En el ideario obradorista resultaba impensable iniciar una nueva guerra contra el narco porque ahora se sospecha que había pactos con el crimen organizado y porque fue una de las narrativas de ascenso al poder cuando el expresidente Andrés Manuel López Obrador sostuvo una crítica constante y severa a la confrontación iniciada por el presidente Felipe Calderón (2006-2012).
La política de “abrazos no balazos” del expresidente mexicano empoderó a los cárteles del crimen organizado, y sus efectos se irradiaron hacia las calles de los Estados Unidos, que tuvieron drogas de diseño (fentanilo, metanfetaminas) como nunca.
Sin embargo, la campaña electoral y la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca visibilizó el problema del tráfico de drogas y señaló que estaba costando 100.000 vidas estadounidenses al año. Y eso seguramente sensibilizó la conciencia del estadounidense promedio y castigó a la candidata del Partido Demócrata.
“Donald Trump encarna lo que yo quiero para mi país”, decía una mujer blanca del Medio Oeste de Estados Unidos, y ese sentimiento de salvación lo tenían muchos de los que veían en barrios de Chicago, Filadelfia o Los Ángeles los efectos destructivos de la proliferación de este tipo de drogas.
Este segmento de ciudadanos fue a las urnas para votar masivamente por Trump sumándose a otros millones que, por razones ideológicas, políticas o económicas, decidieron darle un triunfo rotundo al político neoyorquino.
Aquella victoria impecable sacudió el statu quo —véase la locura de las bolsas de valores del mundo—, pero también generó agendas particulares de Trump con sus socios comerciales. Una de ellas fue la declaratoria de guerra a los cárteles mexicanos, a los que el presidente de Estados Unidos elevó a la condición de “organizaciones terroristas”, por lo que deberán ser destruidas.
Se trató de un mensaje poderoso para la presidenta Claudia Sheinbaum, que no tenía entre sus prioridades el combate frontal de los cárteles. Seguramente veía que eran parte de la arquitectura que López Obrador había construido para el primer piso de la llamada Cuarta Transformación y que no había que molestar más allá de detenciones y decomisos ocasionales.
Sheinbaum estaba en la lógica de continuar con esa agenda rutinaria frente a su principal socio comercial. Sin embargo, el triunfo de Trump y sus mensajes contra los cárteles fueron subiendo de tono hasta llegar a una confrontación directa con las organizaciones criminales.
Trump había metido presión desplegando navíos espía en las aguas del océano Pacífico frente a la costa bajacaliforniana. Los cielos mexicanos fueron testigo de la presencia de aviones capaces de capturar imágenes de viviendas del Triángulo Dorado —zona limítrofe de los estados de Sinaloa, Chihuahua y Durango—, tradicionalmente refugio de capos. Además, se reforzó la presencia en México de las agencias de seguridad estadounidenses.
Y así fue cómo la política condescendiente y criminal de “abrazos no balazos” empezó a desdibujarse, dejando perplejos a los líderes de los cárteles que han seguido la estrategia de fuga hacia adelante generando una atmosfera de persecución y violencia en distintas regiones del país que ha costado ya la vida de miles de mexicanos y con una percepción de miedo que rebasa el 61 por ciento, de acuerdo con el INEGI. Se derruía así el mito de López Obrador de que “en México no se produce fentanilo”, Cuando Omar García Harfuch, el secretario de seguridad pública, acaba de declarar que se han destruido más de 800 laboratorios.
El problema, sin embargo, no solo son los cárteles y su capacidad de producir y distribuir drogas en las calles estadounidenses, sino todo el andamiaje político para que funcione eficazmente el negocio, que no habría alcanzado los niveles que tiene de no ser por las complicidades de los políticos con los líderes o intermediarios de los cárteles de la droga.
Y si bien podríamos decir que Trump estaría contento con los resultados de su presión, no es así. Ha dicho lapidariamente que el gobierno mexicano quiere hacerlo “feliz”, blindando la frontera norte, haciendo aprehensiones y deportaciones de capos, destruyendo laboratorios y hasta permitiendo que los agentes estadounidenses colaboren con el sistema de seguridad nacional, incluso que los vuelos espía se realicen o los navíos naveguen amenazantes en las aguas del Pacífico.
Pero, aun con resultados sorprendentes, la presión continúa tanto desde la tribuna pública como a través de la diplomacia.
Kristi Noem, la secretaria de Seguridad Nacional del gobierno de los Estados Unidos tuvo una entrevista recientemente con la presidenta Sheinbaum en el Palacio Nacional. Más allá de las cortesías mutuas, lo que dio la nota fue que, de regresó a su país, Noem declaró que le había dejado a Sheinbaum una lista de peticiones para seguir mejorando la buena relación entre las dos naciones.
La presidenta Sheinbaum no salía de su asombro cuando se hicieron realidad los aranceles. Si bien México y Canadá no aparecen en el listado de países de Trump fue porque antes de esa comparecencia frente a los medios de comunicación los aranceles ya se habían definido para sus socios comerciales: y se cobraría un arancel del 25% a la importación de acero y aluminio, y lo mismo para aquellos productos que no están bajo el techo comercial del T-MEC, que representan aproximadamente el 50% de las exportaciones de México al país vecino.
En definitiva, la presión de Trump sobre México ha cambiado la política sostenida por el obradorismo y opera la lógica de negociación dura trumpista: “Si el adversario cede a la primera, puedes seguir presionando y obteniendo mayores beneficios”. Hay quien dice que en esa lista diplomática están los nombres de muchos políticos en funciones.
Esa es la realidad en medio de una narrativa anticrisis que busca vender la idea de que las derrotas son triunfos y las pérdidas son ganancias. Y, pues, llega el momento de saber dónde se encuentra la línea roja de Sheinbaum.