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Cada persona con talento es un acto de cuidado colectivo

El cierre del Ministerio de Cultura y Patrimonio en Ecuador desnuda no solo una decisión política coyuntural, sino el fracaso de una institución que nunca logró asumir su rol estratégico en el cuidado colectivo de la creación cultural.

En un debate sobre el reciente cierre del Ministerio de Cultura y Patrimonio en Ecuador, uno de los asistentes definió el proceso creativo como un acto colectivo de cuidado; detrás de cada talento hay una comunidad que lo sostiene, y lo acoge. Entonces, este “cuidado colectivo” se construye a partir de procesos, espacios y políticas públicas; es decir, a través de un ecosistema que nutre a estos talentos para que fructifiquen.

¿El reciente cierre del Ministerio de Cultura y Patrimonio del Ecuador implica la desaparición de una institución que sostiene procesos, fomenta espacios, e impulsa políticas públicas? Sin matices, la respuesta es afirmativa. El gobierno de Daniel Noboa, como parte de sus políticas de optimización del estado, identificó de acuerdo a su criterio, que dicho Ministerio no aportaba valor añadido a la sociedad, más allá de su rol burocrático. Lo fusionó con el Ministerio de Educación, le dio un papel menor y lo ciñó a una dependencia administrativa que limita aún más su escuálido accionar.


Dicha liquidación revirtió a la institucionalidad cultural ecuatoriana, a un estadio similar al de los años 2000. Hasta la llegada de Rafael Correa, la política cultural del estado tuvo un rango subsidiario, complementado por organismos adjuntos como el Consejo Nacional de Cultura y otros “autónomos” como la Casa de la Cultura Ecuatoriana Benjamín Carrión.

El cierre de dicho Ministerio, fue tanto el resultado de una posición política, que Javier Milei lo identificó en su cuenta de X como un “fenómeno barrial” y ejemplo de que su política radical de achicamiento del estado se repetía en la región, así también como resultado del agotamiento del modelo que lo sostuvo.

Según el antropólogo y gestor cultural Fabián Saltos, los ministerios de Cultura en la región nacieron de una lógica afrancesada, entendidos como instituciones centrales públicas que organizan y guían el acto creativo. Pero bajo la lógica populista nacionalista del gobierno ecuatoriano de 2007 a 2017, que creó dicha institución, la estructura burocrática define en sí misma el alcance de la política pública. Es decir, lo importante es tener el Ministerio, el resto vendría por añadidura o por la misma sinergia de los eventos sociales y políticos.

Bajo esos parámetros, la institución fue una barca que, sin rumbo claro, logró subsistir por cerca de veinte años las continuas tormentas económicas de un país, cuyo abultado déficit fiscal, lo lleva periódicamente a revisar la lista de instituciones innecesarias que deben ser cortadas de tajo, o bajo la cuchilla de la motosierra.

Hay un dicho popular en Ecuador que dice: “a cada chancho, le llega su hornado”, lo que traduce en que a cada cerdo le llega su estofado, y eso fue lo que le sucedió al Ministerio de Cultura y Patrimonio. Los grupos más reaccionarios pidieron que muriera el mismo día de su creación, pero muchos años después finalmente fue el gobierno de Noboa quien lo degradó a Viceministerio; nuevamente dependiente del mismo Ministerio de Educación del cual inicialmente se desprendió, y con un presupuesto aún más magro.

¿Podemos decir que la razón de su democión institucional es el resultado de una visión política particular del gobierno de turno? La respuesta no es tan sencilla, y el ajuste fiscal no es la única razón. Las responsabilidades son compartidas. En un país ahogado por la violencia criminal y el desgarramiento del tejido social, dicha institución nunca ejerció ni comprendió su rol estratégico. Mientras los grupos de delincuencia organizada acechan cada aspecto de lo cotidiano, el Ministerio de Cultura debió tener un rol vital para la seguridad pública, en el mismo rango que Defensa, Interior o Gobierno; pero eso nunca ocurrió.

Desde su creación, la institución fue rehén de intereses particulares que, de acuerdo a su cercanía con el poder, manipulaban e influían sin mayor visión que el corto plazo. Se realizaban gastos para la producción de un disco del cantante popular de turno, similares al presupuesto anual de un museo local. Además, el régimen político que lo creó, con su modelo de endeudamiento compulsivo que sostuvo una falsa sensación de bienestar, lo usó como herramienta para mantener a las “hienas” que acechaban a su presa lo suficientemente contentas como para para siguieran apoyando el “proyecto”.

Su creación tuvo un trasfondo coyuntural, más que simbólico. Es decir, la institución no se originó desde la respuesta política estatal al apoyo del talento y creación artística, sino para ayudar a sostener la narrativa propagandística del nuevo país. Bajo esa lógica, lo segundo era subsidiario de lo primero.

Además, el nuevo Ministerio fungía como un ente rector en el papel, pero el devenir de las penurias económicas lo convirtió en un administrador. Administraba tarde, mal o nunca organismos adjuntos como museos, institutos u orquestas; siempre ajustado de dinero y de real capacidad transformadora.

Tercero, los fondos concursables que manejaba por medio de institutos conexos se fueron convirtiendo paulatinamente en lo más visible de la esquelética administración de turno. Fue una institución vertical y jerarquizada que tardó en adaptarse a los cambios vertiginosos propios de la creación cultural y de sus gestores, de quienes renegaba.

Finalmente, no tuvo verdadera presencia territorial y no se pudo constituir como una alternativa a instituciones culturales “independientes” de base local con financiamiento público, quienes a pesar de su decadencia y clientelismo político aún subsisten.

La desaparición de esta institución, ha pasado desapercibida para la gran mayoría, pero puede dejar grandes enseñanzas para la región. Una institución que desarrolla su gestión en el ámbito de lo creativo, debe saber adaptar su modelo de administración a la lógica de la creación artística y sus industrias; su rol primario debe ser el de disparador de procesos conceptuales que, si bien deben velar por el bienestar material de sus creadores, debe aportar a la creación de nuevas narrativas y desmitificar caducos atavismos.

Finalmente, su presencia debe ser territorial y local de manera activa para comprender que más que una institución de naturaleza social, es un organismo estratégico de seguridad. Sobre todo, debe comprender su papel en el acto de cuidado colectivo de talentos presentes y futuros.

Autor

Productor y director audiovisual, ha ejercido cargos públicos en institutos públicos de fomento cultural, y es miembro fundador de Fundación Octaedro. Es gestor social con amplia trayectoria en proyectos nacionales e internacionales.

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