Una región, todas las voces

¿Otro partido hegemónico en México?

Andrés Manuel López Obrador es el nuevo presidente constitucional de la república mexicana. Llega al cargo con el apoyo del 53% de los votantes y mayorías legislativas de su partido, el Movimiento de Regeneración Nacional (Morena). Polarizador siempre (a veces víctima y a veces beneficiario de la misma polarización que causa), hoy no pocos lo interpretan como cabeza de un proyecto hegemónico. Margarita Zavala, excandidata presidencial independiente y esposa del expresidente Felipe Calderón, quien ganó a López Obrador la Presidencia en 2006 pero perderá el buen paso a la Historia por su catastrófica “guerra contra las drogas”, ha dicho que se inaugura un “poder ilimitado”, en línea de una hegemonía obradorista.

Rubén Aguilar Valenzuela, quien fue vocero del expresidente Vicente Fox y conocido comentarista mediático, ve en Morena un próximo partido hegemónico, ya en formación. Jesús Silva-Herzog Márquez, uno de los intelectuales públicos más finos e importantes de México, lee en López Obrador y su partido-movimiento una “clara intención hegemónica”. Zavala hace una afirmación de hecho; Aguilar, una especie de predicción, y Silva-Herzog, una sugerencia. No trataré la sugerencia sino la afirmación y la predicción. ¿Es o será Morena un partido hegemónico, tal y como lo fue el famoso PRI hasta 1997?

Para contestar, precisamente se necesitan precisión conceptual y precisión empírica, y relacionarlas con claridad. Se necesita saber qué es un partido hegemónico y cuáles son los números reales del poder morenista. Sobre lo primero, dice Reniú: “Las características relevantes de este sistema son que no permite una competencia oficial (real) por el poder, ni una competencia de facto; sí se permite la existencia de otros partidos, pero siempre que estos acepten jugar un papel totalmente secundario: en ningún caso pueden competir con el partido hegemónico en términos antagónicos ni en igualdad de condiciones. Es por ello que no existe (ni se concibe, para ser más exactos) la mera posibilidad de una alternancia en el poder” (Josep María Reniú, “Giovanni Sartori y el estudio de los partidos políticos”, p. 80, en mi libro Para leer a Sartori, México, BUAP, 2009).

Dicho de otro modo, en un sistema de partido hegemónico hay una forma de competencia entre partidos mediante elecciones, pero no hay competitividad suficiente a lo largo del proceso electoral, no es una “competencia competitiva”. Por tanto, el poder y, por ende, la alternancia, no están realmente en juego, ni desde las instituciones formales ni en la práctica decisiva.

Ahora veamos los datos empíricos esenciales. México es, en este momento, una muy defectuosa democracia presidencial mixta y federal: el régimen político es democrático, el sistema de gobierno es presidencial, el sistema electoral es mixto (principio de mayoría relativa + representación proporcional) y la forma del Estado es federal. Y el Poder Legislativo federal, llamado Congreso de la Unión, es bicameral (las legislaturas de las entidades federativas son unicamerales, no hay Senados estaduales). El sistema de partidos, actualmente multipartidista, es el objeto principal bajo la lupa y sobre lo que buscamos responder. La correlación de fuerzas legislativas o el balance de poder en el Congreso es clave para ello. En la Cámara de Diputados federales, Morena cuenta con 191 bancas, y los dos partidos con que formó la «Alianza Juntos Haremos Historia», el Partido del Trabajo (PT) y el Partido Encuentro Social (PES), tienen 61 y 56, respectivamente. Juntos dan a López Obrador 308 de 500 diputados, es decir, el 61,6%. El PRI exhegemónico es la quinta fuerza en esa cámara con 45 posiciones; lo apunto como recordatorio de que las hegemonías no son eternas ni perennemente positivas para los partidos. En la Cámara de Senadores, Morena posee 55 bancas y sus aliados, 14; el PES, 8, y el PT, 6. Juntos reúnen para el presidente, 69 de 128 senadores, es decir, el 53,9%. El PRI es la tercera fuerza con 14 senadores.

Morena tiene más poder del que unos quieren conceder y menos del que unos creen que tiene o quisieran que tuviera»

Así, Morena es dueña de la Presidencia y de mayorías parlamentarias, lo que en consecuencia forma un “gobierno unificado”, el primero desde 1997. Sin embargo, esas mayorías no son calificadas, no significan el 66% necesario para reformar la Constitución. Asimismo, caben dos elementos más: el 53% de los votos con que se ganó la Presidencia no solo no es el 53% de los mexicanos ni de todos los votantes potenciales, sino que es alto para lo mexicano contemporáneo, pero no lo es tanto en la comparación internacional; tampoco tiene Morena la mayoría de las 32 gubernaturas del país. De las nueve que estuvieron en juego en la pasada elección, quitando el extraño caso del estado de Morelos, ganó cuatro y perdió cuatro, según las cifras oficiales de la jornada. Morena tiene más poder del que unos quieren conceder y menos del que unos creen que tiene o quisieran que tuviera; tiene mucho, pero no indudablemente demasiado: no es ni un poder sin límites ni un partido hegemónico.

¿Cómo sería tal cosa un partido que ha competido en una sola elección nacional (Ejecutivo federal + Congreso de la Unión) y que no puede reformar por sí mismo la Constitución como lo hizo el PRI por décadas? Un “gobierno unificado”, en general, y un “gobierno unificado no calificado” o unificado, pero sin mayoría congresual calificada, en particular, no bastan para la existencia de un sistema de partido hegemónico. No quiero decir que no haya problemas ni riesgos relativos al poder de Morena y López Obrador; digo que en los hechos actuales, en la realidad vigente, no se trata de un poder descontrolado ni hegemónico. ¿Lo será? ¿Puede llegar a serlo? Veamos.

