Una región, todas las voces

Déjense de joder con el pueblo

Texto publicado originalmente en Perfil, de Argentina.

“Déjense de joder con el pueblo”, así tituló una vez Aníbal Ford un fuerte artículo publicado en los albores de la democracia, pues se sentía indignado con quienes sostenían que las grandes mayorías también se habían hecho de la vista gorda con la represión y el terrorismo de Estado, y tenían alguna cuota de responsabilidad por su respaldo masivo a la aventura malvinera de 1982. Yo no estaba de acuerdo con él; tímidamente ―porque, después de todo, Aníbal Ford era Aníbal Ford― argumentaba que, mal que bien, era un tema que debía ser discutido, que debíamos preguntarnos por las responsabilidades sociales, incluyendo las de los sectores populares, en aquella tragedia. Tampoco estaba de acuerdo con Aníbal, menos tímido y más risueño que yo, Oscar Landi. Aunque comprendíamos la indignación de Ford ante oportunistas y trepadores intelectuales de toda laya, nos parecía que el de las responsabilidades era un tema del que nadie se podía desentender.

Treinta y cinco años después, es curioso. Decimos creer en la democracia, pero a veces procuramos extraer el pensamiento de la gente con instrumentos que más se parecen a los de la tortura que a otras cosas. O que replican el sentido común, sobre todo la forma habitualmente tosca con que el sentido común puede manifestarse en la espontaneidad de la bronca, la frustración, la calentura, como si eso fuera lo que la gente “realmente” piensa o siente. Eso es manipulación, eso es producir una supuesta preferencia social a partir de impulsos primarios, en vez de dar lugar a la política de la palabra, el argumento, la reflexión, que nunca son espontáneos, ni están al alcance de la mano, ni se expresan de modo directo ni inmediato. Precisan la mediación, la mesura, la refinación, el diálogo. La buena política, en una palabra.

Producir una política sustentada en esa fabricación de preferencias que se basan en impulsos primarios no es política democrática, y no es nada prometedor en términos de resultados a largo plazo.

Nadie puede negar haber escuchado “está bien que les metan bala”, o “hay que matarlos a todos”, o haber sido quizás testigo de las reacciones espontáneamente salvajes de transeúntes indignados contra un chorro que es pescado in fraganti. Decir que todo esto expresa preferencias políticas o de política pública en la cuestión de la seguridad o los derechos humanos es insensato. Querer extraer de una sola pregunta formulada a quemarropa el “nivel de acuerdo” de un tipo cualquiera en relación con un hecho traumático, o a una política general, carece de sentido. Es precisamente la negación de lo que la política debe ser. Producir una política sustentada en esa fabricación de preferencias que se basan en impulsos primarios no es política democrática, y no es nada prometedor en términos de resultados a largo plazo. Sin pensar, nadie está demasiado lejos de responder a sus peores impulsos primarios, porque el problema del “malestar en la cultura” magistralmente identificado por Freud nos comprende a todos. Porque entre el “tengo ganas de matarlo” que nos sale solo como expresión y el matar por ley o tolerar la muerte ajena por parte de agentes públicos hay un océano de por medio.

Los impulsos primarios de las personas, populares o no, son en verdad espantosos. Huir, agredir, dejarnos llevar por la ira o la indignación, alegrarnos malignamente por envidia o resentimiento, burlarnos sin la menor vergüenza del contrario que está siendo goleado por nuestro equipo, humillar, son características propias del ser humano. Exclusivas muchas de ellas; otras, y no son pocas, lo aproximan a los animales. El lobo de Rubén Darío lo sabía muy bien; por eso le advertía a Francisco contra sí mismo: “Hermano Francisco, no te acerques mucho”. La sabiduría bíblica nos enseña a pedir a Dios que no nos deje caer en la tentación. La tentación es un primer impulso, yo no tengo nada en su contra pero quien no quiere caer en ella precisa elaborar lo que siente, reflexionar sobre lo que le pasa; es para eso que está la política, no para guiarse o justificarse en las encuestas. Los que están sufriendo directamente las peores condiciones de vida, de inseguridad, de privación, nada tiene de raro que carezcan de la temperancia y la mesura de quienes vivimos en condiciones mucho mejores. Pero aún esto no es tan seguro, muchos de los que viven entre privilegios, también piden gatillo fácil, así como muchos de los pobres no lo piden.

En suma, si quieren, en el Gobierno o fuera de él, línea dura con cualquier real o supuesto delincuente, línea blanda y mimos contra un aparato de seguridad que todavía es pésimo, que maltrata y hasta tortura, si no quieren poner en serio en vereda al sistema de represión estatal, que debería dejar de operar con serruchos para aprender a hacerlo con bisturíes, si desean llevar el péndulo desde el punto extremo de abolicionismo insensato que emblematiza Zaffaroni, y colocarlo en el otro punto extremo de punitivismo brutal e indiscriminado, yo les pediría con todo respeto que se dejaran de joder con el pueblo: que no le atribuyeran sus preferencias, ni al sentido común popular, ni a supuestas adhesiones populares a favor de “meter bala”, pena de muerte ni nada de eso. Que no manipulen perversamente a la gente. No se metan con la gente, háganse cargo. Déjense de joder con el pueblo.

2018: una retrospectiva de la política en A. L.

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En 2018 en América Latina hubo elecciones presidenciales en Brasil, Colombia, Costa Rica, Paraguay, México y Venezuela. En todos los casos, excepto en Venezuela, hubo también elecciones legislativas. En Perú, el presidente Pedro Pablo Kuczynski se vio obligado a renunciar ante un inminente impeachment; fue aprobada una reforma constitucional en Ecuador que derogó la posibilidad de reelección indefinida del presidente y en Chile comenzó un nuevo Gobierno de coalición de tendencia política de centro derecha que llevó a Sebastián Piñera a la Presidencia por segunda vez.

Sin dudas, los dos acontecimientos electorales más significativos de la región, y que implicaron un vendaval político en los respectivos países, fueron la elección del izquierdista López Obrador en México y del ultraderechista Bolsonaro en Brasil. Las dos mayores democracias de la región, y las principales economías, giraron en sentido ideológico opuesto. En ambos casos supuso una alternancia política de carácter histórica, dada la falta de antecedentes similares.

