Una región, todas las voces

De mafia y narco

Para seguir pensando el fenómeno narco en Latinoamérica y ganar más claridad sobre él, conviene pensar comparativamente. Comparar, entendido no como asimilar (forzar la igualación de) dos o más cosas, sino como ponerlas en contraste analítico (examinarlas juntas, frente a frente, para luego diferenciarlas bien y separarlas en lo que no necesitan quedar unidas). Tiene sentido comparar narco y mafia. Como ya lo he hecho, me adelanto un tanto: ¿son lo mismo? ¿Mafia es narco y narco es mafia? No.

Aunque la han estudiado, con mayor o menor éxito, “celebridades” académicas de distintas eras como Gaetano Mosca y Diego Gambetta, sobre la mafia recurramos esta vez a Giuseppe Carlo Marino, historiador y profesor de la universidad siciliana de Palermo, pero entrando por lo cultural como causa y efecto:

La especificidad de la cultura mafiosa clásica, en tanto cultura antimoderna (…): un culto casi obsesivo de los intereses identificados con el asunto; la inclinación a resolver por la fuerza todos los problemas conectados con la tutela de un orden jerárquico que establece y legitima a distintos niveles los títulos para obtener “honor” y “respeto” (no es casual que al mafioso le agrade definirse como “hombre de honor” u “hombre de respeto”); la absoluta identificación de las normas sociales (y, por tanto, del “derecho”) con la costumbre; la enfática subordinación a las reglas del sentido común y el formal homenaje al poder y a los poderosos, además de a los prejuicios consolidados, en un marco de conformismo que vincula con el principio de autoridad todas las formas de la vida social, (…) imponiendo una moral de la resignación, la obediencia, la complicidad y la omertà” (Historia de la mafia. Un poder en las sombras, Barcelona, Vergara, 2002, pp. 23-24).

Entre los factores de la mafia se encuentran la ausencia del Estado o la presencia de un Estado débil e injusto, el caciquismo, los grados de injusticia social, la corrupción, la religiosidad familiar de un catolicismo particular y el machismo. Son factores que corren a lo largo del tiempo y que también se mueven complejamente entre lo causal y lo efectual. Asimismo, la mafia y la mafiosidad echan mano del nacionalismo y no se entienden sin la venta de protección. Esta venta como negocio y orden que sustituye al Estado desde fuera o desde dentro.

Nótese que hablamos de la mafia original, que como dice Marino “es, en sentido estricto, un fenómeno siciliano” (p. 25). Coincido con el profesor en que “se trata de una criminalidad muy especial” (p. 26). Un problema siciliano, histórico, no simplemente delictivo ni delictivamente simple. No es delincuencia común ni mera “delincuencia organizada”, o no cualquiera. En eso se parece al “narcotráfico”.

No se puede afirmar que mafia es igual a narco ni que narco es igual a mafia, porque sus orígenes y desarrollos históricos son diferentes»

Sí, especial también es el fenómeno del narco. La mafia (original o derivada) puede incorporar narco, pero es más que tráfico ilegal de drogas; el narco puede funcionar también como mafia, pero no es mafia en sí. Dos fenómenos distintos pero conectados o que tienen relación pero deben ser distinguidos. No se puede afirmar que mafia es igual a narco ni que narco es igual a mafia, porque sus orígenes y desarrollos históricos son diferentes. En todo caso, puede decirse que hoy (no en el origen ni en la mayor parte del pasado) la mafia forma, asimismo, un subtipo de narco y que la evolución del narco incluye un tipo de mafia, sin que su venta de protección sea idéntica.

¿Qué es, entonces, el narco? Lo defino como el fenómeno económico, sociocultural y político (en ese orden) de la producción, distribución y venta ilegal de drogas por ser estas (las drogas) ilegales, cuyos agentes recurren variable pero sistemáticamente a la violencia y a la corrupción para operar en un mercado 100% negro que les interesa preservar como tal.

Hay tres grandes implicaciones de lo que he dicho. La primera, el narco no es el consumo de drogas ilegales. Y el consumo ilegal de drogas no es narco. La segunda es mucho más grande: si en el caso de la mafia siciliana la matriz es la historia larga de la cultura de negociación político-económica que forjó Estados débiles y una cultura anti-Estado, en el caso del narco la matriz es la prohibición. Causalmente, en la mafia se trata del ir histórico contra la ley (toda o casi toda la legalidad); en el narco, por el contrario, de la aplicación de la ley: es el efecto de unas leyes o de una legalidad que prohíbe formalmente las drogas X o Y.

Solo después de esa prohibición, las “historias largas” hacen diferencias: características secundarias y regionales (el narco colombiano, el narco mexicano, el cártel 1 del estado mexicano A hoy, el cartel 3 del estado mexicano B ayer, etcétera). Insisto: si la mafia no nace por una ley y contra ella sino por un contexto “contraestatal” y a favor de este, el narco no pudo nacer ni puede nacer sin una ley: como Al Capone con la ilegalidad del alcohol, el narco nace por la prohibición y contra ella, aunque una termina por favorecer al otro y este por defender a aquella, mientras los contextos añaden especificidades.

Tercera y última implicación: el antídoto esencial o principal al narco es, para dolor de los amantes de la “mano dura”, la legalización-regulación estatal de las drogas que un día decretaron que serían ilegales. Latinoamérica no llegará al siglo XXI por la ruta de una guerra estúpida del siglo XX que ya está perdida.

Venezuela: ¿por qué ahora es diferente?

Más de treinta naciones han reconocido oficialmente a Juan Guaidó, presidente de la Asamblea Nacional de Venezuela, como legítimo presidente interino y encargado de liderar una transición hacia la democracia, dejando con ello al gobierno de Maduro en un limbo diplomático. ¿Qué ha cambiado para que, a diferencia de otras ocasiones de fuerte enfrentamiento entre partidarios y opositores al régimen de Maduro, en esta oportunidad haya habido un posicionamiento claro de gran parte de los Gobiernos democráticos del mundo y hayan oficializado su apoyo a la oposición al régimen?

No se trata solamente del respaldo del gobierno de Trump, cuya preocupación con la democracia venezolana suena tan poco convincente como la de Rusia, China o Cuba. De hecho, el apoyo de Estados Unidos, si bien es importante para la oposición, no debilita a Maduro. Por el contrario, ese apoyo, y la posibilidad de una intervención armada norteamericana, lo reafirman en su discurso de confrontación con el imperialismo yanqui y en su determinación de aferrarse al poder, con la excusa de una posible intervención militar.

En esta oportunidad la oposición también ha sido respaldada por Canadá, diez Gobiernos latinoamericanos y 19 países de la Unión Europea, incluyendo las principales potencias como España, Francia, Alemania y el Reino Unido, con la excepción de Italia por falta de acuerdo en su Gobierno.

