La semana que Mauricio Macri, expresidente de Argentina, asumió el poder, la facción más intransigente del partido saliente, el kirchnerismo, circuló un “manual de micro militancia K” para instruir a sus acólitos sobre cómo resistir al gobierno entrante. De las varias técnicas de resistencia allí descriptas, sobresalían las que usaban el consumo y la elección privada en ámbitos de naturaleza habitualmente neutral, como el del mercado, para socavar la legitimidad y los recursos del oficialismo y sus apoyadores. Entre las iniciativas listadas figuraban intervenir con dibujos y frases o rasgando los diarios que acostumbraban a encontrarse en los bares de Buenos Aires, realizar actings o simulacros de protesta o performances teatrales de concientización en supermercados, boicotear negocios de dueños adherentes al nuevo gobierno o –por el contrario– comprar productos alineados con el kirchnerismo, como era el diario Página12.
La arena privada y del consumo que el propio kirchnerismo y sus aliados de izquierda asociaban no solo con la apatía sino incluso con la enajenación de la pasión por el interés público y por la política súbitamente se proyectaba como una nueva y entusiasmada trinchera.
Por la extrema derecha también
Esa inesperada extensión del conflicto partidario al mundo de los objetos de consumo, productos y servicios no es privilegio de los populismos de centroizquierda. La extrema derecha brasileña, por ejemplo, no dejó pasar la oportunidad y movilizó a simpatizantes y militantes para beneficiar a los comercios cuyos propietarios públicamente se adhirieron al bolsonarismo. La orden del día fue comer hamburguesas en los restaurantes de la cadena Madero o camarones en los de Coco Bambu, comprar ropa y tejidos en las tiendas Havan, decorar la casa con muebles de Sierra Moveis y salir a pasear en el shopping Barra World en Río. De hecho, los dueños de esas empresas excedieron la expresión de simpatías individuales al punto que llegaron a ser investigados por la policía federal por conspirar y apoyar un intento de golpe de estado cuyo beneficiario sería el expresidente, hoy inhabilitado para competir electoralmente, Jair Bolsonaro.
Desde la vereda de enfrente, lulistas y simpatizantes de las opciones progresistas rehuyeron ritmos musicales considerados bolsonaristas como el sertanejo y el pagode, asociados a grupos del corazón derechista como el agrobusiness, el sindicalismo camionero y las milicias controladoras de favela fuertemente infiltradas por fuerzas policiales y de seguridad. Los derechistas hicieron lo mismo por ejemplo con artistas de teatro y músicos que defendían posturas democráticas contrarias al autoritarismo promovido desde el Estado en el interregno 2018-2022. Esa politización de ámbitos privados llegó a salpicar a ciertas marcas de chocolates propagandeados por influencers críticos de Bolsonaro como Felipe Neto.
Estudios posteriores a la campaña electoral de 2022 sobre las distintas expresiones de la polarización afectiva que dividió a los brasileños revelan que al menos el 20% de los ciudadanos (uno de cada cinco) no estaban dispuestos a comprar productos o marcas que favorecieron a un candidato contrario a sus deseos. Los cientistas políticos Felipe Nunes y Thomas Trauman rotulan esa invasión de la mesa, armario y hogar del brasileño por criterios partidarios de “calcificación” de la polarización política, una expresión incontestable de que los antagonismos partidarios saltaron al nivel de los sentimientos y del cotidiano. En la literatura de ciencia política hace rato que se conoce ese fenómeno como “consumo político”, una práctica que hasta en América Latina lleva décadas de ejercicio. Vale recordar las protestas en las puertas de los bancos argentinos en el período posterior al corralito del 2001-2002, las arengas contra cargar gasolina en las estaciones de servicio de Shell y Esso por el expresidente Kirchner en mitad de los años 2000, el ejercicio de potestad individual en supermercados para denunciar subas inflacionarias de precios más allá de los acuerdos por quienes desde el gobierno central brasileño se llamaban de fiscales de Sarney (por el expresidente en la segunda mitad de los años 1980), o las campañas en internet y en las puertas de las tiendas Zara en Brasil a inicios de la década del 2010 por uso de mano de obra esclava.