Las diferencias no se limitan al perfil ideológico de los candidatos. La coalición política que apoyó a López Obrador obtuvo la mayoría absoluta en ambas casas legislativas y podrá aprobar sin mayores dificultades las propuestas de reformas, que, según el nuevo presidente, pretenden transformar radicalmente a la sociedad y a la política mexicanas. Bolsonaro, que también ha prometido cambiar completamente la forma de hacer política en Brasil y una transformación radical en diferentes ámbitos de la sociedad, no tiene un respaldo tan seguro como su par mexicano, dado el alto grado de fragmentación del sistema político brasileño. El partido de Bolsonaro no tiene mayoría en ninguna de las casas legislativas. Si bien el perfil más conservador de gran parte de los legisladores electos de otros partidos no hace imposible prever apoyos significativos, su tentativa de buscar ante todo el respaldo de bancadas específicas de legisladores (bancada evangélica, de productores rurales, etc.) y no de partidos, como quedó en evidencia con la formación de su gabinete ministerial, ha generado gran incógnita sobre el grado de efectividad de esta modalidad, dado su carácter inédito, que exigirá, previsiblemente, amplias negociaciones para cada propuesta de gobierno.

A pesar de esas diferencias relevantes, los triunfos de López Obrador y Bolsonaro tienen en común, además de sus perfiles personalistas, o populistas para muchos, haber causado un significativo derrumbe electoral de los principales partidos que venían alternándose en el poder en las últimas décadas en cada país. La incapacidad de estos partidos para atender, o continuar atendiendo, las demandas de la mayoría de la población, de sintonizar con amplios sectores populares y, fundamentalmente, el involucramiento en reiterados casos de corrupción, derivaron en un hartazgo de la mayoría de los electores con las hasta ahora principales fuerzas políticas en estos países.

Si los nuevos gobernantes iniciarán realmente una etapa más virtuosa en relación con la corrupción, aún no se sabe

El tema de la corrupción fue también, junto a la propuesta de revisión del acuerdo de paz con las FARC, una de las dos principales banderas de campaña del nuevo presidente colombiano, Iván Duque. Por otro lado, la inhabilitación para participar en la vida pública de los condenados por corrupción fue una de las seis reformas aprobadas en el referéndum constitucional en Ecuador. Y fue por denuncias de corrupción y supuesta compra de votos para impedir un impeachment, que el presidente peruano Kuczynski debió renunciar ante una eminente destitución por parte de un Congreso donde no contaba con mayoría y enfrentaba férrea oposición. Si los nuevos gobernantes iniciarán realmente una etapa más virtuosa en relación con la corrupción, aún no se sabe, pero el tema continuará siendo atentamente seguido en estos países, tanto por los electores como por los partidos que ahora pasan a la oposición, además de otras instituciones de control.

Contrastando con el clima de tsunami político en Brasil y México, está la previsibilidad de los resultados electorales en Paraguay y Venezuela. En el primer caso, la continuidad en el poder del Partido Colorado indica baja competitividad política en el país y un amplio control de los recursos de poder del Estado por parte del principal partido político. En el caso de Venezuela, la previsible reelección, en medio de graves irregularidades, del presidente Maduro, muestra un gobierno que no cuenta con las condiciones mínimas de credibilidad democrática.

Saliendo del panorama estrictamente electoral, en Argentina, en medio de una grave crisis financiera y económica, se sucedieron protestas masivas contra el gobierno de Macri y sus medidas de ajuste. El clima social y político ha sido más grave aún en Nicaragua, donde protestas estudiantiles y de grupos opositores fueron y continúan siendo violentamente reprimidas por parte del gobierno de Ortega, cada vez más aislado en la comunidad internacional, así como Venezuela, país que continuó envuelto en una crisis política, económica y humanitaria sin precedentes, con la masiva emigración de su población como principal ejemplo y efecto de dicha crisis, que se ha transformado en una emergencia de carácter regional. En los últimos meses, las protestas populares contra una cuarta candidatura de Evo Morales incluyeron a Bolivia entre los países con masivas movilizaciones populares, que previsiblemente deben intensificarse el próximo año.

Si bien, como se ha visto, la preocupación con la corrupción política ha estado en el centro de la vida política en varios países de la región, América Latina no es una homogeneidad. Varias alternancias políticas a la derecha coinciden con el cambio a la izquierda de una de las mayores democracias de la región. Y la consolidación de las instituciones democráticas en varios países coincide con desafíos a estas o con el continuo deterioro de la democracia en otros.

Evo y la lección de Roosevelt

Ya lo sabíamos: Evo Morales quiere seguir siendo presidente. Muchos bolivianos quieren que siga siéndolo, cierto. Pero no la mayoría nítida (51%) de los que participaron en 2016 en el referéndum convocado por el oficialismo para decidir sobre su reelección sin límites, como los del artículo 168 de la Constitución.

Un referéndum, supongamos que sin conceder, porque es debatible, suficientemente legítimo y además legal, pero contra texto constitucional respetable y, finalmente, más prodemocrático. Evo desobedece el resultado (también suficientemente legítimo y legal) y la Constitución para buscar satisfacer sus deseos presidenciales. El Tribunal Constitucional y el Tribunal Supremo Electoral le han obsequiado la posibilidad jurídica de satisfacción. Lo ha hecho el Constitucional con argumentos bastante cortos y acaso personalizados, aunque terminen por autorizar la reelección extendida de asambleístas, concejales y otros cargos: usando la idea del derecho de todo individuo de votar y de ser votado, que está plasmada en la Convención Americana sobre Derechos Humanos, los magistrados privilegiaron una idea sobre los derechos políticos de individuos ya poderosos, para, en los hechos, “garantizar” el “derecho” del Ejecutivo encarnado en Evo a ser votado en cualquier cantidad de elecciones, aunque pasando por encima de necesidades institucionales y culturales del futuro democrático boliviano. ¿Sabrán el daño que hacen a la democracia y al nombre de Evo Morales?

La reelección presidencial no es inherentemente antidemocrática y viceversa, pero sí es democráticamente conveniente limitarla, sobre todo en contextos históricos como el de Latinoamérica. Tiene sentido limitar el ejercicio presidencial a pocos periodos, consecutivos y no consecutivos; todo, bajo sistemas electorales que protejan la competitividad e institucionalicen la incertidumbre, como dijera el politólogo Adam Przeworski (certeza institucional sobre el proceso democrático de competencia, sin que, en general, sepamos de antemano el resultado por no haber ganadores prefijados por “el sistema”). No significa lo mismo la posibilidad de reelección ilimitada de miembros de poderes legislativos que la de titulares de poderes Ejecutivos unipersonales. Mucho más que limitar la reelección legislativa, limitar la reelección presidencial consecutiva en una democracia es a favor de la democracia. Incluso en casos de presidentes que puedan gustarnos, sean de izquierda o de derecha, como el caso de uno que a mí me gusta por su progresismo: Franklin Delano Roosevelt (hoy, y cuando menos desde 2008, FDR sería capitalista pero antineoliberal, o antineoliberal pero capitalista). La experiencia de Estados Unidos con Roosevelt y tras él es digna de consideración.

