Una región, todas las voces

Corrupción en Latinoamérica: ¿fenómeno endémico?

En octubre, Transparencia Internacional publicó una actualización de su informe sobre corrupción en América Latina. ¿Qué podríamos esperar?

En efecto, la percepción de la corrupción ha aumentado en toda la región y la confianza en los Gobiernos, así como en los funcionarios, se ha deteriorado notablemente. Sin embargo, es curioso que el empeoramiento de las percepciones de la corrupción se produzca, al tiempo que las campañas políticas en curso —como lo mencionamos en un «post» anterior, varios países latinoamericanos han comenzado un ciclo electoral— prometen medidas más contundentes en contra de la malversación de fondos públicos, el cohecho, el tráfico de influencias y la corrupción en general.

El empeoramiento de la percepción también refleja una serie de protestas multitudinarias que han surgido de los escándalos en los que se vieron envueltas muchas autoridades de alto nivel a lo largo y ancho de la región, como es el caso de Odebrecht o de los Panama Papers. Sin embargo, estas campañas tienen (y tendrán) un impacto limitado en el sentimiento de la población. Por ende, la lucha contra la corrupción será verdaderamente un tema clave en el ajetreado 2018 que ya se avecina.

En su publicación People and Corruption: Latin America and the Caribbean, Transparencia Internacional recopiló los últimos resultados regionales de su encuesta Barómetro Global de la Corrupción. En esta, el 62% de los encuestados cree que la corrupción ha aumentado en la región en los últimos 12 meses, mientras que solo un 10% cree que ha disminuido. En 20 países encuestados, la mayoría de las respuestas provenientes de 17 países mostró que la corrupción se ha incrementado, incluyendo una proporción especialmente alta en Venezuela, Chile, Brasil y Perú.

Las figuras institucionales siguen siendo corruptas. No así las religiosas

Un desglose de la encuesta por tipo de institución mostró que el 47% de los habitantes de la región piensa que la policía y los políticos son los más corruptos, mientras que los líderes religiosos son vistos como los menos corruptos. En Venezuela, el 76% de las respuestas muestran que la policía es corrupta, lo que refleja la alta politización de las fuerzas de seguridad venezolanas y el incremento de la violencia en todo el país.

Los venezolanos también fueron los más críticos con los esfuerzos que su Gobierno está llevando a cabo para combatir la corrupción: el 76% de los encuestados respondió que el Gobierno está haciendo un mal trabajo. Esto no es para nada sorprendente, dados los altos niveles de corrupción e impunidad en el país. El índice de Percepción de la Corrupción que produjo Transparencia Internacional para el 2016 colocó a Venezuela en el puesto 166 de 176 países.

Después de Venezuela, el país que mostró un deterioro en la percepción fue Perú. Ahí, el 73% piensa que el Gobierno está haciendo un mal trabajo en la lucha contra la corrupción, y el 64% considera que los representantes electos son muy corruptos. La encuesta se realizó entre mayo y diciembre de 2016. Por tanto, no reflejó el impacto de las nuevas iniciativas del presidente Pedro Pablo Kuczynski, quien asumió el cargo en julio de 2016 e hizo de la lucha contra la corrupción un compromiso electoral clave de campaña.

No obstante, en Perú ha habido una constante de escándalos de corrupción dentro del establishment político desde entonces, y Kuczynski está sintiendo la presión para hacer cumplir su promesa electoral. Además de eso, tiene una posición legislativa débil (el partido PPK del presidente ocupa solo 17 de los 130 escaños en el Congreso).

De manera sorprendente, los encuestados guatemaltecos tuvieron una opinión relativamente positiva sobre la lucha contra la corrupción. Solo el 42% de los encuestados dijo que esta había aumentado en el último año, y el 54%, que el Gobierno estaba progresando en su lucha.

Esta visión más optimista probablemente refleja el momento de la encuesta, la cual se realizó no mucho después de las elecciones de enero de 2016. En estas, Jimmy Morales obtuvo la Presidencia, gracias a una campaña anticorrupción y tras la destitución del expresidente Otto Pérez Molina en septiembre 2015. Este último hecho ocurrió como resultado ni más ni menos que de un gran escándalo de corrupción.

A pesar de los resultados en Guatemala, es poco probable que se mantenga la visión positiva. Desde que la encuesta se cerró en diciembre de 2016, Morales ha estado bajo constante presión por los escándalos de corrupción vinculados con aliados políticos cercanos y miembros de su familia. Además, sus esfuerzos en agosto de 2017 para expulsar al jefe de la Comisión contra la Impunidad, respaldada por la ONU en Guatemala (Cicig), han causado protestas que ahora exigen su renuncia.

La corrupción dominará un ya intenso período electoral en 2018

La corrupción es un común denominador en toda la región y el tema desempeñará un papel importante en las campañas electorales de 2018. Brasil, Colombia, Costa Rica y México son países que celebrarán elecciones presidenciales en 2018 y un número considerable de encuestados de estos opinaron que la corrupción se ha incrementado. Los resultados muestran que en cada uno de estos países existe una creciente frustración popular con el sistema político. Esta situación contribuirá a una mayor incertidumbre sobre los resultados electorales.

En Brasil, los cuatro años desde las últimas elecciones han estado dominados por una serie de escándalos de corrupción relacionados con la petrolera estatal Petrobras, la constructora Odebrecht y los vínculos que ambas compañías tenían con la cúpula política en Brasil y otros países de la región.

Incluso el actual presidente, Michel Temer, que asumió el cargo en 2016 después de que Dilma Rousseff fuera removida por cargos más bien relacionados con violar la ley presupuestaria, ha sido contaminado por acusaciones de malversación. Además, su capacidad para evitar cargos formales ha despertado un todavía mayor desencanto popular con la clase política.

En este entorno, el panorama electoral brasileño no está claro a un año de las elecciones de octubre de 2018. Numerosos políticos de los principales partidos políticos han sido desacreditados hasta cierto punto por acusaciones de corrupción. Con esto, se está brindando una oportunidad de oro para figuras ajenas al establishment político.

Este es el caso de Jair Bolsonaro, político de derechas y exoficial del Ejército. Su enfoque en la ley y el orden está atrayendo a muchos brasileños, dada la ola de crímenes violentos de los últimos años.

Por otra parte, Luiz Inácio Lula da Silva (expresidente de 2003-2011), del izquierdista Partido dos Trabalhadores, encabeza las encuestas por ahora. Esto, a pesar de haber sido condenado por cargos de corrupción (y en otras investigaciones) y de que pueda ser impedido para competir.

