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¿Cuándo una sentencia judicial es “buena”?

Una de las preocupaciones básicas de quienes estudian el régimen democrático y sus rendimientos es la evaluación de los actores e instituciones que son parte del juego político. De ahí que exista mucha investigación que esté relacionada con el funcionamiento de las legislaturas, la casa presidencial o las capacidades y destrezas de quienes elaboran las políticas públicas. En ese ámbito, sin embargo, un espacio menos estudiado es el de los jueces y su principal “producto”: las sentencias judiciales.

Resulta llamativo, por tanto, conocer en qué medida las decisiones de estos actores, cada vez más poderosos en la vida política de los países, pueden ser valoradas. A propósito de este tema, recientemente la Universidad de la República (Montevideo, Uruguay) organizó un evento en el que académicos, expertos, jueces y periodistas se reunieron para discutir acerca de los jueces, su papel en un Estado democrático y los mecanismos de evaluación de su desempeño. Algunas luces resultaron de dicho encuentro.

Aunque las mediciones o rankings generan siempre posiciones encontradas y debates sobre las variables que se deben —o no— tener en cuenta para la valoración, existen algunos puntos de acuerdo. En primer lugar, la sentencia debe ser escrita de forma clara, concisa y con un lenguaje amigable al común de los ciudadanos. Segundo, la decisión debe resumir las disposiciones legales aplicables al caso y la valoración del juez al respecto. Tercero, el fallo debe estar apoyado (sobre todo cuando se trata de opiniones de jueces supremos o constitucionales) en la doctrina y en el criterio de las cortes internacionales; en el caso de la región, esencialmente los fallos y opiniones de la Corte Interamericana de Derechos Humanos.

Unos y otros ingredientes, por tanto, darían cuenta de una decisión judicial a la que se puede calificar de “buena”.

Aún nos queda mucho por conocer acerca del complejo entramado que rodea a los Poderes Judiciales de América Latina»

La tabla que se expone a continuación da cuenta de una medición realizada en once cortes supremas de América Latina, pero partiendo de los parámetros antes mencionados. Tal como se observa, Costa Rica y Colombia tienen los tribunales con mejores puntuaciones, mientras que Ecuador y Bolivia están entre los peor evaluados. Nada de lo dicho es llamativo para los expertos en la materia, pues los Poderes Judiciales de estos países suelen tener valoraciones similares en otras dimensiones de la vida de las cortes de justicia.

No obstante, la deficiente posición de la Suprema Corte de Uruguay sí es digna de resaltar, pues dicho tribunal está considerado como uno de los más independientes y transparentes de la región. Una conclusión a priori, que se desprende de esta aparente contradicción, es que aún nos queda mucho por conocer acerca del complejo entramado que rodea a los Poderes Judiciales de América Latina.

Fuente: Basabe-Serrano, 2019

Más interesante aún es dilucidar cuáles son los factores que inciden para que unos jueces dicten mejores sentencias que otros. Una respuesta inicial, absolutamente intuitiva pero no por ello menos interesante, es que la formación académica de los jueces es uno de los detonantes de la calidad de sus fallos. En resumen, a mayores destrezas profesionales, mejores decisiones judiciales. Tan simple como eso. Tan simple, pero, a la vez, tan profundo, puesto que indica que, cuando un tribunal es mal evaluado, en realidad, a quien se califica negativamente, es a la formación que otorgan las Facultades de Derecho.

En otras palabras, la calidad de los jueces, reflejada en sus decisiones, no hace sino evidenciar el estado en el que se encuentra la educación universitaria de nuestros países. Por tanto, en materia de formación jurídica hay un déficit importante en América Latina.

Como se mencionó al principio, si bien es necesario someter a escrutinio público el desempeño de legisladores y presidentes, una prueba similar debe darse respecto a quienes administran justicia. Al final, es en manos de los jueces donde la ciudadanía pone la resolución de sus asuntos más cotidianos e importantes, aquellos que, en buena medida, marcan el futuro inmediato de sus vidas y la de sus familias.

En ese sentido, la observación permanente al desempeño judicial, que, en buena medida, debe provenir de las asociaciones civiles especializadas, es el mejor mecanismo de control no solo de la responsabilidad con la que se administra el servicio judicial, sino también de otro tipo de aspectos relativos a la vida de los tribunales: corrupción, independencia respecto al poder político o eficacia de la intervención en temas trascendentales, como la persecución a los delitos de violencia familiar y de género.

Si para algunos politólogos y juristas las amplias competencias otorgadas en las últimas décadas a cortes supremas y, especialmente constitucionales, les lleva a pensar que vivimos en democracias de jueces, para la ciudadanía esta mutación debe situarnos en la necesidad de afinar los mecanismos de control sobre las actuaciones de estos actores. Dura tarea, pero, a la vez, interesante y novedosa. Más ardua es la labor, si se considera que son precisamente los jueces quienes suelen ser los que más rehúyen al examen de sus actuaciones. Pues bien, si tienen mayores atribuciones y poderes, también deben recibir un mayor escrutinio de parte de la sociedad. Ese es el juego de la democracia.

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Cientista político. Decano del Departamento de Estudios Políticos de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales, FLACSO-Ecuador. Georg Foster Fellow en la Fundación Alexander von Humboldt. Doctor en Ciencia Política por FLACSO-Ecuador.

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