Hace unas semanas unos colegas me invitaron a participar de una carta de denuncia de la intolerancia de la derecha, pero también de la del centro y de la izquierda. El texto me pareció anodino, incluso aburrido, como suele ser el estilo de este tipo de petitorios, pero sus consecuencias fueron mas allá del estilo y hoy se lo discute a nivel global. En concreto es una intervención de 152 intelectuales por la libertad de prensa y pensamiento en tiempos de Donald Trump.
La carta está firmada por escritores e intelectuales como Margaret Atwood, Salman Rushdie, Noam Chomsky, J.K Rowling, Martin Amis, el ajedrecista Gary Kasparov y el jazzista Wynton Marsalis. También la suscriben académicos e intelectuales trans como Jennifer Finney Boylan (quien luego se arrepintió de participar) y Deirdre McCloskey, además de poetas, historiadores y periodistas de los principales medios de difusión de Estados Unidos.
Sin embargo, la “carta” como se llama a secas en el país del norte, también incluye intelectuales de derecha como David Frum (que escribió el infame discurso de George Bush sobre los tres ejes del mal) y también de otros personajes que yo mismo rechazo con todo mi pensamiento, pero con los que no me molesta firmar un texto. Y acá esta el centro de la discusión y el debate. ¿Debe haber sólo uniformidad intelectual? ¿Debemos hablar sólo con aquellos con los ya estamos de acuerdo?
La carta sostiene que el peligro es la falta de discusión no sólo promovida por los autoritarios a nivel global sino también entre aquellos que los resisten, “las fuerzas del iliberalismo están ganando terreno en el mundo y tienen a un poderoso aliado en Donald Trump, quien representa una verdadera amenaza a la democracia. No se puede permitir que la resistencia imponga su propio estilo de dogma y coerción, algo que los demagogos de la derecha ya están explotando. La inclusión democrática que queremos sólo se puede lograr si nos expresamos en contra del clima intolerante que se ha establecido por doquier”.
La carta fue publicada en los principales medios del mundo y también generó artículos en The New York Times y el Washington Post. Las críticas fueron feroces. Confieso que todavía me cuesta entender el impacto y los enojos, pero la razón es muy simple.
El texto se manifiesta a favor de la libertad de expresión y punto. Pero el problema es que muchos de los que firman son “intragables” para otros. Me sumo al disgusto por muchos de estos personajes, pero, de nuevo, eso no implica que tengamos que ignorarlos o que en mi caso particular no pueda firmar un petitorio con gente que no tolero. Todo lo contrario, las ideas que rechazamos son justamente rechazables cuando las entendemos.
El texto hace una referencia implícita y muy crítica al despido del editor de opinión del New York Times por haber publicado un texto (en mi opinión despreciable) de un senador republicano que pedía la represión violenta de los manifestantes anti-racistas de Black Lives Matter. ¿Era necesario echar el editor?
Figuran entre los firmantes asesores de Tony Blair, intelectuales republicanos anti-trumpistas y por supuesto la ya mencionada autora de la saga de Harry Potter que ha sido acusada de “transfóbica” por opinar que “conozco y amo a las personas trans, pero borrar el concepto de sexo elimina la capacidad de muchas personas de hablar de sus vidas de manera significativa”. Luego de estas declaraciones hubo llamados a boicotear su obra, que conozco pues mi hija mayor la ha leído y releído con pasión, pero que confieso que no he leído. No pienso que se deba imponer una censura de una obra literaria por las opiniones del autor. Si este fuera el caso nos quedaríamos sin muchas obras centrales de la literatura o el arte.
En nuestra región, uno de nuestros mayores escritores Jorge Luis Borges elogió a la ultima dictadura militar argentina antes de rechazarla hacia el final de su vida. Lo mismo hizo con la dictadura de Pinochet en Chile, pero sus cuentos siguen siendo lo que son a pesar de su postura lamentable. ¿Sería por ello justificable censurar su obra?
Borges, en su mejor momento, que fue su fase antifascista, decía que era imposible dialogar con los fascistas pues sus argumentos eran irracionales y no se puede discutir con la sinrazón.
Borges, en su mejor momento, que fue su fase antifascista, decía que era imposible dialogar con los fascistas pues sus argumentos eran irracionales y no se puede discutir con la sinrazón.
Para mí, dialogar con fascistas es como dialogar con una pared, pero una pared que quiere aplastarnos. El corte a la libertad de expresión se debe dar en algún momento y es bueno que todos discutamos cómo y cuándo. Pero sin muchas discusiones, en muchos casos las opiniones de los firmantes fueron rechazadas e incluso comparadas con las del fascismo.
El argumento entonces sería si es posible publicar un petitorio junto a la firma de Hitler pero nadie es Hitler (o un nazi) en la lista de los firmantes. Si ese fuera el caso, yo no hubiera firmado. Todos los firmantes son declarados anti-trumpistas, lo que en el marco estadounidense implica ser anti-racista y anti-fascista.
Vivimos momentos que no son típicos para la vida de la democracia y esta se ve seriamente amenazada no solo por sus perpetradores, pero también a veces por la falta de discusión entre sus defensores.
Foto de tedeytan en Foter.com / CC BY-SA
Autor
Profesor de Historia de New School for Social Research (Nueva York). Fue profesor en Brown University. Doctor por Cornell Univ. Autor de varios libros sobre fascismo, populismo, dictaduras y el Holocausto. Su último libro es "Brief History of Fascist Lies" (2020).