Independientemente de las intenciones, deseos u objetivos de los actores protagónicos y necesarios, o, mejor dicho, en codependencia con estos y aquellas, existen condiciones electorales necesarias. Es decir, necesarias para verificar que se ha formado y rige un partido hegemónico. Mi perspectiva/propuesta es esta: serían necesarias por lo menos dos elecciones presidenciales y cuatro elecciones legislativas federales, dos de ellas para diputados y senadores, cuyos periodos son de tres y seis años, respectivamente, y dos intermedias solamente para diputados, que sean procesos consecutivos y en los que los resultados a favor del partido sean iguales o superiores a los obtenidos en las primeras elecciones de referencia. Estos serían criterios analíticos para la transición de un sistema pluripartidista a uno de partido hegemónico o similar desde una democracia presidencial como la mexicana. Si Morena volviera a ganar la Presidencia en la siguiente elección con el 53% o más de los votos y también volviera a ganar las tres siguientes elecciones al Congreso federal conservando o aumentando el porcentaje de sus mayorías-“gobiernos unificados”, entonces, probablemente Morena sea o se haya convertido en un partido hegemónico o en algo parecido, como algún tipo de partido predominante (en este punto, por cierto, me parece que se puede modificar y superar la clasificación de Sartori). De todos modos, como México es federal y su federalismo es tanto muy problemático como muy relevante, sería razonable decir que un nuevo partido hegemónico requeriría que la oposición perdiera cuando menos dos terceras partes del total de las gubernaturas en las dos o tres siguientes rondas electorales correspondientes.

En conclusión: hoy no hay en México un partido hegemónico; a corto plazo NO lo habrá y a mediano plazo… no necesariamente, no inevitablemente. Mas no sabemos. Nadie lo sabe. Pero si llegara a existir dicho sistema bajo Morena, no creo que pueda ser rápida y/o violentamente; podría ser por la vía lenta de la mezcla interactiva de reformas institucionales antipluralistas y anticompetitividad y victorias electorales amplias, e incluso así habría otra necesidad por cumplir: institucionalizar a Morena de tal modo que pueda existir establemente sin su fundador y líder máximo López Obrador, un hombre de 65 años. El camino hacia otro partido hegemónico en México no sería fácil ni corto. Veremos…

Pesimismo sobre el comercio, pese a su crecimiento

El último informe del Banco Interamericano de Desarrollo (BID) acaba de anunciar que el valor de las exportaciones aumentó un 9,7% en el primer semestre del año en comparación con el anterior, mientras que la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal) ha proyectado un crecimiento de 9,7% del valor de las exportaciones para este año. Así, se cierran dos años consecutivos de recuperación tras el descenso entre 2012 y 2016.

A pesar del aumento de los montos, el crecimiento del volumen de las exportaciones latinoamericanas, de apenas de 2,1%, sería, según la Cepal, menos de la mitad que el de las economías en desarrollo que, de cuerdo con la Organización Mundial del Comercio (OMC), se incrementaría un 4,6%. Más negativos aún son los datos del BID, que afirman que el volumen exportado en el primer semestre del año se ha reducido.

El estancamiento del crecimiento del volumen exportado ha tenido una compensación por el alza de los precios. En América del Sur, informó la Cepal, el crecimiento esperado, que se acerca al 10% del valor de las exportaciones, se debe en su totalidad al aumento de los precios de los productos básicos de exportación como el petróleo, los minerales y los metales. En el caso del Caribe, con un alza del 12,1%, sucede algo similar. A diferencia de estos, el crecimiento de México se debe en proporciones similares al acrecentamiento del volumen y al de los precios. Mientras en Centroamérica, el crecimiento se debería totalmente al alza del volumen exportado, ya que los precios de los productos de mayor demanda como el azúcar y el café descienden levemente. Así, las exportaciones manufactureras de México y Centroamérica se han visto beneficiadas por el mayor dinamismo de la demanda de Estados Unidos.

La principal alza se registra en las exportaciones a China, uno de los principales socios comerciales de América Latina, y estas prácticamente se limitan a materias primas y manufacturas basadas en recursos naturales. Mientras, las exportaciones intrarregionales o hacia EE. UU., caracterizadas por un mayor valor agregado, crecerían a tasas sensiblemente menores. Esto acentúa aún más la reprimarización de la producción, sobre todo en América del Sur, donde los commodities han prácticamente duplicado su peso en las últimas dos décadas.

La región ha perdido cuota de mercado en la región”.

El valor de las exportaciones latinoamericanas ha mantenido su progresión gracias al alza de los precios, sin embargo, la región “ha perdido cuota de mercado en la región”, debido, en parte, a una disminución de la competitividad, afirmó el informe del BID. A esto se suma el riesgo de un debilitamiento a futuro por la inestabilidad de la demanda exterior, la inestabilidad del dólar y las tensiones comerciales en el mundo, sobre todo entre EE. UU. y China.

En cuanto a las importaciones regionales de bienes, estas también han crecido por segundo año consecutivo con un aumento del 9,5%, pero a diferencia de lo sucedido con las exportaciones, el crecimiento responde más al del volumen que al de los precios. En concreto, las importaciones que más han crecido son las de manufacturas de China, que, en gran medida, compiten con las industrias latinoamericanas.

Para cambiar el estancamiento de las exportaciones, la salida neta de capitales y el creciente proteccionismo al que se enfrenta la región, es necesario, según la secretaria ejecutiva de la Cepal, Alicia Bárcena, “intensificar los esfuerzos dirigidos a construir un mercado regional integrado”. Y frente al bajo nivel de sofisticación de la oferta exportable, el informe del BID, “urge a adoptar políticas de integración comercial que estimulen relaciones de complementación productiva más complejas y flujos comerciales de mayor sofisticación”.

El desafío de la gobernabilidad en el Brasil de Bolsonaro

El triunfo de Jair Bolsonaro ha dado paso a las especulaciones sobre las condiciones de gobernabilidad que enfrentará una vez que esté en el poder. En el próximo Congreso estarán representados 30 partidos, y el del presidente tendrá únicamente el 5% del Senado (4 senadores) y poco más del 10% de la Cámara Baja (52 diputados), menos del 13,4% obtenido por el Partido de los Trabajadores (PT), de la presidenta Dilma Rousseff en las elecciones de 2014. El sistema político de Brasil es uno de los más fragmentados del mundo, y en cada elección viene rompiendo su propio récord. En 2014 había 28 partidos representados en la Cámara Baja. De los 30 que obtuvieron representación este año, 15 poseerán menos de 10 diputados. En 2014 ese número era de 12 partidos.

