero el legado disgregador dejado por un prolongado pasado colonial tiende a conservarse a pesar del cambio en sus formas. Una corriente invisible pero eficaz en restar eficacia en las instituciones como agente de desarrollo y en mantener hacia ellas una desconfianza social persistente. De ser así, ¿cuántas generaciones o siglos serán necesarios para neutralizar esta corriente contraria a todo intento (por bien intencionado o acertado que pueda ser) de emanciparse del atraso? Al final de cuentas, un camino firme al desarrollo requiere una acción conjunta entre sociedad e instituciones; la desconexión supone inconsistencia y fragilidad incorporadas.

Ahora bien, si lo anterior es cierto, también lo es el que cualquier proyecto sólido de dejar atrás un largo pasado de atraso requiere eficacia y credibilidad de las instituciones públicas. Fuera de eso, todo intento resultará, antes o después, en vano.

Pero hay otra corriente contraria de naturaleza secular que viene de la Colonia (e incluso desde antes). Una estudiosa estadounidense se refiere a ella como falta de empatía social entre diferentes estratos de una misma sociedad. Me refiero a Judith Teichman en su Social Forces and StatesPoverty and Distributional Outcomes in South Korea, Chile and Mexico (2012), obra en la que se comparan estos tres países y se llega a la conclusión de que en Chile y en México la fragmentación social que causó la Colonia ha consolidado una falta de empatía entre diferentes grupos sociales, un legado que ha impedido y sigue impidiendo a los sectores sociales más pobres el que puedan hacer valer sus intereses sobre las decisiones de las elites gobernantes. En otros términos, los pobres no reciben el apoyo de las clases medias para hacer avanzar sus demandas.

La antigua distancia entre criollos, mestizos e indígenas ha operado secularmente como un factor de desconexión social y, a final de cuentas, como un obstáculo al establecimiento de mercados nacionales capaces de alimentar una sólida actividad económica a largo plazo. En cambio, en Corea del Sur, donde la condición de Colonia japonesa duró “apenas” medio siglo, se mantuvieron fuertes nexos entre estratos sociales distintos que condujeron, incluso a gobiernos duramente conservadores como el de Park Chung Hee, a tomar decisiones orientadas, por ejemplo, en el terreno agrario, a evitar segmentaciones sociales continuas que pudieran impedir el desarrollo de un mercado nacional integrado y dinámico. No es descabellado decir que, vistas las cosas por sus consecuencias a largo plazo, fueron más progresistas varios Gobiernos conservadores de Asia oriental que muchos Gobiernos “revolucionarios” de América Latina.    

Concluyamos. Si el surco Estado/sociedad es un dato de larga duración para el cual no parece haber remedios de efecto rápido y, si la escasa empatía de las clases medio-altas hacia los pobres rurales o urbanos está destinada a mantenerse como factor que debilita la capacidad social de presión sobre las instituciones y sus políticas, estamos en una situación en la que las políticas económicas, por acertadas que puedan ser, están destinadas a desempeñar un papel menor del que las teorías económicas les asignan. Las sociedades atrasadas con un prolongado pasado colonial heredan factores entrópicos que no impiden el progreso, sino la salida del atraso. Y esto es exactamente lo que dificulta mirar el futuro con el optimismo deseable.   

Venezuela: es el momento de los militares

El pasado 30 de abril, la marcha por la Operación Libertad, encabezada por Juan Guaidó, presidente de la Asamblea Nacional, tuvo como finalidad alentar a las cúpulas del Ejército a cambiar su lealtad al régimen de Nicolás Maduro por el autoproclamado presidente interino de Venezuela.

Guaidó ya lo había intentado en febrero en Cúcuta, en la frontera con Colombia, donde forzó el ingreso de ayuda humanitaria. Pero en esta ocasión, y de manera más desafiante, se dirigió a la base militar de La Carlota, en el este de Caracas, flanqueado por una docena de militares rebeldes y por el reconocido líder de la oposición y su mentor, Leopoldo López, quien había estado bajo arresto domiciliario.