Varias cosas han cambiado en la larga crisis venezolana, tanto interna como externamente, que explican ese amplio apoyo internacional y han hecho de este un momento de difícil retorno al statu quo bolivariano»

Ciertamente varias cosas han cambiado en la larga crisis venezolana, tanto interna como externamente, que explican ese amplio apoyo internacional y han hecho de este un momento de difícil retorno al statu quo bolivariano. Entre los factores externos, además del factor Trump, han sido elegidos en los últimos años, en varios países de América Latina, Gobiernos de derecha o centro derecha con presidentes críticos al régimen de Maduro. No obstante, en esta ocasión también se ha sumado el gobierno de Lenín Moreno, de Ecuador, que si bien ya se había distanciado del efusivo apoyo del expresidente Rafael Correa a Venezuela, hasta ahora había mantenido una posición cautelosa a la hora de condenar al régimen venezolano.

Pero también hay factores internos fundamentales que han posibilitado, en esta oportunidad, un amplio y claro respaldo internacional a la oposición a Maduro. En primer lugar, la falta de legitimidad de su reelección, llena de irregularidades y ausencia de garantías mínimas para la oposición, con varios dirigentes políticos presos y partidos ilegalizados, además de un organismo electoral controlado por el Gobierno. Esto motivó la no participación de los principales grupos de oposición y una abstención del 54% de los votantes, según datos del propio Gobierno (el promedio de abstención en las últimas tres elecciones había sido en torno del 20%). Previamente, similares irregularidades se habían dado con la convocatoria a una Asamblea Constituyente por el propio presidente, procedimiento no establecido en la Constitución, lo que también llevó a una masiva abstención de la oposición y a la elección de una constituyente 100% chavista.

Un segundo factor interno esencial es la legitimidad democrática de Guaidó, representante de un Legislativo con mayoría opositora, la Asamblea Nacional, electa en 2015, pero relegada a un segundo plano por la Asamblea Constituyente que también se ha otorgado la facultad de legislar.

Por otra parte, las recientes multitudes congregadas por la oposición a Maduro han sido verdaderamente desbordantes y generalizadas en todo el país, superando lo visto en años anteriores. Y por último el aumento a niveles sin precedentes de la crisis económica y humanitaria, que ha llevado a una hiperinflación estimada en 1.000.000% en 2018, según datos del FMI y otros organismos no gubernamentales (no hay datos oficiales), a un desabastecimiento generalizado y al mayor movimiento migratorio registrado en América Latina. Esta emigración masiva de venezolanos hacia el resto de los países de la región ha hecho que la crisis política y social venezolana haya ido adquiriendo gradualmente un perfil continental.

Se sabe que la autoproclamación de Guaidó como presidente interino sorprendió a gran parte de la oposición venezolana, como declaró el excandidato presidencial Henrique Capriles, quien temía que esta decisión tuviese un apoyo internacional limitado (básicamente Estados Unidos, Colombia y Brasil) y una fuerte represión del régimen. Como el propio Capriles reconoció, el amplio respaldo internacional ha sido fundamental para impedir, hasta ahora, una reacción más fuerte del régimen, incluyendo la prisión, la pérdida de derechos políticos o el exilio de Guaidó, las tres opciones a que se han visto enfrentados los dirigentes opositores hasta ahora.

El respaldo a Guaidó por parte de la comunidad internacional de naciones democráticas y la presión por nuevas elecciones presidenciales es esencial para fragilizar el régimen y dar chance a una transición hacia la redemocratización del país. Ese apoyo internacional es, a su vez, un contrapeso a los desvaríos de una intervención militar impulsada por Trump, un resultado tan poco deseable para Venezuela y la región como la continuidad del régimen dictatorial de Maduro.


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¿Intervención en Venezuela?

A la luz de lo que ocurre en estos días en Venezuela, los internacionalistas, de un lado y del otro, han sacado el polvo de sus viejas doctrinas, que atesoran como dogmas e interpretan discrecionalmente, no para ayudarnos a entender y pensar un problema, sino para definir e imponer una solución de modo acrítico. Un clásico del derecho. En América circulan (y vuelven a circular) muchas de estas doctrinas, y todas ellas deben ser miradas con cuidado: no se trata de “verdades bíblicas”, sino de inventos circunstanciales (históricamente motivados), muy marcadas por intereses sectoriales (económicos), y que hoy pueden resultarnos de utilidad o no.

La doctrina Monroe, enunciada por el presidente norteamericano James Monroe en 1823, propuso el lema “América para los americanos” para detener las iniciativas de la reconquista europea, luego de que estallara la etapa independentista regional. La doctrina también sirvió de apoyo para el desarrollo del “imperialismo” norteamericano sobre los países latinoamericanos.

La doctrina Calvo (elaborada por el diplomático argentino Carlos Calvo) y la doctrina Drago (también enunciada por un argentino, Luis María Drago, en 1902, por los incumplimientos norteamericanos en torno a la propia doctrina Monroe) nacieron como reflexiones sobre el no pago de deudas, por parte de los americanos, en casos que involucraban a potencias extranjeras. La primera afirmó un principio de “nacionalismo legal” y sostuvo que los inversores extranjeros debían primero agotar sus reclamos en los foros locales. Ello, en lugar de recurrir a presiones diplomáticas o (mucho menos) a intervenciones armadas. La doctrina Drago fue enunciada frente a preocupaciones similares, en este caso frente al bloqueo naval que varias potencias europeas habían impuesto sobre Venezuela ante el incumplimiento del pago de los servicios de deuda. Más restringida que la anterior, la nueva doctrina vino a decir que la deuda pública no podía dar lugar a la intervención armada ni a la ocupación material del suelo de las naciones americanas por una potencia europea.

Finalmente, la doctrina Estrada, enunciada por el mexicano Genaro Estrada, vino a afirmar el no intervencionismo (mexicano) frente a las acciones desarrolladas en el interior de las demás naciones: México no juzgaría ni se involucraría en tales asuntos, como muestra de respeto a la “soberanía” de los demás Estados. Los casos más conocidos de aplicación de esta doctrina aparecieron en los años setenta, cuando México decidió mantenerse “neutral” frente a las dictaduras que se iban esparciendo en la región (un claro ejemplo de las implicaciones de la idea de “no intervención” y respeto de la “soberanía”, entendida como soberanía territorial). Resulta claro, por lo demás, que la “no intervención”, en los casos de dictaduras, colisiona con la idea de la “autodeterminación de los pueblos”, que también tuvo interés en invocar la diplomacia mexicana. 

¿Cómo es que los pueblos se autodeterminan en una dictadura? ¿De qué modo defendemos la ‘autodeterminación’?»