Si bien el incremento de la fragmentación puede ser pequeño en relación con la legislatura anterior, su dimensión preocupa, teniendo en cuenta los problemas de gobernabilidad que afrontó la presidenta Rousseff desde el inicio de su segundo gobierno y que derivaron en su impeachment, a pesar de haber sido elegida con una amplia coalición de partidos. Una diferencia importante es que Bolsonaro emerge de las elecciones más fuerte que Dilma en 2014. No solo por haber conseguido un porcentaje de votos mayor, 55,1% frente al 51,6% de Dilma aquel año, sino también porque Bolsonaro no carga con el peso del desgaste de un primer gobierno, y se beneficia del «crédito» dado a presidentes en el comienzo de mandato.

La estabilidad a medio y largo plazo de esos apoyos dependerá, en gran medida, de la recuperación económica.

Otro antecedente de escasa gobernabilidad es el gobierno de Fernando Collor, quien fue elegido en 1989 por una coalición de pequeños partidos con menos del 10% de los diputados, y también fue objeto de impeachment. Pero el perfil más conservador de la mayoría de los partidos y legisladores del próximo Congreso, y el respaldo más o menos explícito de algunos de ellos a Bolsonaro en la segunda vuelta, hacen factible el apoyo de más del 50% de los congresistas. Y alcanzar los tres quintos necesarios para enmiendas constitucionales tampoco parece imposible. Sin embargo, la estabilidad a medio y largo plazo de esos apoyos dependerá, en gran medida, de la recuperación económica.

Ese posible respaldo legislativo presenta, no obstante, dos obstáculos notorios. Por un lado, una de las más reiteradas promesas de campaña de Bolsonaro fue que en su gobierno los nombramientos serían exclusivamente por criterios técnicos y no implicarían acuerdos políticos. No es una promesa más. Se trata de una de las principales razones de adhesión de gran parte de su electorado: el distanciamiento de la clase política tradicional. Pero sin cargos públicos que negociar, principal mecanismo de formación de coaliciones en democracias multipartidarias, Bolsonaro difícilmente conseguirá una mayoría estable. El segundo obstáculo para afirmar apoyos es la falta de experiencia de muchos de los colaboradores próximos al presidente electo en aspectos básicos de las normas que rigen la actividad política. Exceso de “ruido” con potenciales aliados puede minar posibles acuerdos.

Sin embargo, las recientes declaraciones de uno de los hijos de Bolsonaro, que además ha sido elegido senador, sobre la posibilidad de acuerdos con el MDB, el camaleónico partido del actual presidente Michel Temer, sugieren que hay disposición para la negociación. Por otra parte, algunos nombramientos, como el del polémico juez Sergio Moro para el Ministerio de Justicia, que han suscitado amplia aceptación entre su electorado, pueden dar margen de maniobra para incursionar, en cierto grado, en negociaciones políticas sin gran reprobación por parte de sus seguidores.

La gobernabilidad está asociada, además, al debate sobre la fortaleza de las instituciones para hacer frente a eventuales desbordes autoritarios del futuro presidente. Este debate no es infundado en virtud de las polémicas declaraciones de Bolsonaro en su trayectoria como diputado, dejando clara su baja adhesión a valores democráticos básicos, incluso durante la campaña electoral. Este es un tema central, debido a que los Ejecutivos liderados por presidentes con poca adhesión a valores democráticos que cuentan con mayorías legislativas, suelen generar conflictos institucionales con el Poder Judicial. Así, el presidente del Supremo Tribunal Federal y la fiscal general de la república ya han enfatizado, en más de una ocasión desde la definición electoral, que el nuevo presidente deberá cumplir con la Constitución y respetar los derechos individuales y de las minorías. Este tipo de pronunciamiento, bastante inusuales, señalan la preocupación que genera el futuro gobierno de Bolsonaro.

Finalmente, sus reiteradas críticas hacia los medios de comunicación insinúan otro posible frente de conflictos. Si bien hay un amplio abanico de opiniones entre los analistas políticos sobre el grado de fortaleza de las instituciones democráticas del país, parece haber menos divergencias en que estas serán puestas a prueba en los próximos años.


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Ineficiencia en los sistemas de salud de América Latina

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Desde el año 2000, los sistemas de salud han sido fundamentales para el progreso sanitario en América Latina y el Caribe. La mejora de la cobertura de la asistencia se explica por la ampliación del acceso de los ciudadanos a servicios de salud con un aumento de la esperanza de vida o la disminución de las tasas de mortalidad de niños menores de 5 años. De hecho, según la OMS, gran parte de los países de la región están implementando políticas y programas que tienen como objetivo alcanzar la cobertura universal de salud. Sin embargo, más allá de los avances de las últimas décadas, todavía existen en la región necesidades no resueltas y grandes inequidades en el acceso a la salud.

En América Latina, el gasto público en sanidad en el año 2004 era del 3,7%, una cifra sensiblemente menor al mínimo recomendado del 5% necesario para garantizar ciertos estándares mínimos en los servicios de salud. La inversión, sin embargo, varía notoriamente entre países, desde un reducido 1,5% del PIB en el caso de Venezuela, hasta el 6,7% y el 10,5% en Costa Rica y Cuba, respectivamente. Para superar estas carencias y alcanzar el acceso asequible a servicios de salud de calidad para todos los ciudadanos, los diferentes Gobiernos se encuentran entre la necesidad de movilizar recursos adicionales o reestructurar los actuales niveles de inversión para alcanzar la cobertura universal.

Las políticas deben centrarse en mejorar la eficiencia de la atención de salud invirtiendo en intervenciones que logren los mejores resultados de salud e implementando esas intervenciones de manera adecuada»

En la región, el gasto total en salud aumentó de 6,3% a 7,2% entre 1995 y 2014. Pero en el contexto económico regional y mundial de este momento, gran parte de los países latinoamericanos se enfrentan a restricciones presupuestarias. Por ello, según el informe Mejor gasto para mejores vidas: cómo América Latina y el Caribe puede hacer más con menos, publicado por el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), “las políticas deben centrarse en mejorar la eficiencia de la atención de salud invirtiendo en intervenciones que logren los mejores resultados de salud e implementando esas intervenciones de manera adecuada”.