Considerando que la incipiente recuperación económica del Brasil se fortalezca el próximo año (y aquí me voy al consenso de analistas privados de FocusEconomics que dice que Brasil crecerá de media 2,4% en 2018), esto apoyaría las posibilidades de victoria para un candidato centrista, muy probablemente del Partido de la Democracia Social Brasileña. Esto, sobre la base de que en una posible, pero incierta, segunda ronda de elecciones, las altamente negativas calificaciones de los candidatos de izquierda o derecha extrema echarían por tierra sus posibilidades de victoria. No obstante, la campaña electoral se va a ver eclipsada por las preocupaciones de un posible retorno al populismo económico que contribuyó a la enorme recesión de Brasil en 2015 y 2016.

En México, las elecciones presidenciales se celebrarán en julio de 2018 y el actual partido gobernante, el Revolucionario Institucional (PRI), va cuesta arriba en la carrera. Ello se debe a la percepción pública de que ha aportado al deterioro del estado de Derecho, en medio de una serie de escándalos que comprenden a miembros de la administración, exgobernadores de estados donde gobierna el PRI y el crimen organizado. Últimamente, estas críticas se han incrementado luego de que dos fuertes terremotos azotaran el centro y sur del país en septiembre, ya que la preocupación de la población en zonas urbanas muy concentradas se acrecentara por la falta de aplicación de los códigos de construcción.

En este contexto, y por ahora, el candidato que se ve mejor posicionado para ganar la Presidencia es el izquierdista Andrés Manuel López Obrador, del Movimiento Regeneración Nacional (Morena). Sin embargo, hay que mencionar que esta es la tercera vez que López Obrador contiende en las presidenciales.

En Costa Rica, tradicionalmente uno de los países más estables y transparentes de la región, la corrupción será también un tema clave de preocupación hasta las elecciones de febrero de 2018. Si bien Transparencia Internacional puso a Costa Rica en la posición 41 en su Índice de Percepción de Corrupción 2016 —con esto, convirtió al país en uno de los más altos de la región—, la corrupción sigue siendo motivo de preocupación, especialmente a raíz del cementazo: un escándalo que involucra a un banco estatal, a miembros de la judicatura y a varios legisladores. El escándalo incentivará la volatilidad antes de la elección de febrero, pues pondrá a la corrupción como el foco de la campaña.

En Colombia es posible que la corrupción desempeñe un papel menos relevante en las elecciones del país que el estado de la economía y de la seguridad ciudadana (dada la implementación del controvertido acuerdo de paz con las guerrillas de las FARC). Pero la insatisfacción pública hacia la corrupción está afectando la carrera para la Presidencia en mayo.

Hasta el momento, más de dos docenas de candidatos están buscando maneras de crear movimientos independientes como plataformas para sus aspiraciones presidenciales. Esto no es más que el reflejo de la pérdida del prestigio que los partidos tradicionales colombianos se han ganado como resultado de revelaciones de corrupción que comprenden a figuras políticas y a tribunales superiores (ello socava la credibilidad del sistema en un punto crucial para la implementación del acuerdo de paz transicional).

¿Algún resquicio de esperanza?

La percepción de la corrupción ha venido aumentando en Latinoamérica como resultado directo de la proliferación de escándalos de corrupción política de alto nivel en el último año. No obstante, podríamos ver esta tendencia como «positiva», en el sentido de que estos escándalos están saliendo a la luz y se están investigando. Esto sugiere que, en algunos países, las estructuras institucionales, finalmente, están funcionando y que se está yendo por buen camino.

Sin embargo, los casos recientes también han contribuido a reforzar la opinión de que la corrupción en Latinoamérica es endémica y de que las sucesivas administraciones no han podido abordarla. Pero esto también podría ayudar a impulsar una tendencia en las elecciones de algunos países, como Brasil, Perú y México, hacia candidatos independientes o de partidos políticos menos establecidos, pero menos comprometidos por corruptelas.

No obstante, tal como lo ilustró Guatemala el año pasado con un candidato externo como Jimmy Morales, quien hizo campaña con un eslogan electoral de «ni corrupto, ni ladrón», estos candidatos pueden verse rápidamente empañados por la corrupción.

Foto de Presidencia Perú on Trend Hype / CC BY-NC-SA

¿Y el separatismo en América Latina?

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El proceso soberanista catalán que se ha profundizado en los últimos meses mantiene conmocionada a la opinión pública internacional que se hamaca entre partidarios o detractores según se suceden los acontecimientos. Y en América Latina, la región del mundo más desacostumbrada a conflictos separatistas, el simple hecho de imaginar a la Madre Patria fracturada nos da vértigo.

En el mundo existen actualmente más de cincuenta conflictos separatistas. Algunos son impulsados por la extrema izquierda y otros por la extrema derecha, —para quienes estamos más acostumbrados a categorías políticas simplificados— que generalmente están combinados con motivos tribales, lingüísticos, étnicos o religiosos. Estas condicionantes son relativamente estables, pero en contacto con otras condiciones más dinámicas, como pueden ser las económicas, pueden llegar a generarse situaciones más o menos tensas.

Muchas veces se trata de nacionalismos impulsados por intereses económicos de ciertos sectores inconformes, que trasladan la política al campo emocional dejando muchas veces de lado el aspecto racional. Pero también existen casos de situaciones de discriminación y marginación en el reparto del poder político, de inequidad en la distribución de la riqueza o el simple sometimiento de un sector de la población por parte de otro. Ese fue el caso de Sudán de Sur, el ultimo país reconocido por Naciones Unidas, tras el referéndum en el año 2011.

Mas allá de opiniones, el mapa del mundo se ha transformado constantemente. Los movimientos de emancipación en América fueron la primer gran oleada de independentismos desde que existen los Estados-nación. Más tarde, en 1945, el año de su fundación, la ONU tenía apenas 49 miembros, y cinco décadas más tarde, en 1990 reconocía a 159 países. Actualmente el organismo agrupa a 193 Estados independientes, diez de ellos creados en los últimos 24 años.

Una vez finalizados los procesos de descolonización en África y la desintegración del bloque comunista y la antigua Yugoslavia, la creación de nuevos Estados se ha desacelerado. Sin embargo, algunos académicos sostienen que las transformaciones económicas, sociales y políticas como consecuencia de la «globalización» han disparado las tensiones secesionistas en las últimas décadas. Más allá de la tendencia, es claro que la violencia, como medio de buscar la independencia ha dado lugar a medios pacíficos como la celebración de referéndums como fue el caso de Quebec o Escocia.

Gran parte de los movimientos separatistas en Europa, África y Asia son de carácter étnico, debido a la diversidad de pueblos, lenguas y religiones dentro de un mismo país. Sin embargo, en América Latina, el mestizaje y la relativa homogeneidad lingüística y religiosa, como producto del proceso colonizador, generaron sociedades menos diversas, por ende menos proclives a fracturarse.