La gran pregunta frente a ellos es: ¿cómo es que los pueblos se autodeterminan en una dictadura? ¿De qué modo defendemos la «autodeterminación» cuando los compromisos más elementales de respeto a los derechos humanos, y de respeto a los procedimientos democráticos, son incumplidos sistemáticamente? Pensemos no solo en la implicación de la no intervención mexicana, durante los tiempos de dictaduras latinoamericanas, sino también en lo que hubiera implicado la no intervención extranjera en la Alemania nazi o frente al apartheid sudafricano. Por supuesto, decir esto no implica afirmar otro dogma (“toda intervención es bienvenida, con la excusa de…») ni tomar livianamente lo que significa «intervención extranjera» (una intervención que lleve a la masiva violación de derechos humanos en el país «intervenido» debe ser resistida siempre, antes que quedar sujeta a meros cálculos circunstanciales) ni desconocer que en un mundo de intereses inhumanos, los países más poderosos (los Estados Unidos hoy) pueden impulsar «intervenciones» con el solo objeto de satisfacer sus intereses de ganancia a corto plazo. 

Debemos entonces rechazar las excusas de un lado y del otro, y calibrar nuestras respuestas conforme a las preguntas elementales: ¿cómo garantizar los derechos humanos cuando gobierna una dictadura? ¿Cómo recuperar la democracia cuando estamos frente a un Gobierno autoritario que ha roto todos los controles y frenos, como el de Venezuela? Lo que me animaría a decir, por el momento, es que debemos resistir en principio las intervenciones extranjeras armadas (salvo casos extremísimos, como el mencionado de Alemania); tomarnos en serio nuestro compromiso con el ideal del «autogobierno democrático» (que no se satisface ni «dejando hacer» a los militares ni impidiendo que hagan las poblaciones locales); abandonar el principio bobo o ciego del «no intervencionismo», y reemplazarlo por otros principios, de prioridad de la restauración democrática y de exigibilidad de los derechos fundamentales.

Desigualdad y subdesarrollo: ¿cuál es la conexión?

En Latinoamérica21 hemos hablado bastante de desigualdad, una de las peores lacras de América Latina. Y es que nuestra región sigue siendo una de las más desiguales del planeta. Reducir la pobreza y la desigualdad fue a principios del siglo una de las prioridades políticas en algunos países latinoamericanos, pero hoy esta tarea parece haber vuelto a quedar relegada por otras preferencias. Claramente, los nuevos Gobiernos de derecha de la región, tras sus estrategias populistas, y con las reformas fiscales que han puesto en marcha, no parecen priorizar de forma seria la reducción de la desigualdad. Y esto debería preocuparnos.

Una desigualdad alta no solo es indeseable por cuestiones éticas; también puede ser desastrosa en términos socioeconómicos»

Algo de desigualdad es bueno. Sin ella, los incentivos para la inversión, para la acumulación de capital (tanto físico como humano), el esfuerzo y la toma de riesgos necesarios desaparecerían. Pero cuando la desigualdad alcanza los altos niveles que caracterizan a los países latinoamericanos, sus costos empiezan a dispararse. Una desigualdad alta no solo es indeseable por cuestiones éticas; también puede ser desastrosa en términos socioeconómicos. Una alta desigualdad desmoraliza a los ciudadanos que la padecen (los pobres), pudiendo reducir sus incentivos para incrementar su productividad, por ejemplo, estudiando o esforzándose más. Pero una elevada desigualdad nos termina afectando también a todos. La desigualdad rompe la cohesión social, genera conflicto social y desemboca en conflicto político (incluso violento), populismos (tanto de derecha como de izquierda), corrupción y políticas equivocadas. Así, la desigualdad lleva al subdesarrollo institucional, y esta refuerza las dinámicas de concentración del ingreso. Un ciclo que se refuerza y que ha sido la realidad de casi todos los países de nuestra región a lo largo de la historia.

Pero los costos de la desigualdad van más allá. Hoy por hoy una medida internacional muy reconocida para medir el desarrollo humano de los países es el índice de desarrollo humando (IDH), que publica regularmente el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD). El IDH es un índice que combina información sobre producción per cápita, educación y salud. Tomando datos del reporte del PNUD del 2018, la mayoría de los países de nuestra región presentan un índice de entre 0.6 y 0.85 (siendo 1 el máximo nivel). La media de la región es de 0.76, pero hay diferencias importantes, por supuesto. Chile, Argentina y Uruguay se sitúan a la cabeza, con IDH superiores a 0.8, lo que los ubica como países de desarrollo humano muy alto (en términos comparativos internacionales). Bolivia y varios países centroamericanos presentan un IDH de entre 0.6 y 0.7, lo que los clasifica como de desarrollo humano medio. Haití, a la cola, presenta un IDH de 0.5, siendo el único país de la región con desarrollo humano bajo.

Ahora bien, mirando los datos para los años recientes, no todos los países de la región han evolucionado de forma similar. Mientras en algunos el IDH muestra un aumento constante, como en Costa Rica o Ecuador, en otros el progreso se ha estancado, como en Paraguay, Colombia, Venezuela y Brasil (otrora líder en cuanto a crecimiento del IDH).

Al estudiar la evolución del IDH para todos los países del mundo durante las últimas tres décadas, se encuentra uno de los grandes costos de la desigualdad. Como mostramos en una investigación publicada recientemente en la revista científica Sustainable Development, un análisis detallado de los datos refleja que la desigualdad (tanto su nivel como su evolución) es un factor determinante para explicar el (sub)desarrollo humano (tanto su nivel como su evolución). En otras palabras, la desigualdad parece causar subdesarrollo humano. Así, cuando los países experimentan mayor desigualdad, esto no solo perjudica el desempeño económico de todo el país, sino también sus niveles educativos y de salud.

El mensaje es claro: si queremos una Latinoamérica realmente próspera, la lucha contra la desigualdad tiene que volver a ser prioridad máxima en la agenda política de nuestros Gobiernos.


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México: drogas, prohibición y legalización

El problema mexicano con el narcotráfico y la violencia es famoso en todo el mundo. Y efímeramente famosas son las estadísticas que están relacionadas con este hecho y que, de manera periódica, les siguen otras peores, como esta: 16.000 asesinatos en la primera mitad de 2018. Los registros que obtengamos o confirmemos en 2019, estoy seguro, serán peores. Lo que no es famoso, ni aun bien conocido fuera de una parte de la Academia, mexicana y no, son las causas; las causas del narco, de su violencia y de las estadísticas espeluznantes.