En América Latina los datos que explican la ineficiencia del gasto en salud es reducida, lo cual es una limitante al reenfocar los esfuerzos para definir políticas. Sin embargo, de acuerdo con el estudio del BID, de los 27 países de América Latina y el Caribe, 22 se encuentran en la mitad inferior del ranking de eficiencia promedio mundial, y 12 de estos, en el cuarto menos eficiente. Esto se debe a una incorrecta distribución de los recursos destinados a recursos humanos, infraestructura, medicamentos, equipos e información.

Los países de la región, sin embargo, presentan una gran heterogeneidad en términos de eficiencia del gasto. Chile es el país más eficiente y el único de la región ubicado dentro del 25% superior, donde se hallan la mayoría de los países de la OCDE, y su gran eficiencia explica sus buenos resultados en diferentes índices como la esperanza de vida al nacer. Barbados, Costa Rica, Cuba y Uruguay son los países de la región que le siguen en cuanto a eficiencia. En el extremo opuesto, los países más ineficientes en términos de inversión en salud son Bolivia, Ecuador, Guatemala, Guyana, Panamá y Surinam. Y una de las categorías en las que los países de la región presentan resultados particularmente negativos es en la provisión de acceso equitativo a los servicios de salud.

En este contexto, donde el crecimiento del presupuesto de salud es improbable, según el estudio del BID, gran parte de los países de la región podrían mejorar sensiblemente los indicadores mejorando la eficiencia. Para ello, los Gobiernos deberían “mejorar las instituciones y la gobernanza; regular los precios farmacéuticos; y ofrecer atención primaria integral”. Estos cambios se hacen imprescindibles ante el envejecimiento de la población, el aumento de la incidencia de enfermedades crónicas o los avances socioeconómicos que se traducen en una mayor demanda de servicios de salud universal y de calidad.

Brasil, luces y sombras de una disputa anunciada

En el segundo turno de las elecciones presidenciales de Brasil, de un total de 147 millones de electores, 31 millones se abstuvieron y 11 votaron en blanco o anulado. Es decir, que 42 millones de brasileños no votaron ni a Fernando Haddad (PT) ni a Jair Bolsonaro (PSL). Bolsonaro recibió 57 millones de votos, y Haddad, 47 millones, tan solo cinco más que la suma de las abstenciones, los votos blancos y los anulados. Por tanto, la decisión estrictamente racional de abstención al voto, de anularlo o de votar en blanco, ha sido muy significativa. Ha habido una toma de decisión y una elección concreta entre aquellos que se negaron a participar o a elegir entre candidatos escogidos por la coyuntura histórica y electoral del país.

Por eso, es cuestionable la idea de que Brasil se encuentre dividido en dos partes perfectamente identificables y de que esté sometido a una férrea polarización política: el petismo o lulismo, por un lado, y el antipetismo, por el otro. Lo que hay es un comportamiento político y electoral fracturado en tres partes.

No se puede, a priori, conocer las motivaciones de los electores que no votaron por ninguno de los dos candidatos; no obstante, se puede partir de la idea de que el fervor colectivo construido en Brasil en torno a esa polarización no fue suficiente combustible para motivarlos. Por otro lado, en la segunda vuelta, la opción por uno de los dos candidatos puede representar una simple adhesión contingente, sin necesariamente convertir al votante en un integrante de las filas políticas del petismo o del antipetismo.

Se presume, por ejemplo, que en los votos a Haddad, más que una afinidad al lulismo o petismo, existía un rechazo a Bolsonaro y a lo que este representaba. Se tiende a creer, entonces, que la polarización, en términos cuantitativos, es aún menor al contabilizar brasileños que se habrían embarcado en la defensa del ciclo político lulista o petista.

No se puede afirmar que el país realizó un giro a la derecha de manera rápida y fatal»

De la misma manera, de los 57 millones de adhesiones a Bolsonaro, no necesariamente el total de los votantes habrían sido fieles a sus discursos, dichos y pensamientos. Bolsonaro canalizó, fundamentalmente, un intenso antipetismo presente en ciertas franjas de la población. Es decir, que considerando lo expuesto, no se puede afirmar que el país realizó un giro a la derecha de manera rápida y fatal. Se relativiza que los brasileños despertaron, de un día para el otro, políticamente de derecha, conservadores o fascistas. Ante este panorama, algunas reflexiones podrían esclarecer el panorama:

En primero lugar, no existe una clara polarización entre petismo o lulismo y antipetismo. Este es un escenario creado artificialmente por narrativas políticas que pensaron, desde hace años, un país dividido en dos partes (por ejemplo, nosotros contra ellos, elite contra el pueblo), es una fase populista del discurso político. Y quien no se habría “encuadrado”, sería definido como fascista o de derecha. De igual forma, para el otro polo, si no se votase a “la derecha”, el riesgo sería ser definido como petista, de izquierda. Por tanto, la idea de la polarización ha tenido un poder tal que no únicamente construye “lo político”, sino también subjetividades.

En segundo lugar, Brasil no es más conservador en sus costumbres, cultura y pensamiento de lo que era una década atrás. Si muchos se sorprendieron con la escena del presidente electo, Jair Bolsonaro, rezando junto al pastor y exsenador Magno Malta, y pensaron que se estaría ingresando en una especie de “gobierno teocrático”, es porque no recuerdan las fotos de este mismo senador abrazado a Lula o de la mando con la expresidenta Dilma Rousseff. Las Iglesias evangélicas cumplieron un papel fundamental en el diálogo y contacto con las regiones más empobrecidas durante el ciclo lulista (2003-2015) y le ayudaron en la conquista del voto en sucesivas elecciones, apoyando además el programa de transferencia de renta, Bolsa Familia, que fue clave en la contención de la pobreza en Brasil. Por ello, Bolsonaro, en cierto momento, tomó una posición favorable a su continuación en un eventual gobierno, en un claro movimiento electoral.

Sin embargo, fue la “agenda identitaria”, fundamentalmente desde 2008, con aspectos como la legalización del aborto o el casamiento gay, lo que había comenzado a erosionar la relación con estas Iglesias, llevando al lulismo o petismo a perder terreno cultural, en algunos casos, de manera irreversible. Esto explica, en parte, la migración de muchas Iglesias de este tipo hacia otras filas políticas y el abandono de la narrativa petista de inclusión social de los años 2000. Por tanto, más allá de la importancia que tiene la religiosidad en los discursos del presidente electo, estas Iglesias ya habían penetrado el tejido social entre la población más pobre, que anteriormente había engrosado el voto petista.