Un resultado seguro de esta trama ha sido el debilitamiento de ambos protagonistas, Guaidó y Maduro»

El resultado del enfrentamiento fueron cinco personas muertas, múltiples heridos y deserciones de algunos miembros de la Guardia Nacional y, notablemente, del jefe del Servicio Bolivariano de Inteligencia Nacional (Sebin), Manuel Christopher Figuera. Parecía el desenlace de un régimen que se desquebraja lentamente ante los ojos del mundo, pero al final el plan fracasó. La mayoría de los oficiales superiores cerraron filas con Maduro, quien pudo mantener el control. No obstante, un resultado seguro de esta trama ha sido el debilitamiento de ambos protagonistas, Guaidó y Maduro, pero peor aún el de un país que ya se encuentra en una situación muy precaria.

Maduro se ha declarado vencedor en esta batalla, pero estos últimos acontecimientos han expuesto indudablemente su debilidad, puesto que es conocido —aunque no reconocido— que tres figuras principales del régimen (el ministro de Defensa, Vladimir Padrino, el presidente del Tribunal Supremo, Maikel Moreno, y el director de contrainteligencia militar, Iván Hernández Dala) se hallan en conversaciones con la oposición, así como también con Washington, para buscar la salida negociada de Maduro. Algunas otras fuentes agregan al ministro del Interior, Néstor Luis Reverol, entre los posibles desertores.

De acuerdo con fuentes de la oposición, el plan era que el Tribunal Supremo de Justicia declarara a la Asamblea Nacional como una institución legítima de poder, a fin de dar al Ejército la justificación legal para que abandonaran totalmente a Maduro. De hecho, un factor esencial sobre la seriedad del plan fue la liberación de López por parte del jefe del Sebin.

¿Y qué fue lo que salió mal? Se especula que las figuras clave del régimen antes mencionadas mantenían contacto con la oposición y estaban de acuerdo con su plan de acción. Sin embargo, también actuaban como informantes para Maduro. Esta es la línea que finalmente están defendiendo los supuestos señalados de ser infiltrados después del fallido levantamiento. En particular, Padrino, quien ha asegurado públicamente que la oposición intentó “comprarlo”. Padrino, Moreno y Hernández Dala han sido señalados por EE. UU. de haber aceptado y participado en el plan, aunque estos lo nieguen rotundamente. También existen registros en Twitter de algunos diplomáticos en Caracas que aseguraban que, de los supuestamente involucrados en la conspiración, Padrino era el agente doble más probable.

A su vez, hay otras teorías, como que la oposición jugó muy mal sus cartas, pues al escuchar rumores de que la trama había sido descubierta, sus líderes se lanzaron a las calles antes de lo planeado, lo que asustó a los conspiradores cercanos al régimen y, por lo tanto, condenó el plan.

Maduro está intentando ahora reforzar el apoyo de entre los militares»

Cualquiera que haya sido la secuencia real de los eventos del 30 abril, Maduro está indudablemente más debilitado. La deserción del jefe del Sebin —de quien se cree que ya abandonó el país— ha sido la más significativa hasta el día de hoy. De ahí que Maduro esté intentando ahora reforzar el apoyo de entre los militares, puesto que sigue la duda sobre la lealtad de algunos hacia él, incluso de parte del mismo ministro de la Defensa. Freddy Bernal, un leal al régimen y quien supervisa la distribución de alimentos del Gobierno, ya advirtió que este primer intento de rebelión ha sido solo un ensayo que podría repetirse en cualquier otro momento.

¿Y ha sido positivo el levantamiento para la oposición? Tampoco. Al haber prometido que el final del régimen de Maduro era inminente, Guaidó ha perdido credibilidad entre miembros de la oposición, en particular, y la población, en general. También hay signos de fatiga y desaliento entre la oposición. Ejemplo de ello fue una protesta el 5 de mayo afuera de las bases militares que atrajo poca asistencia. Las divisiones dentro de la oposición también son evidentes. En un extremo, algunos miembros piden a Guaidó que solicite la asistencia militar de EE. UU., mientras que en el otro extremo presionan para lograr un acuerdo negociado. Las divisiones han aumentado, asimismo, con la decisión del Grupo de Lima de invitar a Cuba para que actúe como intermediario, así como por la liberación de López, quien además de ser una figura carismática y controvertida en la oposición, también tiene enemigos dentro de ella.

Es muy poco probable que veamos a Guaidó encarcelado, a pesar de las constantes amenazas del Gobierno. Quienes son leales al régimen parecen haber llegado a la conclusión de que Guaidó es más inofensivo de lo que aparenta y de que su detención corre el riesgo de crear un “mártir” entre la población y de provocar una reacción en EE. UU.