Las fronteras en América no han sufrido cambios desde 1903 cuando Panamá se separó de Colombia, sin embargo, siempre han existido pequeños movimientos separatistas. Uno de ellos es el de Santa Cruz de la Sierra en Bolivia, la región más rica del país. Allí, un pequeño sector de las élites blancas promovieron el secesionismo, luego de que Evo Morales, de origen aymara, fuera elegido presidente. Un ejemplo aún menos relevante es el movimiento en Zulia en Venezuela, región que concentra gran parte de la riqueza petrolera del país, donde algunos grupos desconformes con el chavismo llegaron a reclamar un referéndum de independencia. Otros casos son el separatismo en Guayaquil, el mayor puerto de Ecuador, o el movimiento São Paulo Livre (SPL), la organización más notoria de Brasil, cuyo objetivo es la independencia de la ciudad que acumula la tercera parte de la riqueza del país.

Queda claro que el aspecto económico en sí mismo es un móvil suficiente como para generar movilizaciones. Sin embargo, los movimientos separatistas en América Latina carece de caracterizaciones profundas que puedan movilizar a grandes sectores de la sociedad. Por lo tanto, parece muy probable que de momento la configuración de la región se mantenga intacta. Pero lo que no hay que olvidar, es que desde que existen los Estados, el mapa global no ha dejado de redibujarse, y probablemente nunca lo hará.

Foto de gui.tavares en Trend hype / CC BY-NC-SA

A. L. como destino de la emigración latinoamericana

La emigración tradicional de paraguayos y bolivianos hacia Argentina, de peruanos a Chile, de colombianos a Venezuela, de haitianos a República Dominicana, de nicaragüenses a Costa Rica, y de guatemaltecos, hondureños y salvadoreños a México es parte de un fenómeno en ascenso: la inmigración intrarregional.

En los últimos diez años, según la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), la región ha cambiado sus patrones de migración. Los latinoamericanos tendemos a movernos cada vez más entre países de la región.

El cambio de patrón comenzó a ser notorio en el 2005. Por un lado, debido a la crisis económica que afectó a los países receptores como Estados Unidos y España, donde se disparó el desempleo y se implementaron políticas más restrictivas hacia la inmigración. Y, por el otro, debido a una mayor estabilidad política y al boom económico que experimentaron los países emisores. Este fenómeno impulsó el regreso, sobre todo de sudamericanos a sus países, y simplificó los desplazamientos, especialmente entre países fronterizos, gracias a la mejora de las comunicaciones y los medios de transporte.

Estas condiciones han hecho que varios países latinoamericanos hayan registrado un gran aumento de la inmigración desde países vecinos o de la región. Según el estudio Nuevas tendencias y dinámicas migratorias en América Latina, de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), entre los censos de 2000 y 2010 hubo un aumento del 32% en los stocks de latinoamericanos viviendo en otro país de la región. De hecho, entre 2009 y 2015 los países latinoamericanos concedieron más de 2 millones de residencias temporales y permanentes a personas de naciones vecinas. Las motivaciones fundamentales han sido la búsqueda de trabajo, el tránsito fronterizo, la movilidad indígena, la reunificación familiar, la movilidad por estudios y la búsqueda de refugio por persecución política.

México representa el 40% de la emigración regional con unos 12 millones de sus ciudadanos viviendo fuera del país, sobre todo en Estados Unidos.

Si bien los flujos hacia los principales destinos extrarregionales han disminuido, y los intercambios dentro de la región se han intensificado, aún es considerablemente mayor la cantidad de emigrantes latinoamericanos que residen en países extrarregionales. De hecho, la emigración regional hacia los Estados Unidos sigue concentrando a la mayoría de estos con cerca de 20 millones de personas. En este marco, México representa el 40% de la emigración regional con unos 12 millones de sus ciudadanos viviendo fuera del país, en especial, en Estados Unidos. Este fenómeno, sin embargo, presenta variaciones por subregión, donde el Caribe y Centroamérica, con un 11,1% y un 10,2% de su población residiendo en el extranjero, son las que tienen un mayor proporción de emigrantes.

Si bien estos países son los que han emitido más emigrantes, se trata de un proceso que se ha prolongado a lo largo de varias décadas y que se ha centrado sobre todo en un flujo masivo hacia Estados Unidos. No obstante, los fenómenos migratorios más recientes han tenido una mayor incidencia intrarregional. Haití, el país más pobre de América Latina y el Caribe, ha emitido alrededor de 400.000 emigrantes desde el año 2000. Y si bien prácticamente la mitad se han ido a Estados Unidos, su vecino República Dominicana aloja a casi el 30% de estos.

El fenómeno reciente más destacado, sin embargo, por su acelerada evolución, es el flujo de venezolanos, ya sea hacia países de dentro como fuera de la región. Según cálculos de la Universidad Católica Andrés Bello, de Venezuela, más de dos millones de venezolanos han dejado su país en los últimos años, y en los últimos meses esta tendencia “se transformó en una fuga vertiginosa”. Y según un estudio realizado por el experto Iván de la Vega y el Laboratorio Internacional de Migraciones (LIM), tras el ascenso de Hugo Chávez al poder, han llegado solo a Colombia 900.000 venezolanos, incluyendo los que tienen doble nacionalidad.

Del lado contrario, Argentina, Costa Rica, República Dominicana y hasta hace poco tiempo Venezuela, son los mayores receptores de inmigrantes regionales en proporción a su población, mientras que México y el Brasil se suman a la lista en números absolutos. Y en este contexto es Costa Rica, con 385.000 inmigrantes registrados por el censo, el país que cuenta con la mayor proporción de inmigrantes, con un 9% de la población total. La emigración sigue siendo una vía para aquellos que desean buscar mejores condiciones de vida.


Episodio relacionado de nuestro podcast:

Foto de Comisión Interamericana de Derechos Humanos, Trend hype / CC BY

¿Impuestos o recortes? El equilibrio entre el gasto y la deuda

Las perspectivas económicas para este año son alentadoras. Sin embargo, durante el año 2015 y 2016, América Latina y el Caribe sufrió una recesión económica profunda. Esta, si bien afectó particularmente a Brasil, Argentina y Venezuela, se sintió en todos los países. En este contexto: ¿cómo pudo la región sostener los avances sociales de las décadas anteriores a la recesión? ¿Qué debe hacer para equilibrar el gasto y la deuda?

Las políticas fiscales expansivas de los Gobiernos latinoamericanos después de la crisis financiera global de 2008 no fueron verdaderamente contracíclicas: se mantuvieron, aun cuando la economía volvió a ponerse en marcha. “Esto luego llevó a un período de déficits crecientes, que ahora han obligado a varios países a seguir políticas contractivas procíclicas”, afirmó Andrew Powell, autor del informe Caminos para crecer en un nuevo mundo comercial. Este fue coordinado por el Banco Interamericano de Desarrollo (BID).

Los países con tasas impositivas altas deben centrarse en recortar gastos, sin alterar la inversión pública, mientras que los países con bajas cargas fiscales deberían centrarse en aumentar los ingresos.