En tercer lugar, la agenda verdaderamente conservadora de la mayoría de los votantes de Bolsonaro (y dudo que algunos que lo terminaron votando estén plenamente convencidos) está vinculada a la agenda de la flexibilización del uso de armas de fuego, la reducción de la mayoridad penal (en contra del conocimiento acumulado sobre lo contraproducente de estas medidas) y la percepción de las políticas educativas existentes en Brasil.

En cuarto lugar, Bolsonaro ganó a pesar del propio Bolsonaro, ya que la polarización política lo terminó escogiendo como antagónico al statu quo elaborado desde la redemocratización política en los años 1980. Si bien no es verdaderamente un outsider, el electorado así lo quiso percibir. Y su poca aparición en público, limitándose a ocupar las redes sociales y a comunicarse a través de frases aisladas en plataformas digitales, terminó jugando a su favor. Por momentos inyectaba ciertas dosis de radicalismo ultraderechista, dirigido a su núcleo duro de seguidores virtuales, para quienes todo parecía un simple juego. Las frustraciones individuales encontraron eco en vibraciones colectivas de discursos inflamados por la intolerancia y la falta de respeto por el otro. Finalmente, lo que en principio parecía un capítulo de la serie de ficción Black Mirror, las fake news lo convirtieron en real.

Como última reflexión, existe entre los brasileños una especie de consenso de que no se ha conocido en la historia una campaña electoral más tensa y, paradójicamente, más tibia que la vivida recientemente. Faltando diez días, nadie quería hablar más de elecciones y política. El cansancio y la indiferencia había invadido a la mayoría de los ciudadanos, y si no que lo digan los 42 millones de brasileños que se abstuvieron de apoyar a alguno de los candidatos. Esta disputa electoral anunciada hasta el hartazgo, ya se había dado como acontecimiento. Es la precesión de los simulacros, como decía Jean Baudrillard.


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Bolsonaro, el último populista latinoamericano

Jair Bolsonaro es sin dudas el nuevo fenómeno político latinoamericano y un líder populista singular en la región. Esa singularidad, sin embargo, no se debe a sus características populistas, ya que el populismo ha estado presente a lo largo de la atribulada historia latinoamericana.

A pesar de la falta de precisión de este concepto, hay relativo consenso en relación con los clásicos populismos de las décadas de los treinta y los cuarenta, como el de Perón en Argentina, Vargas en Brasil y Cárdenas en México, entre otros, con posiciones ambiguas entre izquierda y derecha, y, en algunos casos, próximas al fascismo europeo. Más tarde llegaron los populismos “neoliberales” de los noventa representados por Menem en Argentina, Fujimori en Perú o Collor en Brasil. Y la tercera oleada vendría de la mano de los populismos de la “izquierda bolivariana” de inicios del siglo XXI, que estuvo representada por Hugo Chávez, Nicolás Maduro, Evo Morales y Rafael Correa, a los que puede ser asociado el neoperonismo de Cristina Kirchner.

El discurso antisistema de Bolsonaro, muy crítico de los partidos, de los políticos y de las formas tradicionales de hacer política, presente en la mayoría de los populismos latinoamericanos, es una de las principales características que permiten clasificarlo como tal. A esto hay que sumar una proyección como salvador de la patria contra la corrupción, la delincuencia y el estancamiento económico, y un discurso divisor de la sociedad en dos grupos antagónicos: los ciudadanos honestos “de bien” vs. la élite política corrupta (fundamentalmente la izquierda, pero también el centro y la centro derecha). Cabe precisar que el discurso de una sociedad polarizada en dos grupos antagónicos, características del populismo en todas las épocas, fue usado en reiteradas ocasiones por el expresidente Lula durante sus gobiernos. De hecho, el expresidente de Brasil es considerado por algunos analistas como representante del “neopopulismo” o el “populismo de baja intensidad”.

Si bien muchos de los líderes populistas latinoamericanos irrumpieron en la política como outsiders, como Chávez, Fujimori, Morales y Correa, no fue el caso de Menem o de Cristina Kirchner»

Bolsonaro, quien lleva veintisiete años consecutivos como diputado, está lejos de ser un outsider de la política, a pesar de que se presenta como tal. Sin embargo, si bien muchos de los líderes populistas latinoamericanos irrumpieron en la política como outsiders, como Chávez, Fujimori, Morales y Correa, no fue el caso de Menem o de Cristina Kirchner, ni tampoco de Getúlio Vargas o Cárdenas, quienes tenían experiencia política antes de alcanzar el poder.

La baja aprehensión de los valores democráticos de Bolsonaro, quien ya ha manifestado que “nada se soluciona con el voto” o que “las minorías deben curvarse a las mayorías”, tampoco es una particularidad. La tentativa de golpe de Estado de Hugo Chávez, en 1992, contra el gobierno de Carlos Andrés Pérez, fue un indicador inconfundible del escaso apego a las instituciones democráticas del expresidente venezolano. El “autogolpe” de Fujimori (1992) ejemplificó su ausencia de compromiso con la democracia, si bien esto fue evidente después de iniciado su gobierno. Por otra parte, enfrentamientos con el Poder Judicial, o su cooptación, han sido frecuentes en gran parte de los populismos de la región.

La singularidad del populismo de Bolsonaro está en la combinación de una propuesta económica marcadamente liberal con una postura de extrema derecha en el espectro político. El liberalismo económico de Bolsonaro es una adhesión reciente, después de casi treinta años de un discurso de perfil nacionalista y estatista. Ese cambio parece, por lo tanto, responder más a una estrategia electoral que le atrajo el apoyo mayoritario de los empresarios que a una convicción personal.

Menem y Fujimori también fueron líderes populistas asociados a políticas económicas liberales. Sin embargo, mostraron su adhesión a estas posturas, una vez en la Presidencia, ya que habían llegado al poder con discursos económicos ambiguos. El principal eslogan de la campaña de Menem era “la revolución productiva”, sin especificar el tipo de medidas que serían aplicadas. Además, el propio histórico de su partido, el Partido Peronista, no hacía prever el giro liberal y privatizador que finalmente emprendió. Fujimori, por otro lado, era un desconocido hasta pocas semanas antes de la primera vuelta de las elecciones de Perú de 1990 y poco se sabía de sus propuestas económicas. Pero su imagen creció en la segunda vuelta, en la que enfrentó las posiciones liberales y promercado de su rival, el escritor Mario Vargas Llosa, lo que tampoco hacía suponer la posterior adhesión al neoliberalismo.