La situación es muy delicada y la profundización en las grietas dentro del régimen refuerza mi visión de que Maduro abandonará el cargo en la segunda mitad de este año o a comienzos del 2020. A pesar de que existen numerosos riesgos en esta previsión, es importante señalar que históricamente numerosos levantamientos fallidos han antecedido a los exitosos.

Ahora es el momento de los militares para interpretar lo que está sucediendo y lo que están dispuestos a hacer en respuesta. Posiblemente en un futuro no muy lejano veremos a Venezuela avanzando hacia un escenario en el que los militares tomen el control total, sin Maduro, pero no necesariamente en línea con los términos y la agenda de Guaidó para la transición. Lo que se vendrá serán tiempos muy inciertos para una Venezuela ya muy convaleciente.


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El peligro de los «outsiders»

«Hace décadas que en América Latina nos hemos acostumbrado a la llegada de los mesías, salvadores de la patria que dos por tres desembarcan triunfales en el mundo de la política para salvar a su pueblo del establishment, o sea, la política. Se trata de redentores del más diverso pelaje provenientes del mundo del entretenimiento o profesiones que les han permitido acumular prestigio —y, sobre todo, dinero—, que se ven obligados a sacrificarse en nombre de todos para poner orden. O, mejor dicho, desorden. El origen de los outsiders se remonta a las nuevas formas de comunicación política que surgieron a mediados del siglo pasado con la aparición de la televisión. Originalmente, los candidatos eran, en esencia, representantes de partidos, instituciones o ideas, y hacían papeles secundarios. Pero a la revolución de la TV, se sumó a inicios de los noventa “la era de la comunicación”, que dio paso a lo que los académicos denominan como la “humanización progresiva de la política”. Y a medida que las pantallas se fueron apoderando de nuestra atención, las posibilidades de los outsiders se multiplicaron.

Si bien Internet terminó de abrir el telón, la actual desafección a la clase política tradicional, consecuencia de la crisis política global y la corrupción, ha impulsado a manadas de outsiders a salir a escena. Este descontento hacia los “políticos profesionales” ha llevado a que “los electores se muestren atraídos por personajes que no tienen experiencia política, puesto que esa falta de experiencia es considerada como algo positivo”, explicó Roberto Rodríguez Andrés en su artículo El ascenso de los candidatos outsiders como consecuencia de las nuevas formas de comunicación política y la desafección ciudadana.

Si bien no hay una definición consensuada del término outsider, los académicos coinciden en una serie de características que Rodríguez Andrés clasifica de la siguiente manera:

1. Se trata de candidatos electorales que vienen de fuera del sistema y carecen de toda experiencia política. Sin embargo, no todos los que se acercan a la política son outsiders, ya que lo que cuenta es la inercia de la fama, una inercia a la que se aferran y prolongan a lo largo de su carrera política.

Se ubican al margen de las reglas establecidas para criticar a la clase política tradicional y atribuirle todos los males de la sociedad»

2. Se ubican al margen de las reglas establecidas para criticar a la clase política tradicional y atribuirle todos los males de la sociedad, asumiéndose, así, como auténticos “agentes del cambio”. Esta antipolítica, sin embargo, puede atribuirse no solo a ajenos, sino también a candidatos que, como afirmó Rodríguez Andrés, “aun habiéndose dedicado durante buena parte de su vida a esta actividad, se presentan con ansias renovadoras o rupturistas con respecto al orden establecido”, como sería el caso de Jair Bolsonaro.

Las estrategias electorales de los outsiders son otro aspecto en el que tampoco hay unanimidad. Ciertos académicos se limitan a incluir a aquellos que crean formaciones políticas nuevas, mientras que otros también incluyen a aquellos que utilizan a los partidos tradicionales como trampolín, como lo hizo Donald Trump.

3. La última característica y la que mejor los describe es que contra viento y marea logran convertir sus campañas en fenómenos virales que los elevan como la espuma hasta terminar ganando elecciones perdidas desde la teoría.

Partiendo de esta última perspectiva, el outsider, más que un personaje, sería un fenómeno, un suceso, un milagro, que, como aporte, reincorpora a la política a muchos de los desilusionados con los de siempre. Pero este fenómeno es sobre todo un engendro, una aberración que arrastra una serie de riesgos para los sistemas políticos y las democracias de los países.