Nota anti- “antimperialistas”: no creo que Estados Unidos sea el modelo infalible por imitar ni nada parecido. ¡Y menos ahora con el desquiciado Trump! Es solo que en el detalle institucional de la reelección en la Presidencia tiene un buen equilibrio que es importable o adaptable: periodo de cuatro años y posibilidad de reelegirse por una sola ocasión. Es la Enmienda 22: “Ninguna persona será electa para el cargo de Presidente más de dos veces”. Es decir, dos periodos completos de Gobierno como máximo y una sola posibilidad de reelección. La otra parte de la cláusula dice que “una persona que haya tenido el cargo de Presidente, o actuado como Presidente, por más de dos años de un periodo para el cual otra persona fue electa Presidente, no será electa para el cargo de Presidente más de una vez“. El origen de esta enmienda constitucional tiene que ver con la presidencia rooseveltiana.

¿Qué pasa cuando no hay ni circunstancias extraordinarias ni personajes de la talla y calidad de Franklin Roosevelt?

Antes de Roosevelt, la Constitución permitía al presidente reelegirse indefinidamente. Con total exactitud: el texto constitucional no prohibía al titular de la Presidencia buscar y competir por ser reelecto para cualquier cantidad de periodos, fueran sucesivos o no. Ulysses Grant quiso reelegirse por tercera vez en 1880, pero no obtuvo la candidatura de su partido. Teddy Roosevelt buscó sin éxito ser presidente por tercera vez en 1912; lo hizo después de que en 1908 decidiera no buscar la reelección para un tercer periodo consecutivo. El único que deseó, intentó y logró ser presidente tres veces, y tres seguidas, fue nuestro Roosevelt, quien rompió, así, la esencia de la regla no escrita que quisieron pero no pudieron romper Grant y el otro Roosevelt: no quedarse en la Presidencia por más de dos periodos en atención al ejemplo de George Washington, quien solo tuvo una reelección. Y FDR no solo fue reelecto por una inédita segunda vez y para un inédito tercer periodo en 1940: fue reelecto por tercera vez para un cuarto periodo en 1944. De no haber muerto antes, habría sido presidente de Estados Unidos de 1932 a 1948, durante 16 años, casi 4 menos de los que Evo Morales acumularía, de ganar su tercera reelección y cuarto periodo presidenciales.

Sin duda, me parece mejor que Roosevelt haya ocupado la Presidencia no solo después de la crisis financiera de 1929, sino durante la Segunda Guerra Mundial, pero no pueden obviarse dos grandes hechos: por un lado, las circunstancias implicadas fueron extraordinarias en todos los sentidos; por el otro, fue mejor para la democracia estadounidense que la Enmienda 22 fuera aprobada por el Congreso federal en 1947 y ratificada por una mayoría de estados en 1951. ¿Qué pasa cuando no hay ni circunstancias extraordinarias ni personajes de la talla y calidad de Franklin Roosevelt?

La configuración de cuatrienio presidencial y posibilidad de reelección para un periodo más es una muy buena solución democrática. Cuando existe sexenio, como en México, puede ser mejor prohibir toda reelección presidencial. Si en México se quisiera tener, lo mejor sería entonces disminuir el periodo de 6 a 4 años y solo permitir la reelección inmediata por una sola vez. Son mejores esquemas por ser menos problemáticos y menos desestabilizadores, con mejores mensajes contextuales para la cultura política. Los modelos evistas de fondo (antes, quinquenio con dos reelecciones continuas y, ahora, quinquenio con tres reelecciones o reelección ilimitada) no son mejores. Para nada. No lo son si se piensa en la dimensión estabilidad, pero tampoco si se piensa realistamente en la dimensión democratización real en un sistema presidencial latinoamericano. Sexenio o quinquenio y una sola reelección inmediata podría ser todavía aceptable genéricamente, pero quinquenio y dos o más reelecciones no es aceptable ni genéricamente ni específicamente. ¡No más, Evo!

Así como Evo Morales debe pensar en “su gente”, también debería pensar en la democracia más allá de él. Debería pensar también en su nombre. Que eso no sería egoísmo. Para mí, sin ser acrítico, su legado hasta el momento es mejor que el de Correa, mucho mejor que el de Chávez e infinitamente superior al de Ortega y Maduro. No hay que tirarlo reeleccionistamente por la borda.

La cuarta postulación de Evo Morales enfrenta a los bolivianos

La decisión del Tribunal Electoral boliviano, la semana pasada, de dar luz verde al binomio oficialista para participar en las elecciones primarias de enero y, en consecuencia, habilitar a Evo Morales para optar por una cuarta reelección continua, ha sido respondida con protestas ciudadanas en redes sociales y en las calles, que adelantan no solo una campaña electoral fogosa y agresiva, sino también mediada por la violencia, como ya se vivió en otros países de la región.

El más reciente de estos hechos sucedió el martes 11, una semana después del veredicto del órgano electoral, cuando una marcha de universitarios de Santa Cruz de la Sierra terminó con la quema de parte de las oficinas del Tribunal Electoral de esa ciudad en el oriente del país. El oficialismo condenó la violencia, y la oposición responsabilizó de este exceso a infiltrados del Gobierno.

Esta marcha estuvo precedida por un paro cívico en varias ciudades el jueves 6, cuando también hubo roces e incluso peleas en las calles, en un país donde se ha vuelto todo un desafío mantener una conversación en una mesa familiar en la que hay posiciones políticas enfrentadas.

A ello se suman las amenazas y contramenazas de procesos penales e incluso el cerco de ciudades, como advirtieron dirigentes vinculados al partido oficialista MAS contra las personas que se movilicen y opongan a esta nueva y cuarta postulación de Evo Morales, que está en el cargo desde el 22 de enero de 2006, y durante tres periodos continuos. Esto lo convierte en el presidente que más tiempo gobernó Bolivia.

Fue el propio Morales y su partido los que convocaron el 21 de febrero de 2016 a un referéndum para modificar el artículo 168 de la Constitución, aprobada por él mismo en 2009, y que ordena solo una reelección continua y un periodo presidencial de cinco años. Lo hicieron precisamente con el fin de constitucionalizar la repostulación y abrir las puertas a un cuarto mandato para el periodo 2020-2025.

Al final, el 51,3% de los votantes, alrededor de 2,6 millones de personas, rechazó dicha modificación, y son hoy quienes, mediante el lema “Bolivia dijo no”, conforman, en parte, las plataformas ciudadanas de rechazo a la repostulación y de cumplimiento del voto del soberano.

Si el pueblo dice no, qué podemos hacer, no vamos a hacer golpe de Estado, tenemos que irnos callados”

Antes y después del referéndum, el Gobierno se comprometió a respetar los resultados, y de ello quedan registros, como las declaraciones del presidente Morales cuando afirmó en una conferencia de prensa: “Si el pueblo dice no, qué podemos hacer, no vamos a hacer golpe de Estado, tenemos que irnos callados”.