El gran desafío para los países de la región en estas circunstancias es realizar los ajustes sin impactar el crecimiento y mejorar, así, el equilibrio entre el gasto y la deuda. Esto se traduce, según el informe, en que los países con tasas impositivas altas deben centrarse en recortar gastos, sin alterar la inversión pública, mientras que los países con bajas cargas fiscales deberían centrarse en incrementar los ingresos. En este marco, en el último año han ocurrido varios hechos positivos en esta línea. Sin embargo, en ciertos casos, esto no ha sido suficiente para detener la tendencia al alza de la deuda pública.

A lo largo de estos dos años, el balance fiscal primario medio en la región se deterioró pasando de un déficit de 2,4% del PIB en 2015 a 2,6% en 2016, y el ratio deuda/PIB aumentó ligeramente hasta superar el 51%. Estas cifras, sin embargo, ocultan la heterogeneidad entre los diferentes países, ya que el balance primario entre estas fechas se fortaleció en ocho países, se debilitó en otros ocho, y se mantuvo estable en los once países restantes.

Esto se debe, partiendo del informe, a que varios países iniciaron un período de ajustes procíclicos para impedir que la deuda siguiera aumentando. Este ajuste puede acarrear riesgos por los efectos que puede tener tanto en el PIB como en los balances fiscales, “con lo cual el esfuerzo de ajuste se volvería contraproducente”. Sin embargo, las estrategias han sido prudentes y la consolidación fiscal ha mejorado notablemente en comparación con 2016. Mientras algunos países relajaron su posición fiscal y siguieron una política contracíclica, otros adoptaron una posición fiscal más restrictiva. Al mismo tiempo, un tercer grupo mantenía políticas fiscales prácticamente neutras.

Aunque el año pasado los Gobiernos de la región se esforzaron por alcanzar un balance fiscal primario —el déficit fiscal, menos los pagos por intereses de la deuda—, este finalmente fue cercano al 0,8% del PIB por una disminución de los ingresos del sector público de 0,6%. Para este año, no obstante, se espera que los ingresos aumenten un 0,2% del PIB, y que los gastos disminuyan el 0,4%. Por tanto, el déficit primario sería de apenas 0,2% del PIB. Si estas predicciones se cumplen, la deuda igualmente seguirá incrementándose en 2017, tal como lo viene haciendo desde 2011.

Más allá de estos datos, los países de América Latina y el Caribe siguen teniendo una baja recaudación tributaria, según el informe, Sostenibilidad fiscal y reformas tributarias en América Latina, de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal). De hecho, esta representa apenas el 21% del PIB, a diferencia de los países desarrollados. En estos últimos, dicha cifra supera el 30% del PIB.

En este contexto, unos 15 países de la región tienen planes de consolidación fiscal a mediano plazo —enfoques considerados razonables para evitar los shocks a corto plazo—, con los que se espera que aumenten sus ingresos fiscales y reduzcan los gastos de forma considerable. De hecho, en los últimos años, países como México, Chile, Colombia o Uruguay han adoptado reformas tributarias estructurales. Su fin es incrementar el ingreso, mejorar la equidad, reducir distorsiones, promover el ahorro y la inversión, simplificar el cumplimiento de las obligaciones tributarias y contribuir al equilibrio entre el gasto y la deuda. Pero más allá de los avances, la región tiene aún mucho por hacer para mejorar las instituciones fiscales para poder abordar las actuales necesidades de consolidación fiscal.

Fotos de omarshi en Trendhype / CC BY-SA

El Brasil de todos los días

La velocidad y el grado de innovación con que los acontecimientos políticos se suceden en Brasil sugiere al espectador ir evaluando en cada momento sus imprevisibles consecuencias. Así nos tiene acostumbrados este gigante sudamericano desde el año 2013.

En junio de aquel año, multitudinarias manifestaciones por todo el país alarmaron al propio Palacio da Alvorada, residencia oficial de la expresidenta Dilma Rousseff. La pauta era diversa: desde la crítica al aumento del precio del transporte público y la violencia policial, pasando por el rechazo al enorme gasto público para organizar grandes eventos como la Copa del Mundo y las Olimpíadas, hasta llegar al combate a la corrupción y a los privilegios de la clase política.

La lectura política de aquellas movilizaciones no era nada sencilla, y mucho menos para el Gobierno, el Partido de los Trabajadores (PT) y la izquierda en general. Aquella multitud en la calle como expresión de un descontento político tal cual las viejas herramientas de binarismos ideológicos, de la derecha o de la izquierda política, parecía inentendible.

Muchos se preguntaban cómo era posible que emergiera tremenda “presión social” en medio de un ciclo político supuestamente exitoso, como el que representaban Lula da Silva y luego Dilma Rousseff. En pleno auge del «proyecto popular del PT», los jóvenes tomaron inicialmente las calles, lanzaron demandas, mientras otras discusiones se iban intercalando en torno al racismo institucional, la degradación del medio ambiente o el desplazamiento de personas de sus lugares de residencia, debido a las obras para los grandes eventos.

Las redes sociales, a su vez, como Facebook y Twitter tuvieron un papel fundamental en el hecho de que las manifestaciones crecieran día a día, y la policía no se quedó de brazos cruzados.

La ciudadanía pasó a confrontar las contradicciones que habían permanecido ocultas y que, en parte, explican el elevado desempleo actual (de un 14%) y el estancamiento económico desde el año 2015.

En medio de un Brasil “lleno de gracia”, la ciudadanía pasó a confrontar las contradicciones que habían permanecido ocultas y que, en parte, explican el elevado desempleo actual (de un 14%) y el estancamiento económico desde el año 2015.

Todo parecía indicar que para los brasileños las cosas no iban tan bien a pesar de la narrativa del Gobierno. Mientras el 0,7% del presupuesto estatal era destinado a los más carenciados a través de la “Bolsa Familia”, se comenzaba a destapar la existencia de un Brasil de “capitalismo de lazos”. Este vinculaba al Gobierno con grandes empresas de construcción como Odebrecht y OAS, bancos, los “barones del agronegocio” y empresas procesadoras de carne, como JBS, recientemente envuelta en un escándalo de corrupción con el actual presidente, Michel Temer.

El Banco Nacional de Desarrollo (BNDES), por ejemplo, tenía una línea de crédito para grandes empresas, a intereses muy por debajo de la inflación. En 2014 las grandes empresas recibieron 117 billones de reales de un total de 187 billones distribuidos por el banco. Ese mismo año, según la Confederación Nacional de Comercio, el 61,9% de las familias brasileñas se encontraban endeudadas. 