Aquí repito y resumo lo que he investigado y argumentado desde hace diez años. Si está dispuesto a leer sin prejuicio un argumento analítico y honesto, y luego repensar su posición personal, siga leyendo; si ha decidido que nunca revisará sus creencias, no tiene sentido que lea esto…

Lo que causa el combate que defienden es precisamente lo que causa al combatido«

Cualquier observador atento puede darse cuenta: casi todos los defensores del combate violento/militarizado contra el narcotráfico hablan como si una cosa llamada la Prohibición no existiera. Hablan de mercados ilegales, delincuentes y combates estatales en su contra, pero de una manera tal que los hace parecer naturales o inmanentes: como si no hubiera nada previo, ningún prerrequisito jurídico y político; como si esos mercados, esos delincuentes y esos combates estuvieran dados fuera de la Historia y sus causas no existieran o fueran indistintas, irrelevantes e inevitables. Nunca aparece bien (pues hacen que no aparezca) eso que, en realidad, está en la base: una serie de textos a los que, sin origen en la evidencia de la ciencia ni las mejores consideraciones éticas, se les regala el mecanismo de la ley (nacional e internacional) para prohibir ciertas drogas. Ahí está la raíz del problema. Lo que causa el combate que defienden es precisamente lo que causa al combatido; es decir, quieren mantener la Prohibición para combatir a los narcotraficantes que dependen de que se mantenga la Prohibición. Su propuesta es absurda y, con ella, no puede haber solución (por lo mismo, ya me niego a conceder que sea “experto en seguridad” cualquiera que, para casos como el mexicano, no tenga a la Prohibición como variable independiente, explicativa).

El lector puede pensarlo así: ¿habría esta “guerra contra las drogas” si esas drogas no fueran ilegales? El fenómeno social y económico, no superficialmente delictivo, que conocemos como narco, ¿existiría como existe si las drogas nunca hubieran sido prohibidas? La verdad empírica y jurídica es que esta “guerra” y el narco requieren, ideológicamente, prohibicionismo y, formalmente, Prohibición. Prohibicionismo y Prohibición no son cosas verdaderamente necesarias en una sociedad ni son inevitables. No son leyes de la Historia ni de la ciencia; significan unas leyes del Estado en estado de equivocación.

Tampoco son dictados de Dios ni de la naturaleza, aunque no faltan los opinadores y ciudadanos que no pueden o no quieren separar nada de su religión o de su particular idea sobre lo natural. Son decisiones políticas (de los políticos que conocemos y casi todos criticamos) que pueden ser cambiadas y, sobre las que no solo es deseable, sino posible, cambiar de opinión: tómese el ejemplo de un personaje público mexicano, Rubén Aguilar Valenzuela, quien, después de haber propuesto un muy problemático pacto político con el narco, pasó a defender vehementemente la legalización. Lo que hizo Aguilar contiene la mejor postura ciudadana: escuchar a los que han investigado y han pensado originalmente, pensar lo escuchado, relacionarlo con lo cotidiano, como la violencia inocultable y creciente en México, y corregir un error.

En esencia, desde mi perspectiva, todo lo que hay que entender y asumir es esto: estar contra el narco no necesariamente es estar a favor de la Prohibición; estar a favor de la Prohibición no necesariamente es estar contra el narco. Estar contra la Prohibición es necesariamente estar contra el narco. Quienes están a favor de la Prohibición y contra el narco son bienintencionados, pero están equivocados (los refuta la ciencia social, y no solo el progresismo; véase mi nota «Consecuencias generales de la prohibición de las drogas», Derecho en acción, CIDE, 2015). 

La Prohibición de drogas, en realidad, no prohíbe al narco, lo crea y alimenta. Quienes están a favor de la Prohibición, y también del narco, sí existen: se llaman criminales y cómplices. Son sus cómplices directos… En cambio, estar contra el narco y contra la Prohibición que lo construye es estar a favor de la legalización. Esta no es favorecer ni legalizar el fenómeno general llamado narcotráfico. Al contrario, la legalización de la que hablamos es usar la ley para prohibir a los narcos, no a las drogas; narcos y drogas no son entidades iguales ni tienen idénticas consecuencias. Estar a favor de la legalización es, en tendencia, estar a favor de la siempre perfectible regulación legal, pública y prodemocrática de las drogas hoy ilegales, y, por tanto, de las actividades básicas de producción, venta y consumo, que no son intrínsecamente malignas. Legalizar para regular, regular por legalizar. Lo mismo que se hace con el tabaco y el alcohol, dos drogas problemáticas que son menos problemáticas porque no son ilegales y por lo que se puede hacer con ellas bajo la legalidad. ¿Dónde están los equivalentes de los narcos en las industrias alcohólica y tabacalera? Los problemas que hay ahí son otros, y no son peores que los del caso narco. Desde una óptica realista, soluciones a problemas similares deben y pueden ingeniarse desde la elaboración de la regulación como tal.

Un complemento importante: la legalización no es promover el consumo ni fomentar la adicción. Se puede estar contra la adicción sin estar a favor de cualquier maltrato a los adictos y sin estar contra la regulación que puede ayudarlos mejor. Y se puede estar a favor de la legalización sin ser consumidor porque la propuesta de legalizar-regular es sobre salud pública, mejora social y estatal, y libertad de elección individual.

La Prohibición es la institución del problema. La gran matriz institucional de todos los problemas público-sociales con drogas, la causa formal primera y última del narco y la “guerra contra las drogas”, y de la violencia y la corrupción asociadas que se interrelacionan con otros factores. La legalización puede ser una gran matriz de correcciones y de otras transformaciones sociales por efectos políticos, fiscales, comerciales, penales, carcelarios y comunitarios. No es “sobrevender” la medida; es no subestimar los alcances y costos del sistema prohibicionista.

En México, la “guerra” vigente, ese costoso error de intensificación del presidente Calderón y que el presidente López Obrador planea continuar a su modo, debe ser cancelada lo más pronto posible. Para cancelarla hay que acabar con la Prohibición, y la única forma de hacerlo es legalizar lo que neciamente se ha prohibido. La regulación de drogas es realmente una necesidad integral. Es eso y, por los mismos hechos, nuestra opción tanto moral como racional.

Dos últimos apuntes, oportunos en este cierre. Uno, debe tomarse en cuenta que la “guerra” internacional contra las drogas fue desatada por la que declaró Richard Nixon en Estados Unidos, quien tuvo motivos políticos pero también raciales: contra la población afroamericana. Dos, muchos de los defensores mexicanos de “la guerra” hablan de la necesidad de conseguir “el orden”, supuestamente por y a favor del Estado de derecho. Sin embargo, olvidan que la Prohibición y “la guerra” no han creado orden sino un desorden mayor y hasta peor. Olvidan también que, como dijo Alexis de Tocqueville, “una nación que no pide a su gobierno nada más que la preservación del orden ya está esclavizada en su corazón”. La paz de México no es posible sin lo policiaco y lo judicial, cierto: tampoco sin atender lo socioeconómico, pero mucho menos será posible preservando fracasos culpables como la Prohibición.

