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Hacia un nuevo modelo económico resiliente e inclusivo del Gran Caribe

Los impactos del cambio climático no son futuros hipotéticos en el Gran Caribe: son una realidad cotidiana.

El Gran Caribe se encuentra ante una encrucijada histórica. Las múltiples crisis que enfrenta —desde la deuda insostenible y el colapso del turismo masivo, hasta los embates del cambio climático y la exclusión social— obligan a repensar profundamente su modelo económico. Esta región, diversa y estratégica que abarca, no solo las islas del mar Caribe, sino también los países continentales que tienen costa en este mar como México, Colombia o los países centroamericanos, tiene hoy la oportunidad de construir un nuevo paradigma de desarrollo centrado en la resiliencia, la inclusión y la innovación.

Pero este giro no será automático ni exento de tensiones: requiere voluntad política, visión estratégica y un enfoque transformador capaz de romper con la dependencia de mercados externos y las estructuras extractivas. El Caribe no puede seguir apostando por una economía basada en monocultivos turísticos, zonas francas volátiles y remesas vulnerables a factores geopolíticos. Es tiempo de liderar una agenda de justicia económica global, anclada en una integración regional que priorice a sus pueblos.

Un Caribe resiliente frente a las crisis

Los impactos del cambio climático no son futuros hipotéticos en el Gran Caribe: son una realidad cotidiana. Desde huracanes más intensos hasta el aumento del nivel del mar, la vulnerabilidad ecológica está íntimamente ligada a la fragilidad económica. Por ello, hablar de resiliencia no es solo una cuestión ambiental, sino profundamente estructural.

La región debe avanzar hacia una diversificación productiva que supere la lógica extractiva. Esto implica apostar por industrias de base local, economías creativas, bioeconomía marina y nuevas formas de producción sostenible. Es indispensable integrar al sector informal en las estrategias nacionales, no como una carga, sino como una expresión de la capacidad de adaptación y creatividad de las comunidades caribeñas. A su vez, se requiere acceso equitativo a financiamiento, infraestructura pública de calidad y redes logísticas regionales que fortalezcan el comercio intracaribeño, hoy aún marginal frente al comercio con potencias externas.

En este contexto, el desarrollo ya no puede medirse únicamente por el crecimiento del PIB. Necesitamos indicadores que capturen la capacidad de las economías caribeñas para empoderar a su gente, redistribuir con justicia y anticipar los desafíos del futuro con sostenibilidad.

Innovación desde el Sur: una economía digital y azul

La digitalización representa una oportunidad sin precedentes para el Gran Caribe. Con una población joven y universidades de alto nivel, la región puede formar una nueva generación de técnicos, científicas, planificadores y emprendedores con enfoque regional y competencias digitales. Apostar por la inteligencia artificial, la conectividad y la soberanía digital no es un lujo: es una necesidad estratégica para cerrar brechas estructurales y generar empleos de calidad.

Por otro lado, el Caribe puede liderar una transición ecológica desde el mar. El concepto de economía azul sostenible ofrece un camino para utilizar de manera responsable los recursos marinos, impulsando el biocomercio, la pesca artesanal, la restauración de arrecifes y el desarrollo de biotecnología marina. Pero para ello, es indispensable romper con el modelo actual del turismo de masas, que agota los ecosistemas y precariza el trabajo. En su lugar, debe emerger un turismo comunitario, regenerativo y orientado al conocimiento local.

Las estrategias regionales deben enfocarse en proyectos innovadores que fortalezcan la economía azul, impulsen plataformas digitales inclusivas y fomenten alianzas Sur-Sur con otros países y bloques en desarrollo.

Justicia económica desde la integración regional

El Gran Caribe es mucho más que un conjunto de islas y costas bañadas por un mismo mar. Es una región marcada por una historia común de colonización, esclavitud, resistencia y migración que ha moldeado identidades compartidas y tejidos culturales únicos. Esta memoria compartida es también una fuente de poder político.

Desde hace décadas, el Caribe ha demostrado que puede ejercer influencia en escenarios multilaterales, donde el principio de “un país, un voto” le permite incidir más allá de su peso económico. Esta diplomacia colectiva debe fortalecerse y traducirse en mayor capacidad de negociación frente a actores globales, particularmente en temas como el acceso a financiamiento climático, la regulación de las remesas y las cadenas logísticas soberanas.

Asimismo, la integración económica regional debe priorizar el comercio intracaribeño, hoy limitado por barreras aduaneras, infraestructura fragmentada y costos logísticos elevados. Para ello, se requiere una estrategia común para consolidar cadenas de valor regionales, impulsar empresas públicas multinacionales y promover un comercio compensado basado en las necesidades de los pueblos, no solo del capital transnacional.

Educación, movilidad y remesas: tres desafíos clave

La transformación del modelo económico del Gran Caribe también pasa por tres temas urgentes: la educación, la migración y las remesas. Es crucial una reforma educativa orientada al desarrollo humano, la ciencia y la integración. Las universidades deben convertirse en centros de pensamiento regional y formación técnica para el cambio estructural.

En segundo lugar, la migración no puede seguir siendo gestionada desde la criminalización o la diplomacia de emergencia. El Caribe necesita políticas de movilidad humana que reconozcan la contribución de sus diásporas y protejan los derechos de las personas migrantes.

Y por último, las remesas —que representan hasta el 20% del PIB en algunos países caribeños— deben ser protegidas frente a posibles sanciones, impuestos o restricciones externas. Plataformas digitales propias, alianzas bancarias regionales y regulación soberana son pasos esenciales para garantizar que estos flujos sigan siendo una red de seguridad para millones de familias.

Un mar compartido, un futuro común

El Gran Caribe está llamado a desempeñar un rol protagónico en la reconfiguración del orden global. Su ubicación estratégica, riqueza cultural y diversidad ecológica le otorgan una ventaja comparativa única. Pero lo que puede convertir esa ventaja en transformación real es la capacidad de construir una agenda común, desde abajo y desde el Sur.

La región es un puente entre océanos y culturas, un reservorio de biodiversidad y un semillero de pensamiento con impacto global. Para ejercer ese papel, necesita voluntad política, visión estratégica y estructuras regionales.

En ese sentido, la reciente Declaración de Montería, firmada el 30 de mayo por los países del Gran Caribe, en la Cumbre de la Asociación de Estados del Caribe marca un paso importante. En su Artículo II sobre Cooperación, la declaración reafirma que la cooperación es un instrumento esencial para alcanzar el desarrollo sostenible de la región. Este compromiso renovado debe traducirse en acciones concretas: financiamiento climático justo, transferencia tecnológica, integración productiva y políticas públicas centradas en la equidad.

¡En este mar de posibilidades, el tiempo de actuar es ahora!

Autor

Catedrática e investigador del Centro de Investigaciones en Ciencias Sociales de la Universidad de Puerto Rico. Exrepresentante de la Región del Caribe, Comité Directivo del Consejo Latinoamericano de Investigaciones en Ciencias Sociales (CLACSO). Doctor en Economía por la Universidad de Massachusetts en Amherst.

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