Para muchos analistas, 2013 se convertiría en el “grado cero” de una nueva configuración política del país: sería el comienzo del fin de un ciclo político que empezó en 2003 con la primera presidencia de Lula da Silva, y la hegemonía política y cultural del PT, y demás partidos de izquierda que orbitaban en torno a su influencia. Así, sin una narrativa de “trascendencia política” ni un proyecto a futuro, la sociedad brasileña iniciaría un proceso político, caracterizado por una polarización insospechada.

El 2014 y 2015 fueron acompañados de más movilizaciones. La campaña electoral del 2014 dividió el país en dos: quienes apoyaban la reelección de Dilma y los contrarios. La tensión política siguió aumentando, la idea del “impeachment” se instauró, y en agosto de 2016 la presidenta fue finalmente separada del cargo, que asumió el vicepresidente Michel Temer. De inmediato, movilizaciones de adeptos al Gobierno comenzaron un nuevo ciclo de protestas, ahora en torno al “Fuera Temer”, pero lentamente las movilizaciones fueron perdiendo fuerza.

La crisis política tuvo un nuevo pico y alcanzó dimensiones surreales cuando el pasado mes de junio la Procuraduría General de la República denunció al presidente Temer por corrupción pasiva. Desde la salida de Dilma, los ejecutivos de la Odebrecht y de la JBS implicaron a gran parte de la elite política en casos de corrupción. No obstante, las calles no recuperaron el protagonismo perdido.

Pero el silencio de las calles se hizo más notorio a partir de la condena del juez Sergio Moro a Lula a 9 años de prisión. En diferentes ciudades se habían organizado actos políticos en su apoyo y se preveían grandes manifestaciones. Sin embargo, la escasa asistencia, reducida a la militancia más leal, produjo un nuevo desconcierto. Lula da Silva no le habló ese día al país, solo a sus seguidores más fieles.

Los hechos recientes demuestran que los brasileños, ni de un lado ni del otro del espectro político, se están manifestando en las calles como en años pasados. La población intuye que la acción política no está resolviendo sus problemas cotidianos. Y tomar posición por el “Fuera Temer” y la apertura a la posibilidad de nuevas elecciones puede, para muchos, ser un paso arriesgado en una coyuntura económica incierta y de desconfianza hacia el sistema político en general.

Por eso, más que cansancio o indiferencia, la sociedad brasileña recuerda la sensación de vivir en una realidad dual semejante a la vivida en la decadencia de la Unión Soviética: una vida pública envuelta en el sinsentido, la ironía y la autocontemplación de algunos, y una vida privada cínicamente honesta, mezcla de alienación, rebeldía y creatividad. Este es el Brasil de todos los días. Foto de Carlos Varela en Trend hype / CC BY

El sistema judicial, termómetro de la corrupción

En Brasil, el expresidente Lula da Silva fue condenado recientemente a nueve años y medio de prisión por corrupción. A su vez, el actual presidente, Michel Temer, compra votos descaradamente en el Congreso para evitar ser juzgado por corrupción.

En Perú, el expresidente Ollanta Humala y su esposa acompañan en prisión a otro expresidente, Alberto Fujimori. Mientras tanto, un tercer expresidente, Alejandro Toledo, permanece prófugo en EE. UU., y el cuarto, Alan García, está siendo investigado. Todos por corrupción.

En Guatemala, el expresidente Otto Pérez Molina está tras las rejas acompañado de su vice, Roxana Baldetti. Ambos se hallan presos por integrar la mayor trama de corrupción desarticulada en la historia del país. Ricardo Martinelli, expresidente de Panamá, fue detenido, por su parte, el mes pasado en Miami. Probablemente será extraditado a su país donde es acusado de malversación de fondos.

En El Salvador, el expresidente entre 1999 y 2004, Francisco Flores, falleció el año pasado mientras cumplía una condena en prisión domiciliaria tras ser condenado por defraudar unos 15 millones de dólares de donaciones del Gobierno de Taiwán. A su vez, Elías Antonio Saca, quien le sustituyó en el cargo, fue detenido en octubre del 2016, también por corrupción.

En Argentina, Cristina Kirchner, la expresidenta, ha sido procesada por corrupción en diferentes causas, una de ellas junto a sus hijos. Por su parte, el expresidente de Honduras, Rafael Callejas, se declaró culpable de participar en una trama de sobornos en la Concacaf cuando dirigía el futbol de su país.

Y en México, una de las “mecas” de la corrupción, si bien el presidente Enrique Peña Nieto permanece intacto hasta el momento, se encuentra en el centro de un huracán que afecta a 16 exgobernadores, entre investigados, presos, procesados o prófugos. También su propia esposa, quien se vio envuelta en un escándalo por la compra de una mansión a un contratista del Gobierno.

Del párrafo anterior parecería quedar claro que la corrupción es un problema en la región. Ya sean de izquierda o de derecha, conservadores o liberales, los políticos son abrazados por la corrupción que carcome los sistemas a lo largo y ancho de América Latina. Pero más allá de esta obvia deducción, si se analiza el grupo de países que aparece en la lista, se puede extraer más información.

Quizás sea por pura coincidencia, pero ninguno de ellos ocupa los puestos extremos del ranking del Índice de Percepción de Corrupción 2016, de Transparencia Internacional. Ni los menos ni los más corruptos. Ni los primeros tres lugares ocupados por Uruguay, Chile y Costa Rica, ni los últimos tres ocupados por Paraguay, Nicaragua y Venezuela.

Ninguno de los países más corruptos se encuentra entre los nombrados en el párrafo inicial

En el extremo de los menos corruptos parece bastante obvio el porqué estos países, que se encuentran a una distancia de 40 puestos del grupo de los países del medio —dentro del ranking internacional que considera 176 países—, no aparecen en la lista. Pero lo que es menos claro es que ninguno de los más corruptos se hallan entre los nombrados en el párrafo inicial.

Quizás la explicación pueda encontrarse en otra correlación, pues ninguno de los países cuyos presidentes han sido implicados en casos de corrupción, se encuentran en los extremos de otro ranking: el de independencia del sistema judicial 2015-2016, realizado por el Foro Económico Mundial. Y es que “la independencia del Poder Judicial está determinada por la capacidad de tomar decisiones conforme a la ley y no basándose en factores políticos externos o internos”, afirmó Carlos Scartascini en el artículo Crimen y castigo: la independencia judicial en América Latina, publicado por el Banco Interamericano de Desarrollo (BID).

Esta nueva correlación se traduce en que el grupo de países más transparentes cuenta con sistemas judiciales más fuertes e independientes que inhiben tentaciones. A su vez, los países que pertenecen al grupo del medio en el ranking de corrupción cuentan con sistemas judiciales que van desde sistemas relativamente independientes hasta otros considerados frágiles. Sistemas débiles pero que han logrado juzgar a sus líderes por diferentes vías. Algunos, por sus propios medios. Otros, impulsados por investigaciones internacionales como el caso Odebrecht, que fue llevado adelante por el Departamento de Justicia de Estados Unidos. Y otros, gracias al establecimiento de órganos independientes de carácter internacional en el país, como es el caso de la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (Cicig). Su finalidad es apoyar a las instituciones del Estado en la investigación y persecución penal en casos complejos, además del fortalecimiento de las instituciones judiciales.

