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Chile, entre extremos

Últimamente Chile ha tenido una vida política muy ajetreada y, sobre todo, contradictoria. A decir verdad, lo que está experimentando el país andino es el agotamiento de un modelo de convivencia que tiene raíces políticas e institucionales en la dictadura de Pinochet y su tránsito hacia la democracia. De hecho, en Chile nadie planteó la transición de un régimen autoritario hacia la democracia, sino que fue un accidente no previsto por el régimen dictatorial a raíz de la derrota inesperada de un plebiscito que creía que iba a ganar en 1989.

Fruto de lo expuesto, Chile aún hoy tiene una Constitución heredada del período autoritario, y un modelo económico ultraliberal en el que (entre otros muchos factores) la educación y la salud pública es “de pago” y la jubilación se gestiona por el mercado y, por tanto, una mujer cobra menos habiendo cotizado lo mismo que un hombre, porque tiene estadísticamente una esperanza de vida más larga.

Así, independientemente de quien haya gobernado desde 1990, el modelo heredado por el pinochetismo no se ha podido cambiar. Esta ha sido la raíz del descontento de muchos sectores de la ciudadanía (sobre todo de los más jóvenes) que han visto que la política institucional tenía muy poco margen para cambiar las cosas. Un descontento que estalló hace más de una década con la rebelión de los estudiantes de secundaria y que no paró de agravarse hasta el año 2019, cuando las protestas tomaron las calles de la capital. Fue entonces cuando el presidente conservador, Sebastián Piñera, prometió redactar una nueva Constitución.

Esta promesa fue una esperanza y un espejismo a la vez, porque mucha gente confirió al proceso constituyente resultados mágicos. Una especie de refundación del Estado y la sociedad chilena, sin tener en cuenta dos aspectos: que, mientras, se tenía que gestionar una realidad compleja en un contexto de crisis sanitaria y económica muy grave, y que la realidad de un país no se transforma a partir de la escritura de un documento, sino que solo se puede cambiar con voluntad política de muchos sectores.

Desde entonces han pasado, electoralmente hablando, muchas cosas: unas elecciones presidenciales en las que ganó el candidato de la izquierda Gabriel Boric, dos plebiscitos (uno para decir si se quería cambiar de Constitución y otro para rechazar un proyecto de Constitución) y dos elecciones para elegir a miembros de un consejo constituyente (un primero que ganó anchamente la izquierda y un último ―celebrado el pasado domingo 7 de mayo― en el que la extrema derecha tuvo una amplísima mayoría).

En poco más de dos años Chile ha pasado de ser la esperanza blanca de la izquierda alternativa (con un presidente joven formado en los movimientos sociales) a la amenaza autoritaria de la derecha radical de raíz trumpista y bolsonarista. Por eso, hoy muchos analistas se preguntan cómo elegir en 2021 una constituyente con mayoría absoluta de independientes de izquierda, y dos años más tarde, una constituyente nueva con una supermayoría de derechas, liderada por el Partido Republicano, de inspiración pinochetista.

Es obvio que la victoria de la extrema derecha está relacionada con una especie de estado de ánimo reaccionario que recorre el mundo, donde el descontento, la rabia y la frustración se canaliza en personajes como Donald Trump, Jair Bolsonaro o Giorgia Meloni. De hecho, el ganador de la última contienda electoral, José Antonio Kast, pertenece a esa familia ideológica y, que a pesar de su discurso “antipolítica”, ha ocupado cargos públicos desde 1996, siempre de la mano del partido conservador y tradicional UDI, y que su hermano y mentor fue ministro de Pinochet.

Pero más allá de esa oleada ideológica global, los resultados del 7 de mayo también están relacionados con que los temas de campaña más relevantes en estos comicios fueron los que habitualmente favorecen a la derecha: la inmigración, la seguridad y la inflación. La llegada, desde hace años, de inmigrantes venezolanos ha hecho que el discurso racista que apela al cierre de fronteras haya florecido. Asimismo, la preocupación creciente por el incremento de delitos (muchos vinculados a redes del narco) y el deterioro de la seguridad han supuesto la bienvenida del discurso de “mano dura” que siempre utiliza la derecha radical. Y el tema de la inflación y la carestía de la vida, fruto de una coyuntura internacional de recesión, ha erosionado al gobierno del presidente Boric.

Pero estos dos asuntos se retroalimentan con el marco institucional en el que se han llevado a cabo las elecciones. De acuerdo a la ley electoral, los 16 distritos que son muy pequeños y con una fórmula proporcional abierta ha supuesto la sobrerrepresentación de la derecha radical del Partido Republicano, que con un 35,6% del voto casi ha conseguido la mitad de la representación, mientras que las formaciones tradicionales de centro que se presentaron con la coalición Todo por Chile no obtuvieron ningún representante a pesar de haber conseguido el 10% del voto. A este formato institucional, además, se le añadió el mandato de “voto obligatorio”, lo que llevó a las urnas a un sector de la ciudadanía que habitualmente no vota y que, cuando lo hace, parece decantarse por el discurso populista de derecha.

Por otro lado, la izquierda tendrá que realizar una autocrítica, pues la culpa de la derrota no es solo responsabilidad del entorno ni de los poderes fácticos. A decir verdad, la anterior Asamblea, con una mayoría de miembros de la izquierda social, no tuvo la capacidad de gestionar el mandato anterior. El anterior proceso de redacción de una propuesta constitucional estuvo contaminado por una trágica combinación de maximalismo, sobreexposición mediática y, en cierta medida, de frivolidad. Un 20% de votos nulos y blancos el día 7 de mayo es la expresión del hartazgo que acumula un sector de los ciudadanos respecto a la labor de sus políticos.

Pero el proceso constituyente chileno no ha terminado. El Consejo Constituyente recién elegido deberá trabajar sobre un borrador de ley fundamental elaborado por un consejo de expertos compuesto por académicos. Finalmente, el pueblo chileno deberá volver a las urnas en diciembre, consensuado (o no) el nuevo borrador de Constitución, para decidir si lo acepta.

La paradoja de esta nueva coyuntura es que el presidente Boric ―tras conocer el resultado― ha sugerido a la derecha que no haga lo mismo que ellos en el anterior constituyente y que busque el consenso. Mientras, la formación de Kast, que no quería una nueva Constitución, tendrá que liderar la constituyente.

En cualquier caso, hay quienes asimilan estos resultados con el inicio de una etapa contrarrevolucionaria. Si las elecciones del 15 y 16 de mayo de 2021 para escoger los convencionales de la primera asamblea constituyente y la victoria, el 19 de diciembre del mismo año, de Gabriel Boric, en las elecciones presidenciales significaron una “primavera chilena”, los resultados de la última elección parecen mostrar el advenimiento del otoño. O, como diría un aficionado a los símiles históricos (y pensando en la Revolución francesa): en Chile se ha iniciado un proceso de cierre autoritario: ha comenzado la fase de “termidor”.

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Catedrático de Ciencia Política en la Universidade de Girona y miembro del Centro de Relaciones Internacionales de Barcelona (CIDOB). Doctor en C. Política y Administración. Máster en Estudios Latinoamericanos. Investiga sobre procesos de democratización en A. Latina.

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