Post scriptum

Puede ser que en algunos casos ocurra un aumento notable de violencia poslegalización: un costo de ajuste. Lo más importante es que esa violencia no puede ser permanente ni constantemente mayor a la que puede existir sin legalización y que, en casos como el mexicano, realmente existe. Lo peor que puede hacerse es conservar la Prohibición y sumarle “mano dura” militar. Es la receta perfecta para que la violencia escale y nada se resuelva.

El esperpento de los corruptos

En un ridículo intento por disimular un manotazo de ahogado, el fiscal general de Perú, Pedro Chávarry, destituyó el 31 de diciembre en la noche a los fiscales Rafael Vela y José Domingo Pérez como miembros del Equipo Especial del Ministerio Público que investigaba el caso Odebrecht en el país andino. De esta manera, el fiscal general pretendía frenar la investigación que tiene bajo la lupa a los expresidentes Alan García, Alejandro Toledo, Ollanta Humala, Pedro Pablo Kuczynski, y, a su vez, a Keiko Fujimori, líder de la oposición e hija de otro expresidente ya encarcelado.

De hecho, previamente el fiscal Pérez había solicitado la denuncia de Chávarry por supuesta obstrucción de la justicia en el caso que implicaba a la candidata presidencial y al propio fiscal general, quien es investigado por integrar la red de jueces acusados por corrupción. La destitución de los fiscales se había producido luego de que estos hubieran cerrado un acuerdo de colaboración con Odebrecht, que implicaba el pago de una multa y su cooperación en las investigaciones.

Desde el mes de agosto, el fiscal general Chávarry venía bloqueando, con el apoyo del bloque fujimorista en el Congreso, una investigación fiscal en su contra por integrar presuntamente la red de corrupción del sistema de justicia, conocida como la mafia de los Cuellos Blancos del Puerto. El destituido juez supremo, César Hinostroza, líder de la trama y quien permanece en Madrid bajo arresto y a la espera de su extradición, había ofrecido previamente a Keiko Fujimori la revisión de una sentencia, para evitar su investigación por lavado de activos. Sin embargo, poco más de una semana después de la grotesca maniobra, y en medio de una enorme presión social, el fiscal general Chávarry se vio obligado a presentar su renuncia, luego de que los fiscales apelaran la decisión ante la junta de fiscales supremos, y de que el presidente Martín Vizcarra entregara al Congreso un proyecto de ley para disolver la junta de fiscales que integraba Chávarry.

El presidente Jimmy Morales, quien surgió como popular cómico de televisión y predicador evangelista, y que bajo el lema de ‘ni corrupto ni ladrón’ llegó a la Presidencia, anunció unilateralmente el fin del acuerdo con la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (Cicig)»

Mientras en Perú el fiscal general ha tenido que presentar su renuncia liberando el camino a las investigaciones por corrupción que han estado vinculadas al caso Odebrecht, en Guatemala se vive por estos días una situación opuesta. El presidente Jimmy Morales, quien surgió como popular cómico de televisión y predicador evangelista, y que bajo el lema de «ni corrupto ni ladrón» llegó a la Presidencia, anunció unilateralmente el fin del acuerdo con la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (Cicig) de la ONU, que lo señala por corrupción, pese a que el mandato debía mantenerse hasta por lo menos septiembre de este año.

Morales, quien dio un plazo de 24 horas al personal del organismo para abandonar el país, justificó su decisión, debido a una supuesta “violación grave de la Cicig a las leyes nacionales e internacionales” y a que Iván Velásquez, quien dirige el organismo, “mantiene una cultura de confrontación entre los guatemaltecos”.

Si bien en 2015, durante la campaña electoral, Morales había asegurado que prolongaría el mandato de la Cicig, desde septiembre del 2017 el organismo, que durante diez años ha denunciado casos de corrupción de gran impacto, viene sufriendo ataques por parte del Gobierno. La postura del presidente cambió cuando a principios de ese año las autoridades del organismo denunciaron un caso de supuesta corrupción que involucraba a familiares del presidente, lo que se sumó a otras acusaciones del Ministerio Público hacia el propio Morales por presunto financiamiento electoral ilícito. Estas acusaciones, sin embargo, no prosperaron, debido a que el Congreso se ha negado a que el Ministerio Público y la Cicig investiguen al mandatario.

Simultáneamente con estas maniobras descaradas en Perú y Guatemala, en Colombia el 2018 se despedía con la aparición de otro muerto con rastros de cianuro: el segundo testigo del caso Odebrecht en menos de dos meses. A principios de diciembre, Rafael Merchán, quien había sido secretario de Transparencia, había recibido el aval para dar su testimonio en una de las investigaciones sobre los sobornos de la constructora brasileña Odebrecht en Colombia.

Sin embargo, al igual que Jorge Enrique Pizano, quien supuestamente murió a causa de un infarto y cuyo hijo fallecía tres días más tarde, envenenado con cianuro al beber de una botella que se encontraba en el escritorio de su padre, el testimonio de Rafael Merchán tampoco podrá ser utilizado para aclarar la investigación. Esta nueva muerte no ha hecho más que enturbiar aún más las investigaciones que se extienden a la financiación de las campañas presidenciales colombianas de 2010 y 2014.

Estos casos son solamente una muestra de la grotesca actuación de la corrupción en América Latina, que se extiende en algunos países hasta las más altas esferas. Escándalos protagonizados por presidentes, congresistas, o jueces, representantes de los diferentes poderes, que abusan de la impunidad y se encubren mutuamente utilizando al Estado como guarida.

Déjense de joder con el pueblo

Texto publicado originalmente en Perfil, de Argentina.

“Déjense de joder con el pueblo”, así tituló una vez Aníbal Ford un fuerte artículo publicado en los albores de la democracia, pues se sentía indignado con quienes sostenían que las grandes mayorías también se habían hecho de la vista gorda con la represión y el terrorismo de Estado, y tenían alguna cuota de responsabilidad por su respaldo masivo a la aventura malvinera de 1982. Yo no estaba de acuerdo con él; tímidamente ―porque, después de todo, Aníbal Ford era Aníbal Ford― argumentaba que, mal que bien, era un tema que debía ser discutido, que debíamos preguntarnos por las responsabilidades sociales, incluyendo las de los sectores populares, en aquella tragedia. Tampoco estaba de acuerdo con Aníbal, menos tímido y más risueño que yo, Oscar Landi. Aunque comprendíamos la indignación de Ford ante oportunistas y trepadores intelectuales de toda laya, nos parecía que el de las responsabilidades era un tema del que nadie se podía desentender.

Treinta y cinco años después, es curioso. Decimos creer en la democracia, pero a veces procuramos extraer el pensamiento de la gente con instrumentos que más se parecen a los de la tortura que a otras cosas. O que replican el sentido común, sobre todo la forma habitualmente tosca con que el sentido común puede manifestarse en la espontaneidad de la bronca, la frustración, la calentura, como si eso fuera lo que la gente “realmente” piensa o siente. Eso es manipulación, eso es producir una supuesta preferencia social a partir de impulsos primarios, en vez de dar lugar a la política de la palabra, el argumento, la reflexión, que nunca son espontáneos, ni están al alcance de la mano, ni se expresan de modo directo ni inmediato. Precisan la mediación, la mesura, la refinación, el diálogo. La buena política, en una palabra.