Por último, podría deducirse que los países que ocupan los últimos puestos en el ranking de corrupción están tan socavados que los propios sistemas judiciales hacen parte de las tramas ilegales.

En Venezuela, el país que ocupa el último puesto, tanto en el ranking de corrupción como en el de independencia del sistema judicial, “el poder ejecutivo es dueño y señor del control de las instituciones, con excepción ahora del Parlamento”, argumenta Alejandro Salas, director para América Latina de la ONG Transparencia Internacional. Tanto en Venezuela como en Nicaragua, que le acompaña en el fondo de ambas tablas, no solo la impunidad es total, sino que en los últimos años los Gobiernos elegidos democráticamente se han convertido en regímenes autoritarios antidemocráticos.

Ranking mundial, “Índice de Percepción de Corrupción 2016”, Transparencia Internacional

Uruguay (21°), Chile (24°), Costa Rica (41°), Cuba (60°), Brasil (79°), Panamá (87°), Colombia (90°), Argentina (95°), El Salvador (95°), Perú (101°), Bolivia (113°), Ecuador (120°), Rep. Dominicana (120°), Honduras (123°), México (123°), Paraguay (123°), Guatemala (136°), Nicaragua (145°), Haití (159°), Venezuela (166°)

Ranking mundial, “Independencia del Sistema judicial 2015-2016”, Foro Económico Mundial

Uruguay (20°), Chile (30°), Costa Rica (31°), El Salvador (90°), Brasil (91°), Honduras (94°), México (100°), Guatemala (105°), Perú (112°), Colombia (114°), Haití (118°),  Panamá (119°), R. Dominicana (124°),  Bolivia (126°), Argentina (129°), Ecuador (133°), Paraguay (137°), Nicaragua (138°), Venezuela (140°)

Foto de Thomas Flores en Trend Hype / CC BY-NC-SA

Elecciones, agendas reformistas y calificaciones crediticias

En América Latina comienza un ciclo electoral y, dependiendo de los resultados de este ciclo, las calificaciones crediticias de algunos soberanos podrían verse en dificultades.

Esto, por una razón importante. La consolidación fiscal en curso continúa siendo un desafío para muchos Gobiernos, los cuales siguen enfrentando un contexto de bajo crecimiento económico y menores ingresos fiscales. Esto pasa especialmente en aquellos que están relacionados con bajos precios de las materias primas (commodities). Ello hace aún más difícil frenar la actual dinámica de deuda creciente en la región.

Hay elecciones presidenciales programadas en seis países: Brasil, Colombia, Costa Rica, México, Paraguay y Venezuela. En todos, con excepción de Venezuela, se terminan los mandatos, y nuevos jefes en el Ejecutivo arribarán. Las elecciones serán de particular importancia para la futura definición del rating crediticio en los países que mantienen una previsión negativa (o un outlook negativo, como se dice en la industria). Los países que celebrarán elecciones y que mantienen un outlook negativo son precisamente las dos potencias: Brasil y México.

En Brasil, la interminable saga de escándalos de corrupción que ha envuelto a casi toda la clase política del país, siendo el propio presidente Michel Temer el más reciente implicado, ha aumentado la incertidumbre. Esto puede conducir a un mayor grado de conflictividad en las elecciones.

Por ello, en la economía más grande de la región será necesario el surgimiento de un liderazgo político fuerte que pueda continuar empujando reformas económicas para mejorar las perspectivas de crecimiento y saneamiento de las finanzas públicas. 

Las negociaciones del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) están siendo una gran fuente de incertidumbre política

Mientras tanto, el lento crecimiento económico y la debilidad institucional de México, junto a una creciente incidencia de la delincuencia y la percepción en el aumento de la corrupción, han reducido sustancialmente la popularidad del presidente Enrique Peña Nieto y las posibilidades de que su partido (PRI) vuelva a ganar las elecciones presidenciales. Así mismo, las negociaciones del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) están siendo una gran fuente de incertidumbre política, dada la complejidad del tema y la importancia de sus resultados para el futuro de la economía.

El ciclo electoral será igualmente importante en Costa Rica y El Salvador. Queda por ver si los resultados de las elecciones en estos países ayudan a romper la parálisis política que ha causado recortes en sus calificaciones crediticias en los últimos seis meses. Pero, además, futuros movimientos negativos en los ratings crediticios para estas economías son posibles, dado que muchas iniciativas de reforma fiscal quedan todavía pendientes.

En Venezuela, donde la actividad económica se encuentra colapsada y existen serios riesgos político-sociales, las elecciones presidenciales están programadas para diciembre de 2018. La situación permanece tensa y, mientras que el régimen de Maduro busque reducir las distorsiones —ya severas— introducidas en la economía desde hace varios años, un cambio de Gobierno pretendería un cambio profundo en la política económica. En ambos casos, la solvencia soberana de Venezuela es una gran preocupación y la probabilidad de caer en un incumplimiento de deuda sigue siendo muy alta.

Entre tanto, en Colombia la perspectiva de su calificación crediticia es estable. No obstante, la consolidación fiscal podría ponerse en peligro como resultado de un crecimiento económico débil y algunos obstáculos vistos hasta ahora en la implementación del acuerdo de paz con las FARC.

Las agencias crediticias internacionales que vigilarán de cerca el ciclo electoral en la región esperan que la transición al poder sea tranquila, con la posible excepción de Venezuela.

Según las agencias, las elecciones en sí mismas no afectan los ratings de los países, si estas no van acompañadas de cambios importantes en las políticas económicas. Por ejemplo, de ocurrir cambios notables en materia de políticas económicas en Argentina, Brasil o México, esto podría afectar sus perfiles de crédito. Por otra parte, si el resultado de las elecciones en Costa Rica y El Salvador pone fin al impasse político, esto podría ayudar a sus perfiles crediticios.

Por lo pronto, las siguientes administraciones en Chile y Colombia se enfrentarán a desafíos importantes para la consolidación fiscal. Esta es fundamental para la definición de la futura trayectoria en la calificación de dichos países. 

Foto de payorivero en Trend Hype / CC BY-NC-ND

La población afrodescendiente y la desigualdad

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Según los censos de los diferentes países de América Latina y el Caribe, se estima que la población afrodescendiente en la región en 2010 era de 111 millones de personas, un 21,1% de la población total. Sin embargo, para el informe, Panorama Social de América Latina, edición 2016 de la CEPAL había en la región al menos 130 millones de afrodescendientes. Esto demuestra las limitaciones que aún persisten en la región en la cuantificación de estas poblaciones consideradas minorías.