A pesar de ello, el 28 de noviembre de 2017, el Tribunal Constitucional no solo autorizó una postulación de Morales, sino también la reelección consecutiva sin límites al “declarar la aplicación preferente” de los “derechos políticos” por sobre la Constitución.

Así, el fallo de este Tribunal respondió a un recurso contra la limitante que ordena la carta magna a los mandatos consecutivos que presentó el MAS, y para ello apeló a una disposición de la Convención Americana sobre Derechos Humanos.

La decisión oficialista de hacer que Morales siguiera en el cargo de primera autoridad del país terminó de consumarse este 4 de diciembre de 2018, cuando los vocales del Tribunal Electoral, con cuatro votos a favor y dos disidentes, lo habilitaron como candidato, junto a su actual vicepresidente, Álvaro García Linera, para las elecciones primarias de enero próximo.

La particularidad de estas elecciones primarias no es que sea la primera vez que se realizan, sino que los nueve partidos y frentes que participan, incluyendo al gobernante MAS, presentaron candidaturas únicas.

Es decir, que más allá de los resultados y del proceso, cuyo costo está calculado en cerca de cuatro millones de dólares, al no existir competencia dentro de los partidos, los candidatos habilitados serán los mismos que se presenten para las elecciones de octubre de 2019.

En esa fecha se definirá la permanencia del MAS y de Evo Morales, como uno de los soldados del llamado socialismo del siglo XXI, al que aún pertenecen países como Venezuela y Nicaragua, donde igualmente hubo acciones para eliminar los límites constitucionales a las reelecciones, que, por otro lado, también derivaron en situaciones violentas y de enfrentamiento entre ciudadanos.

¿Otro partido hegemónico en México?

Andrés Manuel López Obrador es el nuevo presidente constitucional de la república mexicana. Llega al cargo con el apoyo del 53% de los votantes y mayorías legislativas de su partido, el Movimiento de Regeneración Nacional (Morena). Polarizador siempre (a veces víctima y a veces beneficiario de la misma polarización que causa), hoy no pocos lo interpretan como cabeza de un proyecto hegemónico. Margarita Zavala, excandidata presidencial independiente y esposa del expresidente Felipe Calderón, quien ganó a López Obrador la Presidencia en 2006 pero perderá el buen paso a la Historia por su catastrófica “guerra contra las drogas”, ha dicho que se inaugura un “poder ilimitado”, en línea de una hegemonía obradorista.

Rubén Aguilar Valenzuela, quien fue vocero del expresidente Vicente Fox y conocido comentarista mediático, ve en Morena un próximo partido hegemónico, ya en formación. Jesús Silva-Herzog Márquez, uno de los intelectuales públicos más finos e importantes de México, lee en López Obrador y su partido-movimiento una “clara intención hegemónica”. Zavala hace una afirmación de hecho; Aguilar, una especie de predicción, y Silva-Herzog, una sugerencia. No trataré la sugerencia sino la afirmación y la predicción. ¿Es o será Morena un partido hegemónico, tal y como lo fue el famoso PRI hasta 1997?

Para contestar, precisamente se necesitan precisión conceptual y precisión empírica, y relacionarlas con claridad. Se necesita saber qué es un partido hegemónico y cuáles son los números reales del poder morenista. Sobre lo primero, dice Reniú: “Las características relevantes de este sistema son que no permite una competencia oficial (real) por el poder, ni una competencia de facto; sí se permite la existencia de otros partidos, pero siempre que estos acepten jugar un papel totalmente secundario: en ningún caso pueden competir con el partido hegemónico en términos antagónicos ni en igualdad de condiciones. Es por ello que no existe (ni se concibe, para ser más exactos) la mera posibilidad de una alternancia en el poder” (Josep María Reniú, “Giovanni Sartori y el estudio de los partidos políticos”, p. 80, en mi libro Para leer a Sartori, México, BUAP, 2009).

Dicho de otro modo, en un sistema de partido hegemónico hay una forma de competencia entre partidos mediante elecciones, pero no hay competitividad suficiente a lo largo del proceso electoral, no es una “competencia competitiva”. Por tanto, el poder y, por ende, la alternancia, no están realmente en juego, ni desde las instituciones formales ni en la práctica decisiva.

Ahora veamos los datos empíricos esenciales. México es, en este momento, una muy defectuosa democracia presidencial mixta y federal: el régimen político es democrático, el sistema de gobierno es presidencial, el sistema electoral es mixto (principio de mayoría relativa + representación proporcional) y la forma del Estado es federal. Y el Poder Legislativo federal, llamado Congreso de la Unión, es bicameral (las legislaturas de las entidades federativas son unicamerales, no hay Senados estaduales). El sistema de partidos, actualmente multipartidista, es el objeto principal bajo la lupa y sobre lo que buscamos responder. La correlación de fuerzas legislativas o el balance de poder en el Congreso es clave para ello. En la Cámara de Diputados federales, Morena cuenta con 191 bancas, y los dos partidos con que formó la «Alianza Juntos Haremos Historia», el Partido del Trabajo (PT) y el Partido Encuentro Social (PES), tienen 61 y 56, respectivamente. Juntos dan a López Obrador 308 de 500 diputados, es decir, el 61,6%. El PRI exhegemónico es la quinta fuerza en esa cámara con 45 posiciones; lo apunto como recordatorio de que las hegemonías no son eternas ni perennemente positivas para los partidos. En la Cámara de Senadores, Morena posee 55 bancas y sus aliados, 14; el PES, 8, y el PT, 6. Juntos reúnen para el presidente, 69 de 128 senadores, es decir, el 53,9%. El PRI es la tercera fuerza con 14 senadores.

Morena tiene más poder del que unos quieren conceder y menos del que unos creen que tiene o quisieran que tuviera»

Así, Morena es dueña de la Presidencia y de mayorías parlamentarias, lo que en consecuencia forma un “gobierno unificado”, el primero desde 1997. Sin embargo, esas mayorías no son calificadas, no significan el 66% necesario para reformar la Constitución. Asimismo, caben dos elementos más: el 53% de los votos con que se ganó la Presidencia no solo no es el 53% de los mexicanos ni de todos los votantes potenciales, sino que es alto para lo mexicano contemporáneo, pero no lo es tanto en la comparación internacional; tampoco tiene Morena la mayoría de las 32 gubernaturas del país. De las nueve que estuvieron en juego en la pasada elección, quitando el extraño caso del estado de Morelos, ganó cuatro y perdió cuatro, según las cifras oficiales de la jornada. Morena tiene más poder del que unos quieren conceder y menos del que unos creen que tiene o quisieran que tuviera; tiene mucho, pero no indudablemente demasiado: no es ni un poder sin límites ni un partido hegemónico.