El primero y más evidente de estos riesgos es la inexperiencia y el desconocimiento de estas personas para liderar un país o, si quiera, conformar gobiernos sólidos. El segundo es la posibilidad de que estos personajes, sobre todo los surgidos de la televisión, como el humorista y presidente guatemalteco Jimmy Morales, desarrollen campañas con objetivos autopromocionales y terminen, como afirmó Rodríguez Andrés, de “banalizar la actividad política, convirtiéndola en una suerte de circo mediático”. Otro riesgo es la erosión que causan en los sistemas, debido a que fraccionan y polarizan la política, lo que lleva a la conformación de Parlamentos hiperfragmentados y Gobiernos débiles que giran en torno al líder. Y el último y quizás el más peligroso de los riesgos es el sobredimensionamiento del personalismo, el populismo y la demagogia, que, en la actualidad, están aumentando no solo en varios países de la región, sino también en gran parte del mundo.

En el contexto actual, el envalentonamiento de los outsiders es inevitable, ya que se trata de un fenómeno social que se retroalimenta de la desilusión, la desazón, la desesperación y la rabia, así como también de la irracionalidad, la irresponsabilidad y la ignorancia. Por ello, a corto y mediano plazo nuestras sociedades seguirán siendo vulnerables al surgimiento de candidatos ajenos a la política, de los cuales muchos, disfrazados de mesías, se convertirán en reyes en esta “era de la comunicación”.

En este marco, no queda otra que ir pensando en alternativas a futuro. Y como ejemplo, un debate que viene a colación es el que despertó Juan J. Linz hace algunas décadas con su ensayo Los peligros del presidencialismo, en el que criticaba el sistema utilizado en la mayoría de los países de América. Ahí, entre varias críticas, mencionaba que la “personalización del poder” era un carácter inherente del presidencialismo. Y “el lado negativo de las elecciones populares directas es que pueden resultar elegidas personalidades ajenas a la clase política [outsiders]”, lo que incentiva la demagogia y el populismo, explicaron Matthew Soberg Shugart y Scott Mainwaring en su ensayo Presidencialismo y democracia en América latina: revisión de los términos del debate.

Este debate es simplemente uno más de muchos. Lo que verdaderamente importa es ir pensando alternativas para que, al menos, a largo plazo, podamos blindar nuestras democracias de los caprichos, egocentrismos y excentricidades de los outsiders.

La economía política de un Estado débil

Desde hace mucho ya, el Estado argentino se caracteriza por su debilidad. Este rasgo básico de nuestro Estado nadie lo ignora, pero pocos extraen de ello las debidas conclusiones de política.

Afirmar que es necesario reconstruir el Estado está muy bien, pero no nos lleva lejos; eso, indispensable, insume tiempo, hay que empezar ya, sí, pero mientras tanto los gobiernos y los grupos sociales que se interesen debemos encarar los problemas con los recursos disponibles, por pobres que sean, y no con los que desearíamos tener.

Los ejemplos de fragilidad del Estado son muchos, pero podemos dar aquí cuatro: el Estado está permanentemente expuesto a las tensiones de la dolarización económica argentina y no cuenta con medios adecuados para superarla; sus capacidades extractivas son elevadas, pero descansan sobre una base notoriamente defectuosa en lo asignativo y notoriamente inequitativa; el cuadro fiscal, que ha mejorado en años recientes, está afectado por bombas de tiempo que todos conocen, como la financiación futura del régimen provisional. Su poder de encarrilamiento y disciplinamiento de las conductas colectivas, en especial de lograr que actores organizados respalden cambios estructurales o presten apoyo tangible a políticas de modernización, es muy bajo.

Por fin, nuestro Estado está afectado por otra debilidad, que no es propiamente estatal pero que repercute brutalmente sobre él: una baja capacidad de cooperación política y un muy escaso capital de confianza entre los actores y de los ciudadanos hacia los políticos.

Resultante de la labilidad estatal es la espiralización de los grandes precios (tipo de cambio, salarios, servicios, etc.), que se expresa emblemáticamente en nuestra inflación crónica. Inflación que tiene un impacto a su vez arrasador sobre el propio Estado, sobre la inversión y sobre la distribución del ingreso. Cuando los gobiernos están en una fase macroeconómica de presunto control de las variables, las voces críticas, es lógico, tienen un alcance reducido. Tampoco es que los que advierten que todo acabará mal digan nada demasiado nuevo, porque los problemas no son, a su vez, demasiado nuevos.

cuando la gestión macroeconómica atraviesa por enormes turbulencias, como es el caso desde hace ya un año, entonces proliferan propuestas

Pero, cuando la gestión macroeconómica atraviesa por enormes turbulencias, como es el caso desde hace ya un año, entonces proliferan propuestas de políticos y economistas que también parece calcadas en gran medida de experiencias pasadas y que alimentan ilusiones sobre el modo de salir de la crisis y colocar al estado y la economía en un sendero sustentable.