Producir una política sustentada en esa fabricación de preferencias que se basan en impulsos primarios no es política democrática, y no es nada prometedor en términos de resultados a largo plazo.

Nadie puede negar haber escuchado “está bien que les metan bala”, o “hay que matarlos a todos”, o haber sido quizás testigo de las reacciones espontáneamente salvajes de transeúntes indignados contra un chorro que es pescado in fraganti. Decir que todo esto expresa preferencias políticas o de política pública en la cuestión de la seguridad o los derechos humanos es insensato. Querer extraer de una sola pregunta formulada a quemarropa el “nivel de acuerdo” de un tipo cualquiera en relación con un hecho traumático, o a una política general, carece de sentido. Es precisamente la negación de lo que la política debe ser. Producir una política sustentada en esa fabricación de preferencias que se basan en impulsos primarios no es política democrática, y no es nada prometedor en términos de resultados a largo plazo. Sin pensar, nadie está demasiado lejos de responder a sus peores impulsos primarios, porque el problema del “malestar en la cultura” magistralmente identificado por Freud nos comprende a todos. Porque entre el “tengo ganas de matarlo” que nos sale solo como expresión y el matar por ley o tolerar la muerte ajena por parte de agentes públicos hay un océano de por medio.

Los impulsos primarios de las personas, populares o no, son en verdad espantosos. Huir, agredir, dejarnos llevar por la ira o la indignación, alegrarnos malignamente por envidia o resentimiento, burlarnos sin la menor vergüenza del contrario que está siendo goleado por nuestro equipo, humillar, son características propias del ser humano. Exclusivas muchas de ellas; otras, y no son pocas, lo aproximan a los animales. El lobo de Rubén Darío lo sabía muy bien; por eso le advertía a Francisco contra sí mismo: “Hermano Francisco, no te acerques mucho”. La sabiduría bíblica nos enseña a pedir a Dios que no nos deje caer en la tentación. La tentación es un primer impulso, yo no tengo nada en su contra pero quien no quiere caer en ella precisa elaborar lo que siente, reflexionar sobre lo que le pasa; es para eso que está la política, no para guiarse o justificarse en las encuestas. Los que están sufriendo directamente las peores condiciones de vida, de inseguridad, de privación, nada tiene de raro que carezcan de la temperancia y la mesura de quienes vivimos en condiciones mucho mejores. Pero aún esto no es tan seguro, muchos de los que viven entre privilegios, también piden gatillo fácil, así como muchos de los pobres no lo piden.

En suma, si quieren, en el Gobierno o fuera de él, línea dura con cualquier real o supuesto delincuente, línea blanda y mimos contra un aparato de seguridad que todavía es pésimo, que maltrata y hasta tortura, si no quieren poner en serio en vereda al sistema de represión estatal, que debería dejar de operar con serruchos para aprender a hacerlo con bisturíes, si desean llevar el péndulo desde el punto extremo de abolicionismo insensato que emblematiza Zaffaroni, y colocarlo en el otro punto extremo de punitivismo brutal e indiscriminado, yo les pediría con todo respeto que se dejaran de joder con el pueblo: que no le atribuyeran sus preferencias, ni al sentido común popular, ni a supuestas adhesiones populares a favor de “meter bala”, pena de muerte ni nada de eso. Que no manipulen perversamente a la gente. No se metan con la gente, háganse cargo. Déjense de joder con el pueblo.

2018: una retrospectiva de la política en A. L.

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En 2018 en América Latina hubo elecciones presidenciales en Brasil, Colombia, Costa Rica, Paraguay, México y Venezuela. En todos los casos, excepto en Venezuela, hubo también elecciones legislativas. En Perú, el presidente Pedro Pablo Kuczynski se vio obligado a renunciar ante un inminente impeachment; fue aprobada una reforma constitucional en Ecuador que derogó la posibilidad de reelección indefinida del presidente y en Chile comenzó un nuevo Gobierno de coalición de tendencia política de centro derecha que llevó a Sebastián Piñera a la Presidencia por segunda vez.

Sin dudas, los dos acontecimientos electorales más significativos de la región, y que implicaron un vendaval político en los respectivos países, fueron la elección del izquierdista López Obrador en México y del ultraderechista Bolsonaro en Brasil. Las dos mayores democracias de la región, y las principales economías, giraron en sentido ideológico opuesto. En ambos casos supuso una alternancia política de carácter histórica, dada la falta de antecedentes similares.

Las diferencias no se limitan al perfil ideológico de los candidatos. La coalición política que apoyó a López Obrador obtuvo la mayoría absoluta en ambas casas legislativas y podrá aprobar sin mayores dificultades las propuestas de reformas, que, según el nuevo presidente, pretenden transformar radicalmente a la sociedad y a la política mexicanas. Bolsonaro, que también ha prometido cambiar completamente la forma de hacer política en Brasil y una transformación radical en diferentes ámbitos de la sociedad, no tiene un respaldo tan seguro como su par mexicano, dado el alto grado de fragmentación del sistema político brasileño. El partido de Bolsonaro no tiene mayoría en ninguna de las casas legislativas. Si bien el perfil más conservador de gran parte de los legisladores electos de otros partidos no hace imposible prever apoyos significativos, su tentativa de buscar ante todo el respaldo de bancadas específicas de legisladores (bancada evangélica, de productores rurales, etc.) y no de partidos, como quedó en evidencia con la formación de su gabinete ministerial, ha generado gran incógnita sobre el grado de efectividad de esta modalidad, dado su carácter inédito, que exigirá, previsiblemente, amplias negociaciones para cada propuesta de gobierno.

A pesar de esas diferencias relevantes, los triunfos de López Obrador y Bolsonaro tienen en común, además de sus perfiles personalistas, o populistas para muchos, haber causado un significativo derrumbe electoral de los principales partidos que venían alternándose en el poder en las últimas décadas en cada país. La incapacidad de estos partidos para atender, o continuar atendiendo, las demandas de la mayoría de la población, de sintonizar con amplios sectores populares y, fundamentalmente, el involucramiento en reiterados casos de corrupción, derivaron en un hartazgo de la mayoría de los electores con las hasta ahora principales fuerzas políticas en estos países.