¿Cambiará Bolsonaro su postura, una vez que esté en el gobierno? No sabemos. El único populista con propuestas económicas liberales desde la campaña electoral fue su compatriota Collor de Mello, electo presidente de Brasil en 1989 (y destituido en 1992). No obstante ser el candidato de la derecha en aquella elección, Collor no era un representante de la extrema derecha. Bolsonaro, sin embargo, ha reiterada su admiración por el régimen militar instaurado en 1964, ha apelado constantemente a políticas de “mano dura”, al armamento de la población para combatir la delincuencia y se ha mostrado favorable a la tortura. Por lo tanto, a falta de similares latinoamericanos, el “Trump de los trópicos”, como ha sido llamado, o también, el “Duterte de Occidente” (en alusión al actual presidente filipino), parecen ser calificativos adecuados para describir el más reciente populismo latinoamericano.

En América Latina, el rescate bancario recaería aún en los contribuyentes

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A principios del 2008, cuando ya había comenzado a desarrollarse en Estados Unidos la crisis financiera, en un diario financiero estadounidense, Cate Ambrose, presidenta y directora ejecutiva de la Asociación Latinoamericana de Capital Privado y Capital de Riesgo, afirmaba sobre los riesgos para América Latina:

“A finales de julio [2007] cuando el pánico se extendió desde los mercados de crédito estadounidenses hasta el mercado accionario, ciertos administradores veteranos de fondos latinoamericanos se preparaban para lo peor. Estos, acostumbrados a ciclos impredecibles de volatilidad y confianza de los inversores, solo podían esperar que los fundamentales económicos —altas reservas internacionales, bajo endeudamiento, exportaciones en auge, sólida demanda doméstica e inflación y tasas de interés estables en Brasil, Chile, Colombia, Perú y México— harían la diferencia esta vez. En agosto, cuando los mercados de valores de la región cayeron en picada desde niveles históricos para luego recuperarse, el amplio consenso entre los analistas y la prensa financiera fue que América Latina estaba mejor posicionada que en el pasado para sobrellevar una crisis financiera internacional”.

Efectivamente, las economías en América Latina se encontraban mejor preparadas para afrontar la crisis financiera global, y sus mercados de crédito y financieros evitaron en gran medida efectos de contagio, haciendo que, en 2010, la economía regional se recuperara rápidamente. Incluso, en septiembre de ese mismo año, la revista The Economist declaraba en su portada: “El patio trasero de nadie: el ascenso de América Latina”.

A escala global, las consecuencias de la crisis financiera pusieron bajo la lupa el papel que deberían asumir los Gobiernos cuando sus sistemas bancarios afrontaran dificultades. Y los principales factores que atrajeron la atención fueron el riesgo moral y los costos de rescatar bancos en quiebra a expensas de los contribuyentes. Como consecuencia, el Gobierno de Estados Unidos y varios países europeos dieron el paso para cambiar sus marcos regulatorios a fin de gestionar quiebras bancarias y adoptar los regímenes de resolución efectivos (RRE), conocidos como regímenes de pérdidas compartidas (bail-in, por sus siglas en inglés), con lo cual se dejó de recurrir a los recursos provenientes de los impuestos.

En esencia, cuando un banco entra en un proceso de suspensión de pagos o en quiebra, los RRE se dirigen hacia los acreedores para que compartan las pérdidas de manera parcial o total. Debido a ello, ahora es prácticamente improbable que los Gobiernos de estas economías desarrolladas intervengan para rescatar sus sistemas bancarios.

En América Latina, la historia es diferente. Al no verse igual de afectados que sus contrapartes norteamericanas o europeas, los bancos latinoamericanos no tuvieron que ser rescatados ni solicitaron inyecciones de liquidez de sus Gobiernos. Por ello, los Gobiernos latinoamericanos no se han encontrado en la urgencia de completar las medidas acordadas con el Consejo de Estabilidad Financiera (FSB, por sus siglas en inglés) para gestionar procesos de quiebra de bancos que tengan importancia sistémica. Y la posibilidad de que en la región exista un cambio fundamental en los regímenes de resolución es muy baja, inclusive en países con marcos regulatorios relativamente más avanzados, como Brasil o México.

En América Latina, existen diferentes razones por las cuales no se están adoptando medidas para no rescatar a los bancos»

Las medidas asumidas por los países, principalmente las economías del G20, tienen como objetivo evitar el rescate de instituciones bancarias a costa y pérdida de los contribuyentes, alterar la economía, el mercado y el sistema financiero. Pero en América Latina existen diferentes razones por las cuales no se están adoptando medidas para no rescatar a los bancos. Entre ellas, los procesos electorales, los cambios de regímenes, problemas políticos internos y la flexibilidad regulatoria y financiera, aunado a las diferencias existentes en cuanto a prioridades regulatorias en cada país.

Desafortunadamente, hoy en día las economías latinoamericanas son más vulnerables a los riesgos bancarios y financieros que en los años de la crisis financiera. Con excepción de la crisis argentina y la catástrofe económico-humanitaria en Venezuela, las agitaciones actuales en la región se deben, en gran medida, a la política interna y amenazas al comercio internacional, mas no tanto a vulnerabilidades en los mercados financieros. Sin embargo, la falta de adopción de un marco regulatorio claro dirigido al rescate del sistema bancario latinoamericano es una vulnerabilidad adicional en las economías de la región.

Una generación de argentinos con miedo al futuro

La generación de argentinos que se encuentra entre los 30 y 50 años ha recibido una pesada herencia: inestabilidad económica, agitación política y flagrante corrupción. La combinación de estos tres elementos, por familiar que nos suene a los latinoamericanos, es de especial relevancia en Argentina, pues esta ha hecho que una generación entera viva desanimada, sin una visión a largo plazo y aferrada a lo que tiene por temor a perderlo todo.