Reaparece así el léxico de los consensos, los acuerdos, los planes y las grandes reformas. Grandes, todos: grandes consensos, grandes acuerdos, grandes planes y grandes reformas estructurales. De derecha, centro o izquierda, no importa. Para reconstituir el Estado, para desenvolver una productividad genuina, para administrar adecuadamente el tipo de cambio, etc. Se apela así a la “buena voluntad” (hablar con el corazón, preguntar cuánto está dispuesto cada uno a poner, ya no a pedir, a arreglar el país entre todos); y se termina dando paso a comportamientos defensivos y conservadores.

El problema de todas estas promesas y propuestas es que son falaces, circulares, porque adolecen del mismo defecto: dan por supuesta la existencia de aquello que prometerían crear; un Estado fuerte y un capital de confianza y capacidad de cooperación política (interpartidaria o de otra índole).

Esta suerte de petición de principios política (me dispongo a construir un Estado fuerte asumiendo que ya cuento para esa tarea con él) puede ser ilustrada con simples ejemplos: decimos que son necesarias tres grandes reformas estructurales: provisional, laboral y tributaria.

Muy bien; ¿para qué? Para sacar al Estado y a la economía de la trampa estratégica en que están. Pero, contrario sensu, si no disponemos de los activos políticos y económicos que traería aparejados poner al Estado de pie, ¿de dónde extraeremos las energías necesarias para tales reformas? Todas cuestan dinero (los ajustes son carísimos) y todas requieren de una dosis elevada de cooperación y confianza, y no tenemos nada de eso. ¿Qué se desprende de todo esto?

El consejo que me doy a mí mismo es ponerme cera en los oídos porque, a diferencia de Ulises, no tengo las manos atadas, y en los próximos meses deberé usarlas para introducir sobres en urnas.

Mejor desconfiar de las promesas de grandes acuerdos, de los macroeconomistas que seducen con la magia de los planes (y si creen en ella, desconfiar más aún) o de violentos paquetes de reforma (estos últimos son los peores), y disponerse a exigir que los gobiernos, a lo Albert Hirschman, avancen todo lo que puedan con reformas parciales, poco a poco, que contribuyan a colocar mejor los incentivos estatales, económicos y políticos, y vayan construyendo confianza y capacidad de cooperación, a pesar de que no resuelvan de inmediato ninguno de los grandes problemas, y que estos, por lo tanto, continúen golpeándonos la puerta. Hagamos política, y política económica, con lo que está, no con lo que nos gustaría que estuviera. Asumamos la penuria, tratemos de gestionarla con la mayor equidad posible, soportemos los sofocones de las crisis, y tratemos de ir construyendo las condiciones necesarias para los cambios estatales y económicos de mayor envergadura.

El éxodo venezolano: un desafío regional

En 2016, tras la firma por parte de Colombia y las FARC de los Acuerdos de Paz de La Habana, América Latina y el Caribe inauguraron oficialmente un periodo sin conflictos armados. Pese a las acciones del crimen organizado, la presencia de grupos armados no estatales, o a que la región continúa siendo la más desigual y violenta del mundo (sobre todo para mujeres, defensores de los derechos humanos y del medio ambiente o miembros del colectivo LGTBI+), desde entonces caló hondo la esperanza de encontrar soluciones negociadas a los conflictos no convencionales que aún siguen. La gran paradoja es que el aparente fin de ciclo de la violencia armada coincidió con la aceleración de las mayores migraciones internacionales de la Historia de la región: el éxodo venezolano.

Venezuela fue históricamente uno de los destinos favoritos de la inmigración en América del Sur y como “país de brazos abiertos” recibió indistintamente a europeos, asiáticos, colombianos víctimas del conflicto armado, exiliados de las dictaduras del Cono Sur y trabajadores de dentro y fuera de la región atraídos por el boom petrolero de los años setenta. Hoy, sin embargo, Venezuela experimenta la peor crisis económica, política y social de su historia. Aun teniendo las mayores reservas petroleras del mundo, junto a Honduras, Nicaragua y Haití se considera la cuarta nación más pobre de la región y, según el Fondo Monetario Internacional (FMI), en 2019, su economía se contraerá un 25%, a la vez que su nivel de inflación alcanzará el 10.000.000%.