Si los nuevos gobernantes iniciarán realmente una etapa más virtuosa en relación con la corrupción, aún no se sabe

El tema de la corrupción fue también, junto a la propuesta de revisión del acuerdo de paz con las FARC, una de las dos principales banderas de campaña del nuevo presidente colombiano, Iván Duque. Por otro lado, la inhabilitación para participar en la vida pública de los condenados por corrupción fue una de las seis reformas aprobadas en el referéndum constitucional en Ecuador. Y fue por denuncias de corrupción y supuesta compra de votos para impedir un impeachment, que el presidente peruano Kuczynski debió renunciar ante una eminente destitución por parte de un Congreso donde no contaba con mayoría y enfrentaba férrea oposición. Si los nuevos gobernantes iniciarán realmente una etapa más virtuosa en relación con la corrupción, aún no se sabe, pero el tema continuará siendo atentamente seguido en estos países, tanto por los electores como por los partidos que ahora pasan a la oposición, además de otras instituciones de control.

Contrastando con el clima de tsunami político en Brasil y México, está la previsibilidad de los resultados electorales en Paraguay y Venezuela. En el primer caso, la continuidad en el poder del Partido Colorado indica baja competitividad política en el país y un amplio control de los recursos de poder del Estado por parte del principal partido político. En el caso de Venezuela, la previsible reelección, en medio de graves irregularidades, del presidente Maduro, muestra un gobierno que no cuenta con las condiciones mínimas de credibilidad democrática.

Saliendo del panorama estrictamente electoral, en Argentina, en medio de una grave crisis financiera y económica, se sucedieron protestas masivas contra el gobierno de Macri y sus medidas de ajuste. El clima social y político ha sido más grave aún en Nicaragua, donde protestas estudiantiles y de grupos opositores fueron y continúan siendo violentamente reprimidas por parte del gobierno de Ortega, cada vez más aislado en la comunidad internacional, así como Venezuela, país que continuó envuelto en una crisis política, económica y humanitaria sin precedentes, con la masiva emigración de su población como principal ejemplo y efecto de dicha crisis, que se ha transformado en una emergencia de carácter regional. En los últimos meses, las protestas populares contra una cuarta candidatura de Evo Morales incluyeron a Bolivia entre los países con masivas movilizaciones populares, que previsiblemente deben intensificarse el próximo año.

Si bien, como se ha visto, la preocupación con la corrupción política ha estado en el centro de la vida política en varios países de la región, América Latina no es una homogeneidad. Varias alternancias políticas a la derecha coinciden con el cambio a la izquierda de una de las mayores democracias de la región. Y la consolidación de las instituciones democráticas en varios países coincide con desafíos a estas o con el continuo deterioro de la democracia en otros.

Evo y la lección de Roosevelt

Ya lo sabíamos: Evo Morales quiere seguir siendo presidente. Muchos bolivianos quieren que siga siéndolo, cierto. Pero no la mayoría nítida (51%) de los que participaron en 2016 en el referéndum convocado por el oficialismo para decidir sobre su reelección sin límites, como los del artículo 168 de la Constitución.

Un referéndum, supongamos que sin conceder, porque es debatible, suficientemente legítimo y además legal, pero contra texto constitucional respetable y, finalmente, más prodemocrático. Evo desobedece el resultado (también suficientemente legítimo y legal) y la Constitución para buscar satisfacer sus deseos presidenciales. El Tribunal Constitucional y el Tribunal Supremo Electoral le han obsequiado la posibilidad jurídica de satisfacción. Lo ha hecho el Constitucional con argumentos bastante cortos y acaso personalizados, aunque terminen por autorizar la reelección extendida de asambleístas, concejales y otros cargos: usando la idea del derecho de todo individuo de votar y de ser votado, que está plasmada en la Convención Americana sobre Derechos Humanos, los magistrados privilegiaron una idea sobre los derechos políticos de individuos ya poderosos, para, en los hechos, “garantizar” el “derecho” del Ejecutivo encarnado en Evo a ser votado en cualquier cantidad de elecciones, aunque pasando por encima de necesidades institucionales y culturales del futuro democrático boliviano. ¿Sabrán el daño que hacen a la democracia y al nombre de Evo Morales?

La reelección presidencial no es inherentemente antidemocrática y viceversa, pero sí es democráticamente conveniente limitarla, sobre todo en contextos históricos como el de Latinoamérica. Tiene sentido limitar el ejercicio presidencial a pocos periodos, consecutivos y no consecutivos; todo, bajo sistemas electorales que protejan la competitividad e institucionalicen la incertidumbre, como dijera el politólogo Adam Przeworski (certeza institucional sobre el proceso democrático de competencia, sin que, en general, sepamos de antemano el resultado por no haber ganadores prefijados por “el sistema”). No significa lo mismo la posibilidad de reelección ilimitada de miembros de poderes legislativos que la de titulares de poderes Ejecutivos unipersonales. Mucho más que limitar la reelección legislativa, limitar la reelección presidencial consecutiva en una democracia es a favor de la democracia. Incluso en casos de presidentes que puedan gustarnos, sean de izquierda o de derecha, como el caso de uno que a mí me gusta por su progresismo: Franklin Delano Roosevelt (hoy, y cuando menos desde 2008, FDR sería capitalista pero antineoliberal, o antineoliberal pero capitalista). La experiencia de Estados Unidos con Roosevelt y tras él es digna de consideración.

Nota anti- “antimperialistas”: no creo que Estados Unidos sea el modelo infalible por imitar ni nada parecido. ¡Y menos ahora con el desquiciado Trump! Es solo que en el detalle institucional de la reelección en la Presidencia tiene un buen equilibrio que es importable o adaptable: periodo de cuatro años y posibilidad de reelegirse por una sola ocasión. Es la Enmienda 22: “Ninguna persona será electa para el cargo de Presidente más de dos veces”. Es decir, dos periodos completos de Gobierno como máximo y una sola posibilidad de reelección. La otra parte de la cláusula dice que “una persona que haya tenido el cargo de Presidente, o actuado como Presidente, por más de dos años de un periodo para el cual otra persona fue electa Presidente, no será electa para el cargo de Presidente más de una vez“. El origen de esta enmienda constitucional tiene que ver con la presidencia rooseveltiana.

¿Qué pasa cuando no hay ni circunstancias extraordinarias ni personajes de la talla y calidad de Franklin Roosevelt?

Antes de Roosevelt, la Constitución permitía al presidente reelegirse indefinidamente. Con total exactitud: el texto constitucional no prohibía al titular de la Presidencia buscar y competir por ser reelecto para cualquier cantidad de periodos, fueran sucesivos o no. Ulysses Grant quiso reelegirse por tercera vez en 1880, pero no obtuvo la candidatura de su partido. Teddy Roosevelt buscó sin éxito ser presidente por tercera vez en 1912; lo hizo después de que en 1908 decidiera no buscar la reelección para un tercer periodo consecutivo. El único que deseó, intentó y logró ser presidente tres veces, y tres seguidas, fue nuestro Roosevelt, quien rompió, así, la esencia de la regla no escrita que quisieron pero no pudieron romper Grant y el otro Roosevelt: no quedarse en la Presidencia por más de dos periodos en atención al ejemplo de George Washington, quien solo tuvo una reelección. Y FDR no solo fue reelecto por una inédita segunda vez y para un inédito tercer periodo en 1940: fue reelecto por tercera vez para un cuarto periodo en 1944. De no haber muerto antes, habría sido presidente de Estados Unidos de 1932 a 1948, durante 16 años, casi 4 menos de los que Evo Morales acumularía, de ganar su tercera reelección y cuarto periodo presidenciales.