¿Cómo sería tal cosa un partido que ha competido en una sola elección nacional (Ejecutivo federal + Congreso de la Unión) y que no puede reformar por sí mismo la Constitución como lo hizo el PRI por décadas? Un “gobierno unificado”, en general, y un “gobierno unificado no calificado” o unificado, pero sin mayoría congresual calificada, en particular, no bastan para la existencia de un sistema de partido hegemónico. No quiero decir que no haya problemas ni riesgos relativos al poder de Morena y López Obrador; digo que en los hechos actuales, en la realidad vigente, no se trata de un poder descontrolado ni hegemónico. ¿Lo será? ¿Puede llegar a serlo? Veamos.

Independientemente de las intenciones, deseos u objetivos de los actores protagónicos y necesarios, o, mejor dicho, en codependencia con estos y aquellas, existen condiciones electorales necesarias. Es decir, necesarias para verificar que se ha formado y rige un partido hegemónico. Mi perspectiva/propuesta es esta: serían necesarias por lo menos dos elecciones presidenciales y cuatro elecciones legislativas federales, dos de ellas para diputados y senadores, cuyos periodos son de tres y seis años, respectivamente, y dos intermedias solamente para diputados, que sean procesos consecutivos y en los que los resultados a favor del partido sean iguales o superiores a los obtenidos en las primeras elecciones de referencia. Estos serían criterios analíticos para la transición de un sistema pluripartidista a uno de partido hegemónico o similar desde una democracia presidencial como la mexicana. Si Morena volviera a ganar la Presidencia en la siguiente elección con el 53% o más de los votos y también volviera a ganar las tres siguientes elecciones al Congreso federal conservando o aumentando el porcentaje de sus mayorías-“gobiernos unificados”, entonces, probablemente Morena sea o se haya convertido en un partido hegemónico o en algo parecido, como algún tipo de partido predominante (en este punto, por cierto, me parece que se puede modificar y superar la clasificación de Sartori). De todos modos, como México es federal y su federalismo es tanto muy problemático como muy relevante, sería razonable decir que un nuevo partido hegemónico requeriría que la oposición perdiera cuando menos dos terceras partes del total de las gubernaturas en las dos o tres siguientes rondas electorales correspondientes.

En conclusión: hoy no hay en México un partido hegemónico; a corto plazo NO lo habrá y a mediano plazo… no necesariamente, no inevitablemente. Mas no sabemos. Nadie lo sabe. Pero si llegara a existir dicho sistema bajo Morena, no creo que pueda ser rápida y/o violentamente; podría ser por la vía lenta de la mezcla interactiva de reformas institucionales antipluralistas y anticompetitividad y victorias electorales amplias, e incluso así habría otra necesidad por cumplir: institucionalizar a Morena de tal modo que pueda existir establemente sin su fundador y líder máximo López Obrador, un hombre de 65 años. El camino hacia otro partido hegemónico en México no sería fácil ni corto. Veremos…

Pesimismo sobre el comercio, pese a su crecimiento

El último informe del Banco Interamericano de Desarrollo (BID) acaba de anunciar que el valor de las exportaciones aumentó un 9,7% en el primer semestre del año en comparación con el anterior, mientras que la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal) ha proyectado un crecimiento de 9,7% del valor de las exportaciones para este año. Así, se cierran dos años consecutivos de recuperación tras el descenso entre 2012 y 2016.

A pesar del aumento de los montos, el crecimiento del volumen de las exportaciones latinoamericanas, de apenas de 2,1%, sería, según la Cepal, menos de la mitad que el de las economías en desarrollo que, de cuerdo con la Organización Mundial del Comercio (OMC), se incrementaría un 4,6%. Más negativos aún son los datos del BID, que afirman que el volumen exportado en el primer semestre del año se ha reducido.

El estancamiento del crecimiento del volumen exportado ha tenido una compensación por el alza de los precios. En América del Sur, informó la Cepal, el crecimiento esperado, que se acerca al 10% del valor de las exportaciones, se debe en su totalidad al aumento de los precios de los productos básicos de exportación como el petróleo, los minerales y los metales. En el caso del Caribe, con un alza del 12,1%, sucede algo similar. A diferencia de estos, el crecimiento de México se debe en proporciones similares al acrecentamiento del volumen y al de los precios. Mientras en Centroamérica, el crecimiento se debería totalmente al alza del volumen exportado, ya que los precios de los productos de mayor demanda como el azúcar y el café descienden levemente. Así, las exportaciones manufactureras de México y Centroamérica se han visto beneficiadas por el mayor dinamismo de la demanda de Estados Unidos.

La principal alza se registra en las exportaciones a China, uno de los principales socios comerciales de América Latina, y estas prácticamente se limitan a materias primas y manufacturas basadas en recursos naturales. Mientras, las exportaciones intrarregionales o hacia EE. UU., caracterizadas por un mayor valor agregado, crecerían a tasas sensiblemente menores. Esto acentúa aún más la reprimarización de la producción, sobre todo en América del Sur, donde los commodities han prácticamente duplicado su peso en las últimas dos décadas.

La región ha perdido cuota de mercado en la región”.

El valor de las exportaciones latinoamericanas ha mantenido su progresión gracias al alza de los precios, sin embargo, la región “ha perdido cuota de mercado en la región”, debido, en parte, a una disminución de la competitividad, afirmó el informe del BID. A esto se suma el riesgo de un debilitamiento a futuro por la inestabilidad de la demanda exterior, la inestabilidad del dólar y las tensiones comerciales en el mundo, sobre todo entre EE. UU. y China.

En cuanto a las importaciones regionales de bienes, estas también han crecido por segundo año consecutivo con un aumento del 9,5%, pero a diferencia de lo sucedido con las exportaciones, el crecimiento responde más al del volumen que al de los precios. En concreto, las importaciones que más han crecido son las de manufacturas de China, que, en gran medida, compiten con las industrias latinoamericanas.

Para cambiar el estancamiento de las exportaciones, la salida neta de capitales y el creciente proteccionismo al que se enfrenta la región, es necesario, según la secretaria ejecutiva de la Cepal, Alicia Bárcena, “intensificar los esfuerzos dirigidos a construir un mercado regional integrado”. Y frente al bajo nivel de sofisticación de la oferta exportable, el informe del BID, “urge a adoptar políticas de integración comercial que estimulen relaciones de complementación productiva más complejas y flujos comerciales de mayor sofisticación”.

El desafío de la gobernabilidad en el Brasil de Bolsonaro

El triunfo de Jair Bolsonaro ha dado paso a las especulaciones sobre las condiciones de gobernabilidad que enfrentará una vez que esté en el poder. En el próximo Congreso estarán representados 30 partidos, y el del presidente tendrá únicamente el 5% del Senado (4 senadores) y poco más del 10% de la Cámara Baja (52 diputados), menos del 13,4% obtenido por el Partido de los Trabajadores (PT), de la presidenta Dilma Rousseff en las elecciones de 2014. El sistema político de Brasil es uno de los más fragmentados del mundo, y en cada elección viene rompiendo su propio récord. En 2014 había 28 partidos representados en la Cámara Baja. De los 30 que obtuvieron representación este año, 15 poseerán menos de 10 diputados. En 2014 ese número era de 12 partidos.