La falta de precisión de la composición racial en la región evidencia cómo la desigualdad étnico-racial, así como la socioeconómica, la de género o territorial, “constituye uno de los ejes de la matriz de la desigualdad social en América Latina”. La región es la más desigual del mundo y ello se manifiesta en diversos ámbitos del desarrollo social, entre ellos la posición socioeconómica, la salud, la educación y el trabajo. Como ejemplo, en los cuatro países de los cuales se dispone de información, se percibe una concentración significativamente más elevada de la población afrodescendiente en el quintil de menores ingresos.

En el ámbito de la salud, uno de los indicadores que más evidencia la desigualdad entre los afrodescendiente y el resto de la población son las tasas de mortalidad infantil. Con la excepción de la Argentina, la probabilidad de que un niño afrodescendiente muera antes de cumplir un año de vida es superior que la de los no afrodescendientes. Las mayores brechas se registran en Colombia, Uruguay, Panamá y Brasil, países donde la probabilidad es de entre 1,6 veces y 1,3 veces mayor entre niños afrodescendientes que entre niños que no pertenece a este grupo racial.

las tasas de desempleo de los afrodescendientes son superiores a las de los no afrodescendientes en la mayoría de los países

Las desigualdades étnico-raciales también se manifiestan en la educación, donde la proporción de jóvenes de raza negra de entre 18 y 24 años que asisten a un establecimiento educativo es menor al porcentaje de los jóvenes que pertenecen a otras razas. Según el mismo informe de la CEPAL, la brecha se profundiza en el caso de la asistencia a la educación superior. En cuanto al mercado de trabajo, las tasas de desempleo de los afrodescendientes son superiores a las de los no afrodescendientes en la mayoría de los países considerados. Y a modo de ejemplo, los ingresos de los hombres de raza negra que cuentan con educación terciaria representan apenas el 73% de los hombres no afrodescendientes.

A pesar de las persistentes desigualdades, desde mediados del siglo pasado se han venido emprendido acciones y se han asumido compromisos internacionales para intentar revertir la situación. Pero ha sido en los últimos 15 años, tras la Conferencia Mundial contra el Racismo, la Discriminación Racial, la Xenofobia y las Formas Conexas de Intolerancia, celebrada en 2001, que la presión de movimientos sociales y diferentes organismos internacionales han logrado que los gobiernos de la región fortalezcan los mecanismos relacionados con las poblaciones afrodescendientes. 

En los últimos años, algunos países han reformado su legislación para combatir el racismo y fomentar la igualdad. Algunas de estas políticas implican la reserva de cupos para personas afrodescendientes en universidades y puestos laborales. También, según el informe de la CEPAL, se han implementado políticas como la instauración de días oficiales de celebración de la afrodescendencia, y la enseñanza de historia y cultura africana. Y en algunos países se fomenta la participación de organizaciones afrodescendientes en las decisiones, “a través de la articulación, aunque incipiente, de los mecanismos gubernamentales”.

A pesar de los avances, las brechas entre los marcos legales y la vida cotidiana de las personas afrodescendientes siguen siendo profundas. Y de hecho, todavía hay países que carecen de cualquier normativa al respecto.

Foto de Comisión Interamericana de Derechos Humanos en Trend hype / CC BY

¿Qué debemos aprender de EE. UU. sobre violencia de género?

El 11 de abril en Argentina, Micaela, una muchacha de 21 años, fue violada y asesinada por un hombre que un año antes abusó al menos de otras dos chicas. Sin embargo, fue liberado por un juez antes de cumplir su condena de nueve años. Días después, en Bolivia, otro hombre golpeó a su pareja hasta causarle un aborto. Este también está libre porque el médico dio a la víctima menos días de impedimento que los requeridos por la ley para detener al agresor. El 15 de abril, una mujer de 32 años fue encontrada sin vida en el municipio de Chietla, México. Fue asesinada por su esposo por pedirle dinero para comprar comida. Todos estos casos tienen que ver con la violencia de género.

Estos casos, que causaron conmoción local, muestran patrones de conducta similares y develan vacíos institucionales y legales en la lucha contra la violencia de género. Esta conducta se repite cotidianamente en gran parte de América Latina. Ello se debe a la insuficiente respuesta de los Gobiernos, a pesar del aumento del reclamo social.

Si bien los países cuentan muchas veces con leyes de última generación, en muchos casos estas son inaplicables por diferentes factores: instituciones débiles ante la falta de recursos estatales, conteos de feminicidios cada vez más exhaustivos y, a la vez, elevados subregistros; medios de comunicación más atentos pero también teñidos de rojo; mujeres revictimizadas, y una, cada vez más, evidente desconfianza hacia la justicia. Por ello, vale la pena ver otras realidades, en las que, si bien el problema es igualmente complejo, se le enfrente de forma distinta como la de Estados Unidos.

Imaginemos la escena: una llamada al 911 denunciando que una mujer ha sido agredida por su pareja. En menos de 20 minutos llega la policía, verifica el delito, detiene al presunto agresor, lo lleva ante un juez especializado y, si este no se encuentra, se le entrega una orden que lo mantiene alejado de la víctima por 48 horas, incluso si la víctima no denuncia. Si se trata de una agresión sexual, con la policía llega un enfermero que evalúa las lesiones y preserva las pruebas para el juicio, donde además servirá como testigo.

Este es el protocolo de atención en EE. UU. por una denuncia de violencia de género, o un homicidio intrafamiliar como se le denomina. Allí no solo no existe el feminicidio como figura jurídica, sino que el país ni siquiera ha ratificado la Convención sobre la Eliminación de las Formas de Discriminación contra la Mujer (Cedaw), la carta internacional de derechos de la mujer.

En Estados Unidos las respuestas a la violencia de género provienen de iniciativas individuales y colectivas. Esto explica que muchas políticas sean confiadas a manos privadas

A pesar de ello, tanto la respuesta institucional como ciudadana a la violencia se imponen al popular: “Tenemos leyes, lo que hace falta es cumplirlas”. La primera diferencia es que en Estados Unidos las respuestas a la violencia de género provienen de iniciativas individuales y colectivas. Ello explica que muchas políticas sean confiadas a manos privadas.

Esto da lugar a instituciones con administración propia pero con aporte y control federal y estatal. El aporte federal a estas entidades es la segunda gran diferencia, ya que no solo asegura su continuidad, sino que posibilita que se conviertan en políticas públicas. Un ejemplo es la capacitación de jueces especializados. Un caso paradigmático es el del juez Timothy Black, famoso por legalizar el matrimonio gay en el estado de Ohio y actual líder judicial en materia de asuntos de violencia intrafamiliar. Esta dupla se ve complementada por un departamento de policía que, además de eficaz en la resolución de casos, se encarga de la seguridad integral de la víctima.