Sin duda, me parece mejor que Roosevelt haya ocupado la Presidencia no solo después de la crisis financiera de 1929, sino durante la Segunda Guerra Mundial, pero no pueden obviarse dos grandes hechos: por un lado, las circunstancias implicadas fueron extraordinarias en todos los sentidos; por el otro, fue mejor para la democracia estadounidense que la Enmienda 22 fuera aprobada por el Congreso federal en 1947 y ratificada por una mayoría de estados en 1951. ¿Qué pasa cuando no hay ni circunstancias extraordinarias ni personajes de la talla y calidad de Franklin Roosevelt?

La configuración de cuatrienio presidencial y posibilidad de reelección para un periodo más es una muy buena solución democrática. Cuando existe sexenio, como en México, puede ser mejor prohibir toda reelección presidencial. Si en México se quisiera tener, lo mejor sería entonces disminuir el periodo de 6 a 4 años y solo permitir la reelección inmediata por una sola vez. Son mejores esquemas por ser menos problemáticos y menos desestabilizadores, con mejores mensajes contextuales para la cultura política. Los modelos evistas de fondo (antes, quinquenio con dos reelecciones continuas y, ahora, quinquenio con tres reelecciones o reelección ilimitada) no son mejores. Para nada. No lo son si se piensa en la dimensión estabilidad, pero tampoco si se piensa realistamente en la dimensión democratización real en un sistema presidencial latinoamericano. Sexenio o quinquenio y una sola reelección inmediata podría ser todavía aceptable genéricamente, pero quinquenio y dos o más reelecciones no es aceptable ni genéricamente ni específicamente. ¡No más, Evo!

Así como Evo Morales debe pensar en “su gente”, también debería pensar en la democracia más allá de él. Debería pensar también en su nombre. Que eso no sería egoísmo. Para mí, sin ser acrítico, su legado hasta el momento es mejor que el de Correa, mucho mejor que el de Chávez e infinitamente superior al de Ortega y Maduro. No hay que tirarlo reeleccionistamente por la borda.

La cuarta postulación de Evo Morales enfrenta a los bolivianos

La decisión del Tribunal Electoral boliviano, la semana pasada, de dar luz verde al binomio oficialista para participar en las elecciones primarias de enero y, en consecuencia, habilitar a Evo Morales para optar por una cuarta reelección continua, ha sido respondida con protestas ciudadanas en redes sociales y en las calles, que adelantan no solo una campaña electoral fogosa y agresiva, sino también mediada por la violencia, como ya se vivió en otros países de la región.

El más reciente de estos hechos sucedió el martes 11, una semana después del veredicto del órgano electoral, cuando una marcha de universitarios de Santa Cruz de la Sierra terminó con la quema de parte de las oficinas del Tribunal Electoral de esa ciudad en el oriente del país. El oficialismo condenó la violencia, y la oposición responsabilizó de este exceso a infiltrados del Gobierno.

Esta marcha estuvo precedida por un paro cívico en varias ciudades el jueves 6, cuando también hubo roces e incluso peleas en las calles, en un país donde se ha vuelto todo un desafío mantener una conversación en una mesa familiar en la que hay posiciones políticas enfrentadas.

A ello se suman las amenazas y contramenazas de procesos penales e incluso el cerco de ciudades, como advirtieron dirigentes vinculados al partido oficialista MAS contra las personas que se movilicen y opongan a esta nueva y cuarta postulación de Evo Morales, que está en el cargo desde el 22 de enero de 2006, y durante tres periodos continuos. Esto lo convierte en el presidente que más tiempo gobernó Bolivia.

Fue el propio Morales y su partido los que convocaron el 21 de febrero de 2016 a un referéndum para modificar el artículo 168 de la Constitución, aprobada por él mismo en 2009, y que ordena solo una reelección continua y un periodo presidencial de cinco años. Lo hicieron precisamente con el fin de constitucionalizar la repostulación y abrir las puertas a un cuarto mandato para el periodo 2020-2025.

Al final, el 51,3% de los votantes, alrededor de 2,6 millones de personas, rechazó dicha modificación, y son hoy quienes, mediante el lema “Bolivia dijo no”, conforman, en parte, las plataformas ciudadanas de rechazo a la repostulación y de cumplimiento del voto del soberano.

Si el pueblo dice no, qué podemos hacer, no vamos a hacer golpe de Estado, tenemos que irnos callados”

Antes y después del referéndum, el Gobierno se comprometió a respetar los resultados, y de ello quedan registros, como las declaraciones del presidente Morales cuando afirmó en una conferencia de prensa: “Si el pueblo dice no, qué podemos hacer, no vamos a hacer golpe de Estado, tenemos que irnos callados”.

A pesar de ello, el 28 de noviembre de 2017, el Tribunal Constitucional no solo autorizó una postulación de Morales, sino también la reelección consecutiva sin límites al “declarar la aplicación preferente” de los “derechos políticos” por sobre la Constitución.

Así, el fallo de este Tribunal respondió a un recurso contra la limitante que ordena la carta magna a los mandatos consecutivos que presentó el MAS, y para ello apeló a una disposición de la Convención Americana sobre Derechos Humanos.

La decisión oficialista de hacer que Morales siguiera en el cargo de primera autoridad del país terminó de consumarse este 4 de diciembre de 2018, cuando los vocales del Tribunal Electoral, con cuatro votos a favor y dos disidentes, lo habilitaron como candidato, junto a su actual vicepresidente, Álvaro García Linera, para las elecciones primarias de enero próximo.

La particularidad de estas elecciones primarias no es que sea la primera vez que se realizan, sino que los nueve partidos y frentes que participan, incluyendo al gobernante MAS, presentaron candidaturas únicas.

Es decir, que más allá de los resultados y del proceso, cuyo costo está calculado en cerca de cuatro millones de dólares, al no existir competencia dentro de los partidos, los candidatos habilitados serán los mismos que se presenten para las elecciones de octubre de 2019.

En esa fecha se definirá la permanencia del MAS y de Evo Morales, como uno de los soldados del llamado socialismo del siglo XXI, al que aún pertenecen países como Venezuela y Nicaragua, donde igualmente hubo acciones para eliminar los límites constitucionales a las reelecciones, que, por otro lado, también derivaron en situaciones violentas y de enfrentamiento entre ciudadanos.