Si bien el incremento de la fragmentación puede ser pequeño en relación con la legislatura anterior, su dimensión preocupa, teniendo en cuenta los problemas de gobernabilidad que afrontó la presidenta Rousseff desde el inicio de su segundo gobierno y que derivaron en su impeachment, a pesar de haber sido elegida con una amplia coalición de partidos. Una diferencia importante es que Bolsonaro emerge de las elecciones más fuerte que Dilma en 2014. No solo por haber conseguido un porcentaje de votos mayor, 55,1% frente al 51,6% de Dilma aquel año, sino también porque Bolsonaro no carga con el peso del desgaste de un primer gobierno, y se beneficia del «crédito» dado a presidentes en el comienzo de mandato.

La estabilidad a medio y largo plazo de esos apoyos dependerá, en gran medida, de la recuperación económica.

Otro antecedente de escasa gobernabilidad es el gobierno de Fernando Collor, quien fue elegido en 1989 por una coalición de pequeños partidos con menos del 10% de los diputados, y también fue objeto de impeachment. Pero el perfil más conservador de la mayoría de los partidos y legisladores del próximo Congreso, y el respaldo más o menos explícito de algunos de ellos a Bolsonaro en la segunda vuelta, hacen factible el apoyo de más del 50% de los congresistas. Y alcanzar los tres quintos necesarios para enmiendas constitucionales tampoco parece imposible. Sin embargo, la estabilidad a medio y largo plazo de esos apoyos dependerá, en gran medida, de la recuperación económica.

Ese posible respaldo legislativo presenta, no obstante, dos obstáculos notorios. Por un lado, una de las más reiteradas promesas de campaña de Bolsonaro fue que en su gobierno los nombramientos serían exclusivamente por criterios técnicos y no implicarían acuerdos políticos. No es una promesa más. Se trata de una de las principales razones de adhesión de gran parte de su electorado: el distanciamiento de la clase política tradicional. Pero sin cargos públicos que negociar, principal mecanismo de formación de coaliciones en democracias multipartidarias, Bolsonaro difícilmente conseguirá una mayoría estable. El segundo obstáculo para afirmar apoyos es la falta de experiencia de muchos de los colaboradores próximos al presidente electo en aspectos básicos de las normas que rigen la actividad política. Exceso de “ruido” con potenciales aliados puede minar posibles acuerdos.

Sin embargo, las recientes declaraciones de uno de los hijos de Bolsonaro, que además ha sido elegido senador, sobre la posibilidad de acuerdos con el MDB, el camaleónico partido del actual presidente Michel Temer, sugieren que hay disposición para la negociación. Por otra parte, algunos nombramientos, como el del polémico juez Sergio Moro para el Ministerio de Justicia, que han suscitado amplia aceptación entre su electorado, pueden dar margen de maniobra para incursionar, en cierto grado, en negociaciones políticas sin gran reprobación por parte de sus seguidores.

La gobernabilidad está asociada, además, al debate sobre la fortaleza de las instituciones para hacer frente a eventuales desbordes autoritarios del futuro presidente. Este debate no es infundado en virtud de las polémicas declaraciones de Bolsonaro en su trayectoria como diputado, dejando clara su baja adhesión a valores democráticos básicos, incluso durante la campaña electoral. Este es un tema central, debido a que los Ejecutivos liderados por presidentes con poca adhesión a valores democráticos que cuentan con mayorías legislativas, suelen generar conflictos institucionales con el Poder Judicial. Así, el presidente del Supremo Tribunal Federal y la fiscal general de la república ya han enfatizado, en más de una ocasión desde la definición electoral, que el nuevo presidente deberá cumplir con la Constitución y respetar los derechos individuales y de las minorías. Este tipo de pronunciamiento, bastante inusuales, señalan la preocupación que genera el futuro gobierno de Bolsonaro.

Finalmente, sus reiteradas críticas hacia los medios de comunicación insinúan otro posible frente de conflictos. Si bien hay un amplio abanico de opiniones entre los analistas políticos sobre el grado de fortaleza de las instituciones democráticas del país, parece haber menos divergencias en que estas serán puestas a prueba en los próximos años.


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Ineficiencia en los sistemas de salud de América Latina

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Desde el año 2000, los sistemas de salud han sido fundamentales para el progreso sanitario en América Latina y el Caribe. La mejora de la cobertura de la asistencia se explica por la ampliación del acceso de los ciudadanos a servicios de salud con un aumento de la esperanza de vida o la disminución de las tasas de mortalidad de niños menores de 5 años. De hecho, según la OMS, gran parte de los países de la región están implementando políticas y programas que tienen como objetivo alcanzar la cobertura universal de salud. Sin embargo, más allá de los avances de las últimas décadas, todavía existen en la región necesidades no resueltas y grandes inequidades en el acceso a la salud.

En América Latina, el gasto público en sanidad en el año 2004 era del 3,7%, una cifra sensiblemente menor al mínimo recomendado del 5% necesario para garantizar ciertos estándares mínimos en los servicios de salud. La inversión, sin embargo, varía notoriamente entre países, desde un reducido 1,5% del PIB en el caso de Venezuela, hasta el 6,7% y el 10,5% en Costa Rica y Cuba, respectivamente. Para superar estas carencias y alcanzar el acceso asequible a servicios de salud de calidad para todos los ciudadanos, los diferentes Gobiernos se encuentran entre la necesidad de movilizar recursos adicionales o reestructurar los actuales niveles de inversión para alcanzar la cobertura universal.

Las políticas deben centrarse en mejorar la eficiencia de la atención de salud invirtiendo en intervenciones que logren los mejores resultados de salud e implementando esas intervenciones de manera adecuada»

En la región, el gasto total en salud aumentó de 6,3% a 7,2% entre 1995 y 2014. Pero en el contexto económico regional y mundial de este momento, gran parte de los países latinoamericanos se enfrentan a restricciones presupuestarias. Por ello, según el informe Mejor gasto para mejores vidas: cómo América Latina y el Caribe puede hacer más con menos, publicado por el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), “las políticas deben centrarse en mejorar la eficiencia de la atención de salud invirtiendo en intervenciones que logren los mejores resultados de salud e implementando esas intervenciones de manera adecuada”.

En América Latina los datos que explican la ineficiencia del gasto en salud es reducida, lo cual es una limitante al reenfocar los esfuerzos para definir políticas. Sin embargo, de acuerdo con el estudio del BID, de los 27 países de América Latina y el Caribe, 22 se encuentran en la mitad inferior del ranking de eficiencia promedio mundial, y 12 de estos, en el cuarto menos eficiente. Esto se debe a una incorrecta distribución de los recursos destinados a recursos humanos, infraestructura, medicamentos, equipos e información.

