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Las ‘ollas’ de microtráfico en Colombia: un problema de seguridad nacional y transnacional

Las ollas de microtráfico en Colombia han evolucionado en nodos criminales complejos que articulan control territorial, economías ilegales y explotación social, convirtiéndose en un problema de seguridad nacional y transnacional.

En Colombia, la transformación de las llamadas ollas de microtráfico —es decir, lugares donde se venden y consumen drogas ilícitas de forma constante— refleja un fenómeno estructural que está excediendo el marco de la delincuencia común. Lejos de limitarse a espacios de expendio improvisado, estos nodos criminales han evolucionado hacia formas de criminalidad convergente, altamente funcionales y adaptativas. 

En ciudades como Bogotá, donde se han identificado más de 350 puntos activos controlados por al menos 79 estructuras delictivas especializadas, las ollas operan como plataformas logísticas que articulan la distribución de narcóticos con dinámicas de control territorial, blanqueo de activos, instrumentalización de menores y cooptación de servicios públicos, ampliando así su capacidad operativa y su resistencia a la intervención estatal. 

No solo se trata de una expresión local de un problema de seguridad urbana. Las ollas constituyen un subsistema criminal con interdependencias múltiples que atraviesan lo territorial, lo social y lo geopolítico. La Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC) advierte que existe evidencia de que los entornos urbanos dominados por el microtráfico funcionan como espacios de captación y explotación de personas en situación de vulnerabilidad, especialmente migrantes irregulares, consumidores de bazuco, habitantes de calle y trabajadores sexuales.

Por lo tanto, desde una perspectiva de inteligencia estratégica, deben ser comprendidas como eslabones bajos dentro de una arquitectura criminal que conecta mercados ilegales diversos, incluyendo el tráfico de armas, la explotación sexual y la trata de personas con fines de extracción de órganos. 

Una problemática de fondo

El carácter persistente de las ollas radica en su capacidad de anclarse en contextos de marginalidad, desigualdad y déficit institucional. Las ollas tienden a ubicarse deliberadamente en entornos de alta vulnerabilidad institucional y social, con énfasis en zonas escolares, corredores turísticos o espacios de confluencia urbana. Esta elección no es casual: responde a una lógica de expansión del mercado de consumo y de reclutamiento temprano, que convierte a estudiantes, jóvenes y visitantes en blancos potenciales de captación. 

A su vez, la cercanía a colegios favorece el inicio precoz en el consumo de sustancias psicoactivas, mientras que la presencia en zonas turísticas facilita el tránsito de droga y su comercialización en circuitos de difícil trazabilidad, lo que profundiza la inseguridad local y acentúa la fragmentación del control estatal.

Como correlato, estos enclaves de ilegalidad producen un fenómeno de irradiación delictiva, ampliamente documentado como “contagio criminal”. Se trata de una propagación de delitos asociados —hurtos, homicidios y extorsiones— hacia el entorno inmediato, cosa que incrementa los niveles de violencia en áreas colindantes. Pero no se trata solo de efectos colaterales.  En el fondo, es una manifestación directa del poder que están ejerciendo las redes criminales sobre el espacio urbano. La violencia, en este contexto, opera como herramienta de disciplina territorial y disuasión comunitaria, que consolida una arquitectura del miedo, cuyo efecto es el debilitamiento de la presencia institucional.

El fenómeno también ha dado paso a la diversificación de las modalidades de distribución, que ya no se limita a los tradicionales puntos fijos. La sofisticación logística del delito incluye formas móviles como el formato mano blanca —según el cual se depositan drogas en puntos georreferenciados para recogida anónima—, repartos programados a través de mensajería o expendios móviles. Desde las ollas, por cierto, ya se emulan las estrategias de evasión y fragmentación territorial propias del crimen organizado transnacional. 

La resiliencia operativa de las ollas se explica, en gran medida, por su anclaje en una economía ilícita de alta rentabilidad, capaz de sostener ingresos diarios que ascienden a decenas de millones de pesos, incluso en contextos de presión institucional sostenida. Su capacidad financiera logra alimentar procesos continuos de profesionalización del delito, materializados en estructuras logísticas cada vez más dinámicas, descentralizadas y flexibles. El uso táctico del entorno urbano les ha permitido adaptarse rápidamente a los operativos de control, desplazando su accionar sin alterar la continuidad del flujo ilegal.