Venezuela vive hoy la mayor crisis humanitaria de su historia, y una de las principales consecuencias de este proceso es la salida masiva de personas»

Las consecuencias de esta situación son gravísimas. Aunque en el país no se publican datos oficiales desde hace algunos años, según la última Encuesta sobre Condiciones de Vida en Venezuela (Encovi, 2017), la pobreza por ingresos asciende al 84%, mientras que el 80% de los hogares venezolanos afronta inseguridad alimentaria. A la pobreza y al hambre, se suman los problemas de atención médica y de escasez de medicinas, la inseguridad y el aumento del crimen organizado, los reiterados cortes de agua y luz, y un sinfín de dificultades que afectan el día a día de la población. En definitiva, Venezuela vive hoy la mayor crisis humanitaria de su historia, y una de las principales consecuencias de este proceso es la salida masiva de personas.

La emigración venezolana está constituida por 3,4 millones de personas y, de acuerdo con la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) y la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur), si se mantiene la crisis actual, podría alcanzar los 5 millones a finales del 2019. En la práctica, 5.000 personas salieron diariamente de Venezuela en 2018 y, aunque existen venezolanos viviendo en España, Estados Unidos y otros países, la mayor parte (2,7 millones) del éxodo es intrarregional, es decir, se concentra en América Latina y el Caribe. Colombia es el principal receptor de migración venezolana, seguido por Perú, Chile y Ecuador, pero ningún país permanece ajeno a este fenómeno.

La migración venezolana se caracteriza por flujos mixtos que incluyen desplazamientos forzados y migraciones más o menos voluntarias. Como fenómeno, genera efectos heterogéneos, tales como la pérdida de capital humano para el país emisor, al tiempo que supone numerosos desafíos económicos, políticos y sociales para los países de llegada, caracterizados estructuralmente por carencias y problemas a la hora de garantizar los derechos de sus propias poblaciones.

Ante este panorama y la elevada politización del flujo migratorio venezolano, a excepción de Uruguay, Brasil y Argentina que extienden la Residencia Mercosur a los venezolanos, o Ecuador, que reconoce la visa Unasur, los países de la región han expresado formas de solidaridad limitadas que incluyen respuestas, sobre todo nacionales y discrecionales, permisos de residencia especiales y de carácter temporal, así como una falta mayoritaria, salvo México, de la aplicación de la definición ampliada de refugio que se encuentra en la Declaración de Cartagena de 1984.

Aunque ha habido proyectos de cooperación regional como las iniciativas del Grupo de Lima y el Proceso de Quito, los países latinoamericanos y caribeños han respondido ante el éxodo venezolano de manera unilateral, obviando que ninguna medida aislada es suficiente y que se necesitan respuestas en diferentes niveles: local, nacional y regional. Por si fuera poco, las “buenas intenciones” y las declaraciones iniciales de solidaridad para con “nuestros hermanos venezolanos”, progresivamente han dado paso a medidas restrictivas al ingreso, permanencia y disfrute de derechos de esta población.

Así, a la tragedia del vecino país, es preciso sumar las políticas de mano dura que no frenan la migración, sino que aumentan la vulnerabilidad de los migrantes y empujan a las personas a desplazarse en condiciones cada vez peores, lo que contribuye al surgimiento de pasos irregulares (trochas), a la trata y tráfico de personas, a la imposibilidad de regularización de su estatus migratorio, y con ello, a la profundización de fenómenos como la explotación laboral, la violación de derechos humanos y el aumento de la precariedad, el racismo y la xenofobia en los países de llegada.

Tras el giro conservador de la región, lejos parecen haber quedado los recientes y reiterados llamados de los países latinoamericanos a no criminalizar la migración, a fomentar y a respetar los derechos de los migrantes y sus familias, o el proceso de construcción de una ciudadanía regional. Aunque América Latina y el Caribe siguen siendo una región principalmente de emigración, la experiencia venezolana está demostrando que los desplazamientos humanos han venido para quedarse y convocan a los Estados y a otros actores a que pongan en práctica los discursos y políticas basados en derechos humanos, de los que ha hecho alarde la región en materia migratoria.