Esa proporción de politización de esferas del cotidiano por un quinto de la población está en línea con lo que investigaciones anteriores realizadas en Brasil y otros países de la región revelan sobre las caras del llamado “consumo político”, esto es, el uso del poder de compra por parte del consumidor para perseguir objetivos políticos o éticos. Esta práctica apunta a ciudadanizar o politizar las relaciones con empresas y organizaciones con la intención de influirlas para que sigan valores y defiendan políticas favorables al modelo deseado de sociedad.
Encuestas realizadas por la consultora Market Analysis revelan que ya a principios del siglo XXI un número significativo de brasileños premiaban corporaciones o marcas por su comportamiento social, ambiental o ético. En el año 2000, eran el 26%. Ese porcentaje decayó durante el auge económico del país bajo el gobierno del PT oscilando entre el 12% y el 22%. Y en la medida en que el país se fue polarizando partidariamente pero también fue empeorando su economía, esa herramienta de participación política por otros medios volvió a dispararse, llegando al 29% previo a la pandemia. A inicios de 2024 el porcentaje llega a poco más del 32%, o sea: uno de cada tres brasileños recompensó (en los doce meses anteriores) a una empresa o marca por sus posturas políticas o socioambientales.
Estas formas de premiar pasan por comprar productos, hablar bien de marcas y empresas, recomendarlas para terceros. Pero el consumo político también pasa por castigar a esos agentes cuando mantienen conductas percibidas como indeseables. Ese boicot toma diferentes formas: dejar de comprar, hablar mal de marcas, asociarlas a eventos negativos e inclusive diseminar información –independientemente de si es fehaciente o no– para perjudicar su reputación e imagen pública. Los brasileños empezaron el siglo con un 19% de ciudadanos abrazando esas acciones. Ese porcentaje cayó en los siguientes años, pero –tal como ocurrió con el consumo político de premiación– la crisis económica y la polarización afectiva gatillaron su crecimiento recuperando el terreno perdido. En 2019, casi un 24% reconocía haber boicoteado una empresa. Un año después ese porcentaje era menor: casi el 19%, que aun así era el doble del porcentaje promedio de los años anteriores. A principios de 2024, un 22% castigaron a una empresa o marca (en los doce meses anteriores) en función de sus valores, acciones u omisiones con repercusiones consideradas negativas para la sociedad, la ética pública o el medioambiente.
En la Argentina posterior a la brutal crisis del 2001, un 43% de los adultos en áreas urbanas había llegado a boicotear marcas, productos o empresas, aunque diez años más tarde –pasado el auge de la frustración contra prácticas perjudiciales contra el interés público y sin la movilización desde la cúspide del poder contra ninguna organización en particular– ese porcentaje empequeñecía al 10%. Los mexicanos también arrancaron el nuevo siglo dispuestos a salpicar sus relaciones de mercado y cotidiano con la política: el 28% ejercía el consumo político de castigo en 2001. Casi diez años después, ese porcentaje se había moderado un poco, situándose en 21%.
Las fronteras entre lo que es politizable y lo que permanece neutral a antagonismos partidarios fue barrida o cada vez es más tenue. Y ello no debería sorprendernos en momentos en que la polarización contamina relaciones familiares, separa amistades y condiciona vínculos amorosos o íntimos. Si las simpatías o antipatías partidarias regulan los afectos y anquilosan visiones de mundo, modelos de sociedad y pronósticos sobre el futuro de modo tan opuesto, no debería ser sorpresa que cada aspecto de la vida se convierta en una trinchera. Es cómo la polarización afectiva molda nuestro cotidiano y –naturalmente– nuestra comida, sala de estar, vestuario y entretenimiento.
Autor
Fabián Echegaray es director de Market Analysis, consultora de opinión pública con sede en Brasil, y actual presidente de WAPOR Latinoamérica, capítulo regional de la asociación mundial de estudios de opinión pública: www.waporlatinoamerica.org.