Argentina es la tercer economía de América Latina y desde comienzos de los años ochenta, esta generación no sabe lo que es vivir sin devaluaciones sorpresivas, alta inflación, “corralitos” y patadas (económicas) de todo tipo. Y han visto sus activos devaluarse crisis tras crisis. Al no conocer el crédito, salvo en algunos efímeros años de estabilidad, los argentinos de dicha generación no han tenido ningún estímulo para ahorrar, pues la confianza en los bancos o en la Bolsa es inexistente, incluso ahora que el país tiene una tasa de interés del 60%, la más alta del mundo, seguida de Turquía, Irán e incluso Venezuela. La razón: ellos vieron los ahorros de sus padres desvanecerse de la noche a la mañana.

La inflación no solamente te come el bolsillo, ‘te come también los sesos”

Tampoco confían en hacer un “colchón”, pues las inflación recurrente (ahora en torno al 35%) hace que los argentinos compren al momento lo necesario (y no tan necesario) por temor al encarecimiento en pocos meses, incluso semanas. Mi nuevo vecino, llegado desde Buenos Aires a Barcelona hace ya unos nueve meses, me dice que la inflación no solamente te come el bolsillo, «te come también los sesos”.

Consumir antes que ahorrar y gastar antes que invertir. Años de mala gestión, corrupción y robos de fondos públicos hicieron que Argentina experimentara una profunda y desastrosa crisis económica entre 1998 y 2001, y que el país sucumbiera ante el populismo demagógico. Los agudos problemas políticos y económicos que sufría el país se fueron exacerbando por el enfrentamiento entre el Gobierno y el FMI y su plan de reformas astringente. Como resultado, Argentina entró en suspensión de pagos de su deuda externa, lo que la llevó al incumplimiento de cerca de 160 mil millones de dólares de deuda. Esto representa el mayor incumplimiento soberano (default) de este tipo en la historia.

Recientemente el FMI ha regresado a Argentina y ha aprobado la línea de crédito más grande que algún país haya recibido: 57 mil millones de dólares. A cambio, el gobierno del presidente Mauricio Macri se comprometió a cumplir las «recomendaciones” que la institución multilateral adjuntó en el contrato: un plan drástico de austeridad para reducir el déficit fiscal y la abstención del banco central en la intervención del mercado de divisas. Esto ha hecho que las cacerolas vuelvan a sonar en las calles y que el gobernador del banco central, Luis Caputo, renunciara a su cargo luego de asumir en junio.

Este último rescate evoca los fantasmas de los últimos treinta años, y los traumas se encuentran todavía a flor de piel. Los argentinos se aferran al empleo seguro, dado que las oportunidades son escasas en el sector privado. La tasa de paro roza ya el 10%, y aunque se encuentra todavía muy lejos de las tasas cercanas al 20% de inicios de siglo, las crisis han alimentado en mis contemporáneos argentinos una cultura que venera el funcionariado.

Ante la incertidumbre, estabilidad y miedo, el empleo estatal parece ser el deseo de esta generación, que con los años ha sido empujada hacia el conformismo. Consecuencia de esto es el sobredimensionamiento del aparato administrativo público, que se convierte en una aspiradora de talento y una máquina de deuda y que, a su vez, alimenta el círculo vicioso que, en definitiva, es buena parte del origen de las crisis económicas recurrentes en Argentina.

Hace nueve meses mi vecino decidió unirse a la —ya añeja y enorme— diáspora argentina en el mundo. Y ahora, desde España, cuenta que, aunque buena parte de sus compatriotas mantienen ese espíritu inmigrante de sus abuelos y confianza emprendedora de sus padres, son cada vez más los que tienen el entusiasmo debilitado. A mi parecer, la incertidumbre y desconfianza de esta generación no es solo un fenómeno argentino, sino uno global aún más complejo. Sin embargo, sí creo que en Argentina las crisis económicas recurrentes y los malos gobiernos —populistas o tecnócratas— han exacerbado este conformismo temeroso y quietud apática en una generación que no ha podido pensar en el futuro.

¿Hacia una democratización internacional de la desigualdad?

La desigualdad de ingresos en los países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), el club de los países ricos, se encuentra en su nivel más alto en el último medio siglo. Sin embargo, los dos países más pobres del club, México y Chile (los únicos latinoamericanos), junto a Turquía, fueron los únicos que han disminuido la desigualdad en los últimos años. Por lo tanto, si bien la brecha sigue siendo muy ancha, según datos del propio organismo, en los últimos años la desigualdad de los ingresos entre países se está reduciendo.

Si bien durante la década de 1990 y hasta la crisis económica del 2008, la renta de los hogares en los países de la OCDE creció un promedio de 1,7% al año, la desigualdad también aumentó. Esto se debe, de acuerdo con un consenso ya establecido, a que el crecimiento económico no es suficiente para reducir las brechas si no es inclusivo. Mientras que hace 25 años el ingreso promedio del 10% más rico de la población de los países desarrollados era aproximadamente 7 veces mayor que el del 10% más pobre, en la actualidad la brecha es 9 veces más alta.

Hacia finales de los años ochenta, el aumento de la desigualdad comenzó a generalizarse, y hacia la década del 2000 se extendió a países tradicionalmente de poca desigualdad»

A lo largo del tiempo, la desigualdad de ingresos en los países desarrollados ha seguido diferentes patrones, explicó el informe Una visión general de los ingresos crecientes desigualdades en los países de la OCDE: hallazgos principales, de la OCDE. A finales de 1970 y principios de 1980 la desigualdad comenzó a aumentar en países como Estados Unidos, el Reino Unido o Israel. Pero hacia finales de los ochenta, el incremento de la desigualdad comenzó a generalizarse, y hacia la década del 2000 se extendió a países tradicionalmente de poca desigualdad como Alemania, Dinamarca y Suecia, donde “creció más que en cualquier otro lugar en la década de 2000”. La principal causa de este fenómeno para parte de la Academia es la globalización, debido a que la integración comercial está asociada con altos salarios de trabajadores especializados, y el rezago de la mano de obra menos cualificada.