Independientemente de las posturas ante el Gobierno venezolano, dicho éxodo supone un desafío regional que requiere un tratamiento multilateral y la formulación de políticas públicas integrales, no solo migratorias. Para ir más allá de las buenas intenciones, es urgente pensar que los migrantes venezolanos buscan un presente, pero sobre todo un futuro que tienen derecho a conseguir. En este escenario, cabe a los países de la región la responsabilidad y la oportunidad de brindárselo.

La falsedad de la “Conquista de México”

Ya es conocida la carta del presidente de México pidiendo al rey de España que se disculpe por “la Conquista”. La petición ha recibido tanto condena como aplauso. En general, no me opongo a que un Estado reconozca errores pasados con los que tenga clara relación (en un periodo de tiempo razonable); en particular, me opongo a que siga repitiéndose una idea falaz con efectos negativos: que a “México” lo conquistaron “los españoles” en contra de “los indios”. Mi argumento es empírico-analítico, no moral, aunque tampoco inmoral; y en pro de las verdades históricas, no en contra de los indígenas como personas. Veámoslo en cuatro partes:

1. De entrada: México no existía. No pudo ser conquistado. Con la llegada de Hernán Cortés a territorios que hoy son mexicanos, y con sus acciones político-militares posteriores, no se da ni el descubrimiento de México ni su Conquista, sino el inicio de su invención. Es el invento sociopolítico de la Colonia, que lleva al virreinato novohispano, sin el cual, para bien o para mal, no habría México. Lo que sí es México existió después de haber sido creada la Nueva España, con ella y tras ella. Por tanto, Cortés, nos incomode o nos satisfaga, puso las primeras bases de lo que es el país mexicano.

México no pudo ser ni puede ser sin España, así como tampoco sin indígenas»

Con todos sus defectos de origen y los subsiguientes, México no pudo ser ni puede ser sin España, así como tampoco sin indígenas. México se trata de los dos, con todos sus conflictos, alianzas, choques, mezclas, traiciones, intentos, olvidos. Lo que este país deba ser hoy y mañana no debe serlo sin una mejor posición de los indígenas, pero, aunque algunos lo consideren, eso no se logrará falseando la Historia para pintarla en blanco y negro “indigenista”, puesto que se trata de problemas de larga raíz histórica, hay que entender la Historia tan realistamente como sea posible para poder solucionarlos.

2. Lo que aquí había antes de la llegada de unos cientos de españoles a una parte no era un solo territorio legalmente vinculado como hoy, no era un solo país, ni una sociedad ni un Estado o confederación. No era una sola nación indígena con una cultura y nada más. Esos españoles no solo no conquistaron México, sino que no conquistaron a “los indios”…

3. En eso que no era México y donde no todos los indígenas fueron “originalmente” o “típicamente” conquistados, hubo grupos e individuos de la pluralidad indígena que ayudaron a Cortés y sus hombres contra otros indígenas. Son los aliados de Cortés, contra los aztecas, que van de los totonacas a los tlaxcaltecas, pasando por los texcocanos y más. Se calcula confiablemente que en la guerra cortesiana contra los aztecas y la toma de su ciudad Tenochtitlán (esto es lo que realmente correspondería a la distorsionada idea común de “la Conquista de México contra todos los indios”) hubo alrededor de 150.000 soldados/guerreros indígenas. Aliados de los españoles contra no españoles. Por tanto, hubo indígenas que asesinaron a otros indígenas y cometieron abusos contra ellos y ellas…

4. ¿Por qué hubo asesinatos y abusos entre “los indios” y a favor de los españoles? Por venganza. Porque unos abusaron de otros antes de la aparición de Cortés y los suyos. Los aztecas fueron primero victimarios de otros indígenas y después víctimas de sus víctimas. Es muy relevante: además de que los indígenas no eran un solo grupo sino muchos, existían conflictos (también muchos) entre esos grupos. La guerra con fines políticos, tributarios y religiosos era una constante del periodo y, por lo mismo, lo era la construcción de coaliciones defensivas. La gran culpa: el imperialismo azteca.

Entonces: ni México ni monolito social indígena ni paraíso de paz prehispánica. Ninguna de esas tres cosas existía. Sí hubo la guerra entre indígenas y, luego, la guerra entre unos indígenas y unos españoles con otros indígenas. Destrucción y muerte dadas y recibidas en muchas direcciones, con y sin España.

