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Infraestructura y desarrollo pos-COVID-19

La Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal) publicó hace unos días las primeras proyecciones sobre el impacto que la pandemia del coronavirus de la COVID-19 tendrá en las economías de América Latina y el Caribe. El organismo de la ONU señaló que en poco menos de dos meses las ya tímidas expectativas de crecimiento para 2020 habían caído bruscamente de un 1,3% (previsto en diciembre) a un -5,3%, muy por debajo de las estimaciones realizadas por el Fondo Monetario Internacional para la economía mundial (-3,0%) o para los países en desarrollo (-1,0%).

Si se confirman estas proyecciones, la región sufrirá la crisis económica más grave desde 1929. La situación se vuelve más preocupante a medida que la pandemia de la COVID-19 golpea la región en un momento muy delicado. Desde 2015, las principales economías de América Latina se han visto afectadas por crisis políticas, cambios drásticos en el escenario internacional y por desastres climáticos y ambientales, lo que ha dado lugar a un crecimiento más lento y a un empeoramiento general de los indicadores sociales.

Durante la primera década y media de este siglo, América Latina y el Caribe estuvo muy involucrada en los flujos económicos mundiales a través de la producción y exportación de materias primas o de algunas inversiones en las llamadas cadenas mundiales de valor, que casi siempre sirven al mercado regional. Si bien los países de la región registraron una reducción de los niveles de inversión en bienes y servicios de mayor complejidad tecnológica, también se enfrentaron a la fuerte competencia de las importaciones chinas, inicialmente mediante «productos básicos de fabricación» y más recientemente mediante productos más elaborados en lo tecnológico. La reprimarización del programa de exportación y los procesos de desindustrialización regional se hacen evidentes en el subcontinente.

La pandemia ha traído como gran desafío el salvar vidas y el mantenimiento del empleo»

La pandemia de la COVID-19 ha traído como gran desafío el salvar vidas y el mantenimiento del empleo. En el caso de América Latina, estas acciones se vuelven mucho más complejas si consideramos la realidad de su mercado laboral, los problemas previos que presenta su estructura productiva y las dificultades cotidianas que enfrenta su población, especialmente en las zonas más marginadas.

Así, en esta situación, la batalla contra la COVID-19 arroja aún más luz sobre las debilidades estructurales de la economía latinoamericana y caribeña. Entre ellos se encuentran: 1) la desarticulación de los sectores manufactureros; 2) la baja productividad; 3) el crecimiento de la informalidad urbana y 4) el empeoramiento de los indicadores sociales básicos.

Dicho esto, tenemos dos preguntas centrales: ¿qué podrían hacer los Gobiernos de América Latina en el período posterior a la Cumbre de Copenhague, para prevenir nuevas crisis climáticas o sanitarias? Además, ¿deberían vincularse esas medidas a estrategias de desarrollo económico y social nacionales y regionales más amplias? La respuesta: inversión en infraestructura económica y social.

Dado que la infraestructura es la columna vertebral de la economía de un país, su falta se traduce en una pérdida de productividad y competitividad, y en menores niveles de desarrollo social. En América Latina en general, todos los países carecen de una infraestructura adecuada, desde los que tienen una mayor dimensión territorial, como Brasil, México y Argentina, hasta los pequeños Estados insulares del Caribe. Los estudios del Banco Interamericano de Desarrollo (BID) indican que la reducción de la brecha de infraestructura en la región requeriría inversiones anuales de alrededor del 2,5% del PIB de la región (alrededor de 150.000 millones de dólares) durante al menos una década y media en sectores relacionados con la producción y distribución de energía, el transporte, las telecomunicaciones y la construcción.

La COVID-19 también ha contribuido a arrojar luz sobre el déficit en la infraestructura social (equipo de atención de la salud, vivienda, agua y saneamiento, e internet de banda ancha) de los sectores más pobres de la población. Las mayores dificultades de los Gobiernos locales para prevenir contagios de COVID-19 y ayudar a los más necesitados están vinculadas a las condiciones inadecuadas de higiene y vivienda, y a la exclusión digital, lo que dificulta la pronta atención y la recopilación de datos.

La región se enfrenta a dos retos desde el punto de vista de la financiación de proyectos de infraestructura: el aumento de la cantidad invertida y la mejora de su calidad. Al tratarse de sectores capaces de generar multiplicadores en varios sectores y de generar economías que crezca y se proyecte, su planificación es fundamental, entendida aquí como «pensar lo que queremos y podemos ser». Pensar en la inversión en infraestructura desde una perspectiva de desarrollo requiere prestar atención a los siguientes puntos: la maduración y recuperación de las inversiones a largo plazo (normalmente proyectos de gran amplitud financiera) hace que las decisiones que se tomen hoy condicionen las posibilidades de los próximos años. La infraestructura prevista, ¿se guiaría por los sectores de la «industria Ford» —establecidos dentro de la industrialización por sustitución de importaciones— o por los sectores de poco carbono más preocupados por el cambio climático?

En este contexto, son importantes las inversiones que equipen y mejoren los espacios urbanos, ampliando la oferta de servicios a la población, y las basadas en sectores verdes, menos contaminantes y consumidores de combustibles fósiles.

El primer tipo podría cerrar las brechas y mejorar el desarrollo y el bienestar social, así como aumentar la participación del consumo interno en la actividad económica, y reducir la dependencia de la demanda externa. El segundo podría dar lugar a un incremento de la capacidad de producción en sectores cruciales para combatir las nuevas amenazas para la salud y el clima, brindando oportunidades para una reindustrialización más sostenible y socialmente referida, capaz de una mayor generación de recursos e innovaciones que permitan una mayor soberanía y la reanudación del desarrollo.

La inversión en este tipo de infraestructuras no solo fortalecería el crecimiento económico, sino que también mejoraría las condiciones de vida de la población más necesitada, además de proporcionar la base para la producción nacional de bienes y servicios pertinentes para hacer mejor frente a otras crisis, ya sea que estas se deriven de los fundamentos económicos o de cuestiones sanitarias o climáticas.

Foto de Alejandro Castro en Foter.com / CC BY-NC-SA

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Economista. Profesor de la Universidad Federal Rural de Río de Janeiro (UFRRJ). Doctor en Desarrollo Económico por la Universidad Estatal de Campinas (UNICAMP). Fue profesor visitante en el Instituto de Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Columbia.

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