Una experiencia destacable es el Centro de Justicia Comunitaria de San Diego. Se asemeja, en cambio, a un hogar y cuenta con traductor, sicólogo y asesoría legal, entre otros servicios. Este lugar, que en Latinoamérica podría ser un servicio ideal de atención a las víctimas, en EE. UU. depende de la policía y se financia con recursos públicos. Además, el policía entrega la orden restrictiva a quien en algunos casos se le monitorea con una manilla electrónica para evitar el acercamiento a la víctima durante 48 horas y en un radio no menor a dos kilómetros.

Esto haría la diferencia en muchos países donde ciertos feminicidios se consumen a las horas de la primera agresión. No existe, en general, una respuesta inmediata e integral como esta en nuestra región, salvo Costa Rica. El país centroamericanos cuenta con un Tribunal de Familia, que es un sistema de protección inmediato, independiente de la vía penal, aclara el juez presidente de este tribunal, Alexis Vargas.

Otra fortaleza del sistema estadounidense es el trabajo en redes. Bajo el mismo esquema de financiamiento, asegura que la víctima tenga a su disposición, desde el momento de la agresión, a más de una organización privada o institución pública por protección y cobijo temporal, y también capacitación laboral. Todo ello, bajo el amparo de la Ley contra la Violencia, que se actualiza cada dos años.

En Bolivia, el Padem, un programa de Solidar Suiza, logró instalar la mayor red de iniciativas ciudadanas y comunicadores locales de este país en más de un centenar de municipios. Sin embargo, el proyecto, al no recibir apoyo estatal, depende de la cooperación internacional. Esta situación pone en riesgo su continuidad.

Algo similar sucede con los 60 refugios para víctimas de violencia en México. Si bien tienen presupuesto nacional, no están del todo asegurados ni cubren todas las necesidades.

Así lo advierte Mayela Chávez, directora del Centro de Apoyo de Opciones Dignas, de la ciudad de Acuña, en el estado de Coahuila: “México es un país de leyes y firmas, hemos firmado y ratificado todos los tratados que apoyan la igualdad, la no discriminación y la eliminación de violencia contra las mujeres, pero, en la realidad, los recursos que se destinan no se dan por seguros”.

Por el momento, la participación ciudadana en la lucha contra la violencia de género en Latinoamérica se ha concentrado en la protesta social. No obstante, esta no siempre se expresa en cambios cualitativos en los ámbitos legislativo o de incremento de presupuestos.

Por el momento, la presión está enfocada en el desempeño del Estado como garante de la seguridad de las mujeres. Ahí, sin embargo, puede darse una sorpresa mayor el próximo año cuando se conozca el fallo de la Corte Interamericana de Derechos Humanos sobre la denuncia de la venezolana Linda Loaiza.

Esta mujer, quince años después de haber sido secuestrada, torturada y violada, logró que su caso llegara a esta instancia y se enjuicie al Estado por incumplir con el debido proceso. Ese día marcará un antes y un después en nuestra relación con los Estados respecto a la violencia de género.

Foto de Marcos S. González Valdés en Trend Hype / CC BY-NC-ND

¿Creer en Dios nos hace pobres?

En América Latina los países con mayor desarrollo humano son los que menos creen en Dios, mientras que los de menor desarrollo son de los que tienen más fe.

Chile, Argentina y Uruguay, los líderes latinoamericanos en IDH (índice de desarrollo humano), según el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), se distinguen además por contar con los mayores índices de ateísmo de la región, de acuerdo con el informe “Las religiones en tiempos del Papa Francisco”, de Latinobarómetro. En el extremo opuesto, Paraguay y Ecuador, dos de los países con menor índices de desarrollo humano y PIB per cápita de la región, cuentan con los menores índices de ateísmo y agnosticismo.

Las condicionantes históricas, políticas y sociales generan características particulares en cada país. Por tanto, no hay una correlación exacta entre el grado de desarrollo y el índice de ateísmo de los países. Un claro ejemplo es Centroamérica, donde Guatemala, Honduras, El Salvador y Nicaragua, algunos de los países menos desarrollados de América Latina, presentan índices de ateísmo levemente mayores a otros países más desarrollados. Este fenómeno se inscribe dentro de una fuerte mutación de las tendencias religiosas en estos países con una fuerte penetración de las iglesias evangélicas que ha debilitado fuertemente a la Iglesia católica.

Sin embargo, si en lugar de utilizar el índice de ateísmo se toma el índice de confianza en la Iglesia del Latinobarómetro y se lo compara con la renta por habitante, puede verse una fuerte correlación mayor al 70%. Esto quiere decir que hay una clara relación entre ambos índices y, que a medida que uno de los dos crece, el otro decrece.

A medida que los estados de bienestar incrementan la calidad de vida de la gente, la importancia de la religión desciende

Según Daniel Barber, un especialista en estudios religiosos, a medida que los estados de bienestar incrementan la calidad de vida de la gente, la importancia de la religión desciende.

Este fenómeno es visible en América Latina, la única región del mundo que cuenta con una religión ampliamente dominante como es el catolicismo. Entre 1995 y 2013, la cantidad de católicos ha descendido de forma constante, reduciéndose del 80% al 67% de la población, mientras que los índices de desarrollo mejoraron de forma generalizada, sobre todo en Sudamérica. Esto, debido, en gran parte, al crecimiento económico.

“Dios no nos hace pobres, pero las religiones sí lo hacen”, afirma Juan Manuel de Castells, economista y experto en historia de la religión. En varios países de América Latina, la Iglesia católica ha logrado prohibir el aborto, impedir la educación sexual y restringir el acceso a anticonceptivos y a prácticas de planificación familiar. Como resultado, afirma De Castells, tenemos altos índices de muertes de mujeres por causa de abortos inseguros, familias demasiado numerosas y abandono de niños, extensión del VIH, baja escolaridad y otros factores que afectan especialmente a las clases de menores ingresos y a la población femenina.

La correlación entre el índice de desarrollo y el ateísmo también es visible en Europa donde los países del norte son más desarrollados y presentan mayores índices de ateísmo que los del sur.

“Las religiones han sido siempre un freno al desarrollo económico, en América Latina y en el resto del mundo”, afirma De Castells. “La Historia nos enseña que sin secularización, el progreso social y económico se enfrenta a barreras infranqueables. Ni la democracia ni el respeto de los derechos humanos existen en culturas en donde la legislación se basa en libros sagrados y verdades reveladas”. 

En conclusión, mientras Barber afirma que la religión pierde peso a medida que los Estados aumentan la calidad de vida de la gente, De Castells cree que la religión en sí misma es un freno para el avance de las sociedades. Dos posturas que se resumen en una pregunta: ¿creer en Dios nos hace pobres o ser pobres nos hace creer en Dios?

Foto de markel 2007 en Trend hype / CC BY-NC-SA