El resultado de esta transformación estructural, más allá de los desafíos logísticos, coincide con el incremento en los patrones de consumo de drogas a nivel nacional. Según datos de la UNODC, en 2023 Colombia experimentó un incremento del 53 % en la producción de cocaína pura, alcanzando las 2.600 toneladas, de las cuales aproximadamente el 20 % fue destinado al mercado interno; un mercado, generalmente, abastecido desde las ollas.

En este contexto, la expansión sostenida del consumo local no puede entenderse de forma aislada, sino como el resultado directo de la consolidación territorial y funcional de las ollas como infraestructuras criminales altamente eficientes, más que simples puntos de expendio.

La captura del menor de 14 años como presunto autor del atentado contra Miguel Uribe Turbay volvió a poner en evidencia la manera en la que las redes del microtráfico instrumentalizan a jóvenes en contextos urbanos vulnerables desde las ollas. Según la Fiscalía, el adolescente habría sido contratado por el jefe de una olla del barrio Villas de Alcalá, donde se realizan operativos para ubicar al autor intelectual del ataque. 

¿Cómo responder?

La respuesta estatal a este fenómeno ha sido principalmente punitiva, centrada en operativos de interdicción y desarticulación de bandas, como el que permitió identificar e intervenir 60 ollas en los primeros meses de 2024 en Bogotá. No obstante, estos esfuerzos —aunque necesarios— resultan insuficientes y frecuentemente ineficaces cuando no se acompañan de políticas integrales orientadas a la reducción del daño, la prevención del consumo y la reinserción socioeconómica de las poblaciones afectadas. 

Ejemplos como la experiencia del barrio La Favorita de Bogotá, donde se sustituyó una olla por una huerta urbana y programas de inclusión social, demuestran que es posible transformar territorios bajo control criminal mediante estrategias sostenidas de desarrollo urbano, participación comunitaria y articulación institucional.

A pesar de experiencias como esta, las iniciativas aún son escasas y marginales frente a la magnitud del problema. La falta de articulación entre las dimensiones judicial, sanitaria y social del fenómeno impide que se aborden sus raíces, perpetuando un modelo reactivo centrado en la represión, más que en la transformación de las condiciones estructurales que sustentan el microtráfico.

Este enfoque es clave, no solo para prevenir que los mercados ilegales se diversifiquen y descentralicen, sino para que mitigar que las ollas se catapulten como plataformas estratégicas dentro de un sistema transnacional de economías ilegales. 

Entender la problemática como una lógica híbrida —local y global, informal y estructurada— exige incluso repensar el marco normativo e institucional con el que el Estado colombiano debería abordar la seguridad urbana, pues la comprensión parcial del fenómeno, centrada en su expresión delictiva más visible, ha limitado la formulación de respuestas multidimensionales, generando intervenciones fragmentadas y de corto alcance.

Desde una perspectiva de política pública, el desafío es abandonar el enfoque monocausal del microtráfico como problema policial y avanzar hacia una lectura compleja que lo sitúe en el cruce de tres dimensiones clave: seguridad, salud pública y desarrollo social. Ello implica, en primer lugar, reforzar las capacidades de inteligencia criminal para mapear redes complejas de criminalidad urbana, incluyendo la detección de patrones financieros y logísticos que conectan las ollas con el lavado de activos y otras actividades ilícitas. En segundo lugar, se requiere una estrategia nacional de reducción del daño que incluya atención en salud mental, tratamiento para adicciones, educación comunitaria y alternativas económicas para jóvenes en riesgo. Finalmente, es necesario un urbanismo de seguridad que recupere el espacio público a través de infraestructura social, participación ciudadana y control institucional efectivo. 

En últimas, el modelo de respuesta debe ser interinstitucional y estar basado en evidencia empírica, evitando las soluciones simbólicas que, aunque mediáticamente efectivas, resultan ineficientes frente a la resiliencia criminal.

Autor

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Doctor en Políticas Públicas por la Universidad IEXE (México). Magister en Seguridad Pública, Investigador académico. Asesor organizacional de corporaciones policiales de México y consultor en seguridad pública y privada.

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