Los países de la región, sin embargo, presentan una gran heterogeneidad en términos de eficiencia del gasto. Chile es el país más eficiente y el único de la región ubicado dentro del 25% superior, donde se hallan la mayoría de los países de la OCDE, y su gran eficiencia explica sus buenos resultados en diferentes índices como la esperanza de vida al nacer. Barbados, Costa Rica, Cuba y Uruguay son los países de la región que le siguen en cuanto a eficiencia. En el extremo opuesto, los países más ineficientes en términos de inversión en salud son Bolivia, Ecuador, Guatemala, Guyana, Panamá y Surinam. Y una de las categorías en las que los países de la región presentan resultados particularmente negativos es en la provisión de acceso equitativo a los servicios de salud.

En este contexto, donde el crecimiento del presupuesto de salud es improbable, según el estudio del BID, gran parte de los países de la región podrían mejorar sensiblemente los indicadores mejorando la eficiencia. Para ello, los Gobiernos deberían “mejorar las instituciones y la gobernanza; regular los precios farmacéuticos; y ofrecer atención primaria integral”. Estos cambios se hacen imprescindibles ante el envejecimiento de la población, el aumento de la incidencia de enfermedades crónicas o los avances socioeconómicos que se traducen en una mayor demanda de servicios de salud universal y de calidad.

Brasil, luces y sombras de una disputa anunciada

En el segundo turno de las elecciones presidenciales de Brasil, de un total de 147 millones de electores, 31 millones se abstuvieron y 11 votaron en blanco o anulado. Es decir, que 42 millones de brasileños no votaron ni a Fernando Haddad (PT) ni a Jair Bolsonaro (PSL). Bolsonaro recibió 57 millones de votos, y Haddad, 47 millones, tan solo cinco más que la suma de las abstenciones, los votos blancos y los anulados. Por tanto, la decisión estrictamente racional de abstención al voto, de anularlo o de votar en blanco, ha sido muy significativa. Ha habido una toma de decisión y una elección concreta entre aquellos que se negaron a participar o a elegir entre candidatos escogidos por la coyuntura histórica y electoral del país.

Por eso, es cuestionable la idea de que Brasil se encuentre dividido en dos partes perfectamente identificables y de que esté sometido a una férrea polarización política: el petismo o lulismo, por un lado, y el antipetismo, por el otro. Lo que hay es un comportamiento político y electoral fracturado en tres partes.

No se puede, a priori, conocer las motivaciones de los electores que no votaron por ninguno de los dos candidatos; no obstante, se puede partir de la idea de que el fervor colectivo construido en Brasil en torno a esa polarización no fue suficiente combustible para motivarlos. Por otro lado, en la segunda vuelta, la opción por uno de los dos candidatos puede representar una simple adhesión contingente, sin necesariamente convertir al votante en un integrante de las filas políticas del petismo o del antipetismo.

Se presume, por ejemplo, que en los votos a Haddad, más que una afinidad al lulismo o petismo, existía un rechazo a Bolsonaro y a lo que este representaba. Se tiende a creer, entonces, que la polarización, en términos cuantitativos, es aún menor al contabilizar brasileños que se habrían embarcado en la defensa del ciclo político lulista o petista.

No se puede afirmar que el país realizó un giro a la derecha de manera rápida y fatal»

De la misma manera, de los 57 millones de adhesiones a Bolsonaro, no necesariamente el total de los votantes habrían sido fieles a sus discursos, dichos y pensamientos. Bolsonaro canalizó, fundamentalmente, un intenso antipetismo presente en ciertas franjas de la población. Es decir, que considerando lo expuesto, no se puede afirmar que el país realizó un giro a la derecha de manera rápida y fatal. Se relativiza que los brasileños despertaron, de un día para el otro, políticamente de derecha, conservadores o fascistas. Ante este panorama, algunas reflexiones podrían esclarecer el panorama:

En primero lugar, no existe una clara polarización entre petismo o lulismo y antipetismo. Este es un escenario creado artificialmente por narrativas políticas que pensaron, desde hace años, un país dividido en dos partes (por ejemplo, nosotros contra ellos, elite contra el pueblo), es una fase populista del discurso político. Y quien no se habría “encuadrado”, sería definido como fascista o de derecha. De igual forma, para el otro polo, si no se votase a “la derecha”, el riesgo sería ser definido como petista, de izquierda. Por tanto, la idea de la polarización ha tenido un poder tal que no únicamente construye “lo político”, sino también subjetividades.

En segundo lugar, Brasil no es más conservador en sus costumbres, cultura y pensamiento de lo que era una década atrás. Si muchos se sorprendieron con la escena del presidente electo, Jair Bolsonaro, rezando junto al pastor y exsenador Magno Malta, y pensaron que se estaría ingresando en una especie de “gobierno teocrático”, es porque no recuerdan las fotos de este mismo senador abrazado a Lula o de la mando con la expresidenta Dilma Rousseff. Las Iglesias evangélicas cumplieron un papel fundamental en el diálogo y contacto con las regiones más empobrecidas durante el ciclo lulista (2003-2015) y le ayudaron en la conquista del voto en sucesivas elecciones, apoyando además el programa de transferencia de renta, Bolsa Familia, que fue clave en la contención de la pobreza en Brasil. Por ello, Bolsonaro, en cierto momento, tomó una posición favorable a su continuación en un eventual gobierno, en un claro movimiento electoral.

Sin embargo, fue la “agenda identitaria”, fundamentalmente desde 2008, con aspectos como la legalización del aborto o el casamiento gay, lo que había comenzado a erosionar la relación con estas Iglesias, llevando al lulismo o petismo a perder terreno cultural, en algunos casos, de manera irreversible. Esto explica, en parte, la migración de muchas Iglesias de este tipo hacia otras filas políticas y el abandono de la narrativa petista de inclusión social de los años 2000. Por tanto, más allá de la importancia que tiene la religiosidad en los discursos del presidente electo, estas Iglesias ya habían penetrado el tejido social entre la población más pobre, que anteriormente había engrosado el voto petista.

En tercer lugar, la agenda verdaderamente conservadora de la mayoría de los votantes de Bolsonaro (y dudo que algunos que lo terminaron votando estén plenamente convencidos) está vinculada a la agenda de la flexibilización del uso de armas de fuego, la reducción de la mayoridad penal (en contra del conocimiento acumulado sobre lo contraproducente de estas medidas) y la percepción de las políticas educativas existentes en Brasil.

