Las narrativas políticas y económicas que han caracterizado los debates en América Latina han sido profundamente contaminadas por las dicotomías de la guerra fría y sus ideologías. Con asombroso simplismo y aún después de la caída del Muro de Berlín y el evidente fracaso del radicalismo de izquierda, existen, prácticamente en todos los países, grupos que toman como referencia esa visión del mundo para azuzar a la población y, cuando han tenido oportunidad, para tomar decisiones. Existen numerosos casos en los cuales esas ideas están inspiradas en un crónico antinorteamericanismo, pero, en otras, en un convencimiento sincero de que el socialismo o el comunismo tienen las respuestas.
Cualquiera que sea la razón, esos grupos terminan condicionando el debate y dificultando el salto cualitativo a las políticas sustentadas en el estudio de los productos de la Academia y de las trayectorias de países exitosos.
Por otro lado, y también con una colosal superficialidad, en todos nuestros países hay líderes políticos y economistas, los cuales, inspirados en Friedman y Hayek (o en sus intereses económicos personales), defienden un papel para las fuerzas del mercado que ignora la recesión y recuperación de la crisis que empezó en 1929, las teorías keynesianas, los análisis de Raúl Prebisch y, sobre todo, las políticas practicadas en todo país exitoso, empezando por Estados Unidos. Por ese intento de resucitar propuestas extremas del pensamiento económico liberal, las que ya habían descollado por sus falencias, es que denominamos neoliberal a ese tipo de activismo.
Hoy vivimos un resurgente consenso económico en Estados Unidos (EE.UU.), que fortalece la participación del Estado en la economía, el proteccionismo y la selección de “champions” como sujetos de subsidios estatales.
“Resurgente”, porque la realidad es que la política económica de ese país siempre ha distado mucho de lo que predica y lo que impone o fomenta directamente (como condición para la ayuda bilateral o para la firma de tratados de comercio) o indirectamente desde los organismos internacionales.
Según el economista noruego Erik Reinert, “…desde los padres fundadores, Estados Unidos siempre ha navegado en dos mundos, el activismo estatista de Alexander Hamilton y la sentencia de Thomas Jefferson de que ‘el gobierno que gobierna menos, gobierna mejor’. Con el transcurso del tiempo y el usual pragmatismo estadounidense, esta rivalidad ha sido resuelta poniendo a los jeffersonianos a cargo de la retórica, y a los hamiltonianos, a cargo de las políticas”. El proteccionismo agrícola y la participación directa del Estado en el financiamiento y ejecución de proyectos en el campo tecnológico y muchas de las políticas del new deal que nunca fueron eliminadas son solo ejemplos de ese permanente hamiltonianismo.
Pero desde la repuesta a las dificultades del 2008, el intervencionismo del Estado se ha ensanchado con especial fuerza. Ante esa crisis, se nacionalizaron y subsidiaron bancos y fábricas de vehículos y la Reserva Federal emitió el 13% el PIB para reactivar la economía. La Reserva utilizó, como criterio para esa política monetaria, la tasa de desempleo, contrario a sus prédicas neoliberales (repetidas como dogma sagrado en la mayoría de los países latinoamericanos) sobre la inconveniencia de que los bancos centrales tomen en cuenta esa variable.
La actual etapa de profundización del intervencionismo del Estado resulta del proteccionismo nacionalista de la derecha republicana y de los compromisos sociales y ambientales de los demócratas. La supuesta amenaza de China alimenta adicionalmente ese tipo de políticas.
La estrategia de este neointervencionismo busca una profunda reforma económica por medio de la intervención del Estado, utilizando todo el arsenal de herramientas a su disposición, que son dirigidas a ciertos sectores industriales, ciertas firmas y ciertas actividades económicas, y todo ello seleccionado por entes estatales, no por las fuerzas del mercado.
El cambio que se está observando no es cualitativo, ese activismo gubernamental ha caracterizado el extraordinario desarrollo de EE. UU. y todo país exitoso. Lo resaltable son otros aspectos. En primer lugar, la dimensión fiscal (cerca de 2 trillones de dólares); en segundo lugar, el crecimiento de los sectores impactados por ese neointervencionismo y, en tercer lugar, el cuestionamiento abierto al neoliberalismo y la disposición a defender el modelo distorsionador de las fuerzas del mercado por parte de prominentes miembros del establishment de EE. UU.
Pareciera que ahora el hamiltonianismo también está a cargo de la retórica. A finales de abril, nada más y nada menos que Jake Sullivan, el asesor nacional de seguridad del Gobierno, indicó que no se puede seguir ignorando “que las dependencias económicas que se generaron durante décadas de liberalización se habían vuelto peligrosas”. Agregó que las políticas “que habían energizado el proyecto americano en los años de la posguerra (y, en realidad, en mucha de nuestra historia) se habían desvanecido. Habían sucumbido ante ideas que promovían recortes en los impuestos, desregulación, privatización y libre comercio como fines en sí mismos. Había un supuesto en el fondo de todas estas políticas: que los mercados siempre eran lo mejor para la eficiencia y la asignación de los recursos”.
Esas palabras resumen el nuevo Consenso de Washington. A estas horas del partido, cuando en términos de un crecimiento económico sostenido o de desarrollo social, la prédica neoliberal carece de logros en América Latina, es necesario que los que son adictos a mimar los sermones dictados desde el norte se percaten del Consenso prevaleciente hoy en esas latitudes. Ello facilitaría mucho el debate y la construcción de las políticas de desarrollo en nuestros países.
Lo cierto es que toda economía exitosa, ya sea de vieja data o la de Singapur, Israel, Taiwán o la de la República de Corea, ha puesto en práctica políticas pragmáticas, flexibles, eclécticas; y sus dirigentes no han sido enceguecidos por los dogmas de la izquierda radical o de la derecha neoliberal.
China misma, si bien es cierto que ha dado enormes espacios a la propiedad privada y al mercado, mantiene la presencia del Estado sobre sectores estratégicos y usa profusamente incentivos de todo tipo para lograr sus objetivos económicos y sociales. Se le podrá señalar, desde algunos círculos interesados en lo geopolítico y lo económico, por el fuerte papel del Estado en la conducción del desarrollo, pero no de ser un fracaso.
De hecho, muchas de las políticas proteccionistas de las administraciones Trump y Biden buscan contrarrestar el éxito de China, no ampliando el papel de las fuerzas del mercado, sino intensificando el papel del Estado. Se trata, a pesar de la retórica, de un reconocimiento del papel del activismo gubernamental. En fin, Estados Unidos ha decidido competir con China desconfiando en algunas áreas de “la mano invisible” del mercado y confiando en “la mano visible” del Estado, precisamente la que es más visible en China. ¡Vaya paradoja!
Quizá sería exagerado referirse a los pasos de convergencia en cuanto a la política económica de ambas potencias, como el Consenso Washington-Pekín, pero también sería errado ignorar que para competir con la “estatista” China, Estados Unidos ha decidido ampliar el papel del Estado en su economía.
Las lecciones para nuestros países son gigantescas y son los neoliberales oriundos los que primero deberían tomarlas.
En fin, el que la izquierda radical y el neoliberalismo dejen espacio para una discusión de adultos sobre las mejores políticas de desarrollo, es una condición necesaria para que América Latina dé el salto.
Autor
Político y economista. Profesor de la IE University (España). Master en Economía de la Universidad de Manchester (Inglaterra). Fue diputado y ministro de Planificación y Política Económica, de Costa Rica.