Ahora bien, ciertamente no todo era malo (ni salvaje, bárbaro, inculto) en los aztecas, y los españoles no eran racialmente superiores (ni veo gran superioridad religiosa); y sin duda, en el periodo cortesiano hubo arrasamientos, excesos y vejaciones, pero no como lo cuenta la “historia oficial” mexicana, ideada por el régimen del PRI. No fueron actos contra todos «los indios” y no solo por parte de «los españoles”. Fueron de españoles e indígenas contra unos indígenas que ni eran una democracia ni eran ejemplares en su trato a los demás. No fueron actos contra nosotros los mexicanos de cualquier tiempo, sino contra indígenas cuyos descendientes contribuirían desigualmente pero junto a los españoles a formar un México desigual.

El pasado de los países latinoamericanos puede y debe ser revisado y criticado, pero no como lo quiere el político Andrés López Obrador. Su punto de partida es la llegada a ningún buen lugar. ¿Cómo estar mejor en el siglo XXI confundiéndose desde el XVI?


Episodio relacionado de nuestro podcast:

La desigualdad urbana en América Latina

Un recorrido por Bogotá lo puede llevar a uno a pasar de repente de barrios con casas y edificios de gran lujo, parques y restaurantes de primer nivel mundial a suburbios con calles sin pavimentar y construcciones precarias donde la gente vive al borde de la miseria. Una realidad no exclusiva de la capital colombiana, sino evidente para todo aquel que haya explorado un poco casi cualquiera de las grandes urbes de Latinoamérica. De hecho, en pocos lugares del mundo se pueden ver los contrastes tan extremos que se encuentran en las principales ciudades de nuestra región. Pero, recorridos al margen, ¿qué dicen los datos sobre estas diferencias dentro de las ciudades latinoamericanas?

Desde hace décadas que medimos la desigualdad a escala nacional. Esos datos, como ya hemos discutido varias veces en este blog, reflejan cómo los países latinoamericanos se encuentran entre los más desiguales del mundo. Es evidente que esa desigualdad tiene hoy un fuerte componente urbano, y por ello recientemente hemos empezado a medir la desigualdad dentro de las ciudades. Analizando los datos de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), se puede ver cómo muchas de las principales urbes latinoamericanas presentan niveles de desigualdad de ingresos muy elevados y, en la mayoría de los casos, superiores al nivel nacional. Por ejemplo, mientras Colombia presenta un coeficiente de Gini (que mide la desigualdad de 0 a 1) de 0.53, lo que hace del país uno de los más desiguales del planeta, Bogotá presenta hoy un coeficiente de Gini superior al 0.6. De forma similar, mientras en Argentina la desigualdad ronda el 0.43, en Buenos Aires asciende a más de 0.5. (Para más datos y un mayor análisis, véase el artículo publicado recientemente en la revista científica Journal of Regional and Urban Economics).

Los datos analizados también reflejan que entre mayor sea la urbe, la desigualdad experimentada por sus habitantes suele ser mayor. Ciudades como São Paulo, Río de Janeiro y Ciudad de México acogen hoy cada una a más de 20 millones de habitantes y son de lejos las mayores aglomeraciones urbanas de América Latina. Las tres presentan los índices de Gini para la distribución del ingreso más altos: alrededor de 0.6. Por el contrario, Montevideo, con una población de menos de dos millones de habitantes, presenta un coeficiente de Gini de 0.45, mucho menor que el de la mayoría de las grandes urbes de Latinoamérica.

Una elevada desigualdad intraurbana se traduce en grandes carencias para muchos de los residentes de nuestras principales ciudades»

Una elevada desigualdad intraurbana se traduce en grandes carencias para muchos de los residentes de nuestras principales ciudades. Por ejemplo, en Colombia hasta un 15% de los residentes de las zonas urbanas no tiene acceso a servicios básicos de alcantarillado. En varios países centroamericanos la cifra sube hasta el 20% y en Bolivia casi alcanza el 40%.

Dado que las grandes urbes actúan como polos de atracción y, por tanto, siguen creciendo de forma acelerada, cabe esperar que sus niveles de desigualdad sigan aumentando. Eso, a menos que se ejecuten acciones determinadas para evitarlo. La desigualdad ha sido tradicionalmente una de las principales lacras y madre de muchos otros males de nuestra región. Hoy, el desafío de la desigualdad tiene principalmente una dimensión urbana que amenaza la viabilidad socioeconómica y política de nuestras ciudades y, por ende, de nuestras sociedades.