En cuarto lugar, Bolsonaro ganó a pesar del propio Bolsonaro, ya que la polarización política lo terminó escogiendo como antagónico al statu quo elaborado desde la redemocratización política en los años 1980. Si bien no es verdaderamente un outsider, el electorado así lo quiso percibir. Y su poca aparición en público, limitándose a ocupar las redes sociales y a comunicarse a través de frases aisladas en plataformas digitales, terminó jugando a su favor. Por momentos inyectaba ciertas dosis de radicalismo ultraderechista, dirigido a su núcleo duro de seguidores virtuales, para quienes todo parecía un simple juego. Las frustraciones individuales encontraron eco en vibraciones colectivas de discursos inflamados por la intolerancia y la falta de respeto por el otro. Finalmente, lo que en principio parecía un capítulo de la serie de ficción Black Mirror, las fake news lo convirtieron en real.

Como última reflexión, existe entre los brasileños una especie de consenso de que no se ha conocido en la historia una campaña electoral más tensa y, paradójicamente, más tibia que la vivida recientemente. Faltando diez días, nadie quería hablar más de elecciones y política. El cansancio y la indiferencia había invadido a la mayoría de los ciudadanos, y si no que lo digan los 42 millones de brasileños que se abstuvieron de apoyar a alguno de los candidatos. Esta disputa electoral anunciada hasta el hartazgo, ya se había dado como acontecimiento. Es la precesión de los simulacros, como decía Jean Baudrillard.


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Bolsonaro, el último populista latinoamericano

Jair Bolsonaro es sin dudas el nuevo fenómeno político latinoamericano y un líder populista singular en la región. Esa singularidad, sin embargo, no se debe a sus características populistas, ya que el populismo ha estado presente a lo largo de la atribulada historia latinoamericana.

A pesar de la falta de precisión de este concepto, hay relativo consenso en relación con los clásicos populismos de las décadas de los treinta y los cuarenta, como el de Perón en Argentina, Vargas en Brasil y Cárdenas en México, entre otros, con posiciones ambiguas entre izquierda y derecha, y, en algunos casos, próximas al fascismo europeo. Más tarde llegaron los populismos “neoliberales” de los noventa representados por Menem en Argentina, Fujimori en Perú o Collor en Brasil. Y la tercera oleada vendría de la mano de los populismos de la “izquierda bolivariana” de inicios del siglo XXI, que estuvo representada por Hugo Chávez, Nicolás Maduro, Evo Morales y Rafael Correa, a los que puede ser asociado el neoperonismo de Cristina Kirchner.

El discurso antisistema de Bolsonaro, muy crítico de los partidos, de los políticos y de las formas tradicionales de hacer política, presente en la mayoría de los populismos latinoamericanos, es una de las principales características que permiten clasificarlo como tal. A esto hay que sumar una proyección como salvador de la patria contra la corrupción, la delincuencia y el estancamiento económico, y un discurso divisor de la sociedad en dos grupos antagónicos: los ciudadanos honestos “de bien” vs. la élite política corrupta (fundamentalmente la izquierda, pero también el centro y la centro derecha). Cabe precisar que el discurso de una sociedad polarizada en dos grupos antagónicos, características del populismo en todas las épocas, fue usado en reiteradas ocasiones por el expresidente Lula durante sus gobiernos. De hecho, el expresidente de Brasil es considerado por algunos analistas como representante del “neopopulismo” o el “populismo de baja intensidad”.

Si bien muchos de los líderes populistas latinoamericanos irrumpieron en la política como outsiders, como Chávez, Fujimori, Morales y Correa, no fue el caso de Menem o de Cristina Kirchner»

Bolsonaro, quien lleva veintisiete años consecutivos como diputado, está lejos de ser un outsider de la política, a pesar de que se presenta como tal. Sin embargo, si bien muchos de los líderes populistas latinoamericanos irrumpieron en la política como outsiders, como Chávez, Fujimori, Morales y Correa, no fue el caso de Menem o de Cristina Kirchner, ni tampoco de Getúlio Vargas o Cárdenas, quienes tenían experiencia política antes de alcanzar el poder.

La baja aprehensión de los valores democráticos de Bolsonaro, quien ya ha manifestado que “nada se soluciona con el voto” o que “las minorías deben curvarse a las mayorías”, tampoco es una particularidad. La tentativa de golpe de Estado de Hugo Chávez, en 1992, contra el gobierno de Carlos Andrés Pérez, fue un indicador inconfundible del escaso apego a las instituciones democráticas del expresidente venezolano. El “autogolpe” de Fujimori (1992) ejemplificó su ausencia de compromiso con la democracia, si bien esto fue evidente después de iniciado su gobierno. Por otra parte, enfrentamientos con el Poder Judicial, o su cooptación, han sido frecuentes en gran parte de los populismos de la región.

La singularidad del populismo de Bolsonaro está en la combinación de una propuesta económica marcadamente liberal con una postura de extrema derecha en el espectro político. El liberalismo económico de Bolsonaro es una adhesión reciente, después de casi treinta años de un discurso de perfil nacionalista y estatista. Ese cambio parece, por lo tanto, responder más a una estrategia electoral que le atrajo el apoyo mayoritario de los empresarios que a una convicción personal.

Menem y Fujimori también fueron líderes populistas asociados a políticas económicas liberales. Sin embargo, mostraron su adhesión a estas posturas, una vez en la Presidencia, ya que habían llegado al poder con discursos económicos ambiguos. El principal eslogan de la campaña de Menem era “la revolución productiva”, sin especificar el tipo de medidas que serían aplicadas. Además, el propio histórico de su partido, el Partido Peronista, no hacía prever el giro liberal y privatizador que finalmente emprendió. Fujimori, por otro lado, era un desconocido hasta pocas semanas antes de la primera vuelta de las elecciones de Perú de 1990 y poco se sabía de sus propuestas económicas. Pero su imagen creció en la segunda vuelta, en la que enfrentó las posiciones liberales y promercado de su rival, el escritor Mario Vargas Llosa, lo que tampoco hacía suponer la posterior adhesión al neoliberalismo.

¿Cambiará Bolsonaro su postura, una vez que esté en el gobierno? No sabemos. El único populista con propuestas económicas liberales desde la campaña electoral fue su compatriota Collor de Mello, electo presidente de Brasil en 1989 (y destituido en 1992). No obstante ser el candidato de la derecha en aquella elección, Collor no era un representante de la extrema derecha. Bolsonaro, sin embargo, ha reiterada su admiración por el régimen militar instaurado en 1964, ha apelado constantemente a políticas de “mano dura”, al armamento de la población para combatir la delincuencia y se ha mostrado favorable a la tortura. Por lo tanto, a falta de similares latinoamericanos, el “Trump de los trópicos”, como ha sido llamado, o también, el “Duterte de Occidente” (en alusión al actual presidente filipino), parecen ser calificativos adecuados para describir el más reciente populismo latinoamericano.