El mundo es un lugar con menos tensiones militares que las de hace algunas décadas, pero muy peligroso, violento y criminalizado. A pesar de la invasión rusa a Ucrania que comenzó en el temprano 2022, el despiadado ataque terrorista de Hamás sobre la población israelí y la brutal respuesta de Israel sobre Gaza que deja miles de muertos en el tardío 2023, las fricciones regionales entre Corea del Norte con la del Sur, los miedos de Taiwán por una eventual invasión china y la erosión democrática del Sahel, zonas como América Latina y el Caribe no se debaten entre hipótesis de guerras interestatales sino entre violencias criminales y subsidiarias en las principales ciudades.
El último informe del Global Peace Index de 2023 que muestra las ciudades más peligrosas del mundo sugiere que la violencia ha cobrado un especial protagonismo en las complejidades urbanas. Eso se debe a varios aspectos. El narcotráfico y su inercia en la disputa por controles de rutas y mercados entre distintas organizaciones han llevado a que las ciudades se conviertan en el epicentro de la violencia asociada a los narcóticos.
El ajuste de cuentas entre bandas, la población civil como receptora de la violencia y los grandes capos como articuladores y diseñadores de gobernanzas criminales en diferentes partes de los territorios nacionales producen repertorios de violencia selectiva y sistemática. Asimismo, al menos en América Latina, la lucha entre las fuerzas de seguridad estatales contra las narcotraficantes parece reducirse, es decir, ya no compiten por el control del territorio o por el decomiso de mercancías ilícitas, sino que, gracias a la corrupción y a otros estímulos, se producen soberanías compartidas en las que los Estados coadministran zonas con los criminales.
En ese mismo sentido, las estructuras del crimen organizado han logrado construir mecanismos de adaptación y supervivencia frente al Estado y a otras estructuras armadas. Dentro de esos están las cooperaciones entre estructuras rivales, que, en dimensiones racionales, se convierten en formas beneficiosas para compartir ganancias cuando existen territorios en disputa. Los grupos prefieren ya no entrar en combate a gran escala, sino cooperar y compartir los beneficios. Eso los hace más poderosos, se exponen a menos riesgos y pueden cobrar favores con gran facilidad.
Otro tiene que ver con la violencia homicida. En este aspecto, ciudades como Caracas (1 en el ranking mundial), San Pedro Sula (6), Río de Janeiro (7), Salvador (8), Fortaleza (9), Recife (10), Tijuana (18), Lima (22), San Pablo (25), Ciudad de México (31), Bogotá (36), Buenos Aires (47), Quito (53) y Santiago (57), entre otras latinoamericanas, muestran un alarmante nivel de violencia. Eso se debe en parte a los enfrentamientos entre bandas criminales y al fortalecimiento de pandillas con mayores capacidades de fuego y control territorial.
Muchas de ellas han logrado construir fronteras entre barrios y zonas urbanas con absoluta ausencia de fuerzas policiales que hagan contrapeso. Por ejemplo, en Venezuela no hay grandes organizaciones armadas, pero sí grandes pandillas; aprovechando la dolarización de facto y a sabiendas de la imposibilidad de la gente para depositar el dinero en los bancos, los riesgos de hurto y homicidio en las calles son alarmantes.
En Colombia, en cambio, fuertes estructuras criminales y armadas como el ELN, disidencias de las FARC y el Clan del Golfo son los responsables de poner al país como uno de los más violentos del mundo. En 2022 este registró 26,1 asesinatos por cada 100.000 habitantes, con un promedio de 26 muertes violentas por día. Aquellas organizaciones armadas tienen alianzas con pandillas y bandas en las ciudades, una suerte de modelo de economía y crimen a escala capaz de abaratar costos operacionales y amplificar cobertura estratégica. Su modelo de negocio está en la tercerización de la fuerza, en el control territorial y en las franquicias criminales, incluso, aludiendo a mecanismos de política exterior criminal con otros actores ilegales de la región.
América Latina es una región de contrastes, pues es una zona en la que no existen tensiones militares de gran envergadura, pero al mismo tiempo es un área muy violenta y criminalizada. El futuro de la violencia en la región, al menos lo que se muestra en las cifras y reportes, parece ser desolador. Las incapacidades de los Estados para cubrir los territorios, la corrupción política, fiscal y policial, así como las formas en las que los criminales permean las fuerzas de seguridad y los establecimientos políticos, el tráfico de armas, la migración irregular, la violación de los derechos humanos y el narcotráfico, se convierten en los ingredientes para sostener que los tiempos por venir en Latinoamérica, al menos en términos de violencia e inseguridad, no parecen esperanzadores.
Autor
Profesor de Relaciones Internacionales en la Facultad de Economía, Empresa y Desarrollo Sostenible de la Universidad de La Salle (Bogotá). Doctor en Derecho Internacional por la Universidad Alfonso X El Sabio (España).