Mientras que en los países más desarrollados de la OCDE la desigualdad se ha incrementado en las últimas décadas, en los países menos desarrollados del club como Chile, México o Turquía, esta se redujo considerablemente desde niveles muy altos. En el caso de las potencias emergentes, en China y en la India el sostenido crecimiento económico ha ayudado a sacar a millones de personas de la pobreza, pero estos beneficios no se han distribuido uniformemente y la desigualdad de ingresos ha aumentado aún más. Del grupo de economías dinámicas emergentes, solo Brasil logró reducir en gran medida la desigualdad, según datos de la OCDE.

A pesar de la heterogeneidad, “en los años dos mil la desigualdad monetaria se redujo en casi todas las economías del mundo en desarrollo” a un ritmo moderado, afirmó Leonardo Gasparini en el informe Desigualdad en países en desarrollo: ¿ajustando las expectativas?, del Centro de Estudios Distributivos, Laborales y Sociales (Cedlas). Y durante la primera mitad de la década actual, aunque a una tasa sensiblemente menor, la desigualdad promedio siguió disminuyendo. Este fenómeno contrasta con el rápido incremento de la desigualdad que se vivió entre fines de los ochenta y principios de los dos mil, durante los años dorados del neoliberalismo.

La considerable disminución de la desigualdad de los países en vías de desarrollo está vinculada, en parte, al boom de las materias primas. Por lo tanto, un factor determinante de la desaceleración de la disminución de la desigualdad fue la desaceleración de la economía mundial luego de la crisis económica que empezó una década atrás. El enfriamiento económico implicó la baja de los términos de intercambio, lo cual había permitido mantener altos niveles de empleo, políticas laborales y reformas fiscales que financiaron ambiciosos programas sociales en muchos países exportadores de materias primas. En este marco, América Latina fue la región del mundo que más disminuyó la desigualdad desde el año 2002, con una reducción de su coeficiente de Gini cercana al 10%.

Esta reducción, sin embargo, no ha sido suficiente, ya que América Latina sigue siendo la región más desigual, por detrás de África subsahariana. Y con un Gini promedio de 0,41, se encuentra aún lejos de los países de la OCDE, cuyo índice se encuentra en torno al 0,3. Mientras en los países de la OCDE el ingreso promedio del 10% más rico es 9 veces mayor que el de los más pobres, en México y Chile, la diferencia es 25 veces mayor. Además, el índice promedio de desigualdad de los países en desarrollo aún se halla por encima del valor de principios de los ochenta, lo que evidencia las dificultades para su reducción. Sin embargo, más allá de las persistentes brechas entre países desarrollados y en vías de desarrollo, algunos estudios podrían sugerir cierta tendencia hacia una democratización de la desigualdad.

El problema del plástico también es latinoamericano

El plástico es un material resistente, ligero, duradero, moldeable, y sobre todo barato, con el que actualmente se fabrican infinidad de cosas. El plástico ha revolucionado el mundo hasta el punto de que hoy en día se producen más de 400 millones de toneladas de plástico al año. Una industria en gran expansión que espera triplicar su producción antes de mediados de este siglo y que ya genera miles de millones de dólares al año, pero que implica enormes costos medioambientales al planeta.

Los países latinoamericanos son un gran mercado en este sentido. Aunque el consumo de plástico en los países de la región sigue siendo menor que en los países avanzados, va en aumento, aunque con diferencias notables entre países. Por ejemplo, en Chile, el consumo de plástico se estima en 51 kg por persona por año. En Argentina ese consumo llega a los 44 kg anuales, y en Brasil, a 37. En Colombia y Ecuador aún no supera los 30 kg.

Hasta un 30% del plástico importado por los países latinoamericanos se transforma para ser reexportado»

En los países latinoamericanos el consumo de plástico ha sido tradicionalmente cubierto con importaciones. Sin embargo, en varios países de la región la industria del plástico está en fuerte desarrollo. Se estima que actualmente hasta un 30% del plástico importado por los países latinoamericanos se transforma para ser reexportado. En Ecuador, por ejemplo, se calcula que la industria plástica genera más de 15 mil empleos directos y hasta 60 mil más, indirectos, y representa hasta medio punto porcentual de todo el producto interior bruto del país.

Pero ¿qué pasa con todo el plástico que se consume en Latinoamérica cuando es desechado? ¿Dónde termina? De todo el plástico producido en el mundo, la mayor parte, alrededor de 260 millones de toneladas al año, termina desechado. Como ejemplo, una bolsa plástica se produce en segundos, se utiliza en promedio menos de 30 minutos, y luego tarda como mínimo 400 años en biodegradarse. Por lo tanto, el plástico desechado se está acumulando a tal velocidad que se ha convertido en una verdadera problemática de alcance global, a la que Latinoamérica no es inmune. Frente a este urgente problema, muchos países del mundo están ya fuertemente concienciados y reciclan cada vez mayores porcentajes del plástico usado. Un reciclaje que no solo tiene un propósito medioambiental, sino que además puede llegar a ser bastante rentable.

En Latinoamérica aún reciclamos muy poco del plástico que usamos. El reciclaje sigue siendo aún una oportunidad poco aprovechada. Pero esto puede estar cambiando. En marzo de este año, Bogotá acogió la Cumbre Latinoamericana Recicla, que reunió a Gobiernos, empresas, organismos multilaterales y recicladores de más de 20 países de la región, como parte de una muestra de lo que parece ser un cambio de actitud en la región.

Con una industria de reciclaje más grande y desarrollada, los países latinoamericanos no solo podrían aprovechar recursos valiosos, sino también generar más empleo e ingresos. Así mismo, incrementar los niveles de reciclaje representaría un paso importante para transitar hacia una gestión más sostenible de nuestros residuos. Una gestión que eventualmente debería tener como objetivo no solo reciclar, sino también reemplazar mucho del plástico utilizado diariamente por sustitutos biodegradables. Como ejemplo, en el mundo se consumen 5 billones de bolsas de plástico anualmente, por lo que su reemplazo por sustitutos de fibras naturales es una medida de consecuencias positivas directas en el medio ambiente.

Recientemente se promulgó en Chile una ley que prohíbe la entrega de bolsas de plástico en comercios de todo el país, convirtiéndose, así, en el primer país en adoptar esta legislación en América del Sur. Panamá también ha aprobado la prohibición total en comercios, y Colombia aplica un impuesto a las bolsas desde el año pasado. Además, países como Uruguay, Costa Rica, Bahamas o Belice están implementando medidas de lucha contra las bolsas de plástico.